Allá por 2018, con la salida del número #33 dedicado al cine documental, desarrollamos una extensa nota sobre un fenómeno que ya por aquel entonces se estaba instalando con fuerza: el documental como thriller o, como se lo conoció después con popularidad, el documental de true crime.
Me parece importante destacar que, si bien el número salió en 2018, la nota se comenzó a escribir casi dos años antes, hacia finales de 2016, cuando el fenómeno era todavía más incipiente. Por supuesto, existía, pero no estábamos ante el contexto de exploitation actual.
Ese primer artículo se proponía trabajar sobre dos elementos. En primer lugar, intentar trazar un recorrido, un mapa de experiencias y antecedentes históricos para entender la evolución del fenómeno; y, por otro lado, buscar darle un sentido al género en términos narrativos y, por qué no, hasta políticos.
Un resumen de aquellas primeras líneas establecía que el documental de true crime, como cualquier policial, parte de la idea de un misterio, un crimen no resuelto o, su vertiente más popular, un crimen “mal resuelto”. En esa línea, al ser –en tanto documental– el universo de “lo real” la materia prima de estas producciones, no pueden tener otra opción más que entrar a confrontar con el terreno de la construcción de sentido sobre la verdad, disputarla e intentar transformarla.