A la última dictadura militar argentina (1976-1983) no la sobrevivió ningún partido político surgido de sus entrañas, a diferencia de otros países en los que el terrorismo de Estado tuvo un correlato en expresiones electorales que pasaron a actuar en democracia. Unas 30.000 desapariciones cometidas en pocos años, la quintuplicación de la deuda externa, inflación disparada, la traumática derrota en la Guerra de Malvinas contra el Reino Unido (1982) y fraudes orquestados con la élite económica a la vista de todos dejaron a los dictadores Jorge Rafael Videla y Eduardo Emilio Massera sin herencia política directa, pese a que la buscaron.
El negacionismo explícito de los crímenes de la dictadura tampoco encontró mucho espacio. Entre los múltiples cómplices del régimen, la Iglesia católica, cámaras empresariales y los principales medios de comunicación enarbolaron mientras pudieron eufemismos como la “reconciliación nacional”, “evitar la venganza” y “dar vuelta la página”, o abrevaron en la más sofisticada teoría de los “dos demonios”, que procura equiparar al terror de Estado con las organizaciones armadas peronistas y de izquierda. Más cerca en el tiempo, se dedicaron a menoscabar la cifra de 30.000 desaparecidos, que es el número estimado por Madres y Abuelas de Plaza de Mayo cuando todavía asolaba la represión.
La prédica a favor de la impunidad, aunque persistente, no tuvo mucho éxito, porque hasta diciembre pasado habían sido condenados al menos 1.117 represores, desde comandantes a torturadores y secuestradores de baja graduación, y otras 2.223 personas continuaban siendo investigadas en 643 causas, según la estadística de la Procuraduría (Fiscalía) de Crímenes contra la Humanidad. Sólo en 2022 hubo 22 causas con sentencia en tribunales de todo el país, desde el extremo norte a la Patagonia.