Noté mi primera cana durante mi residencia médica. Se asomó de sorpresa al final de un largo y frenético turno, una de esas noches en las que la ley de Murphy parece más poderosa que la ley de gravedad. (Aunque dos de mis pacientes sí se resbalaron y cayeron ese día, así que Newton también hizo una gran demostración).
Al día siguiente, encontré otra cana. Luego otra y otra, hasta que dejé de contarlas.
Tenía veintitantos años y fue la primera vez que me di cuenta de que mi cuerpo envejecía: no se hacía más fuerte, rápido ni sabio, sino que empezaba su decadencia. El cuerpo humano desempeña muchísimas funciones impresionantes: sana heridas, se deshace de sus desechos, digiere Doritos. “¿Acaso no puede encontrar un poco de pigmento para mantener el color de mi cabello?”, pensé.