El modelo bolivariano, que durante años funcionó como un faro que inspiraba a otras fuerzas políticas en la región, hoy es un lastre. La crisis que atraviesa Venezuela debería generar un debate acerca de los límites y errores del único país que se autoproclamó socialista después de la caída del Muro de Berlín.
Hace 20 años, el triunfo de Hugo Chávez fue seguido con un entusiasmo limitado por la izquierda latinoamericana. Un tanto folklórico, el ex paracaidista había organizado en 1992 un golpe de Estado militarmente fallido pero, a la larga, políticamente exitoso (1), y tras su victoria en las elecciones presidenciales de 1998 sorprendió al jurar su cargo sobre la “Constitución moribunda”. En un comienzo, sus posicionamientos ideológicos resultaban ambiguos: si bien había tenido acercamientos con la izquierda durante su carrera militar, al mismo tiempo se había rodeado de asesores como el nacionalista argentino, con posiciones cercanas a los militares carapintadas, Norberto Ceresole, y por otro lado elogiaba la Tercera Vía de Tony Blair. Fue tras el golpe que sufrió en 2002 que la experiencia chavista terminó de ser incorporada como acervo de una izquierda latinoamericana que había encontrado en la tradición nacional-popular una tabla de salvación frente a la crisis del socialismo real y las derrotas de los 70. El sueño de Jorge Abelardo Ramos de articular populismo y socialismo parecía hacerse parcialmente realidad, primero en Venezuela y después en Bolivia y Ecuador. Pero lo que en un momento fue una locomotora hoy se volvió un peso para los progresismos regionales, a punto tal que nadie puede ganar hoy una elección en América Latina sin diferenciarse del madurismo, en el contexto de una masiva migración de venezolanos que dan carnadura –y voz– a los fracasos de su gobierno.