domingo 26 de marzo de 2023
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Elogio al desorden

Unos años antes de que muriera, mi madre empezó a mandarme cosas: objetos que presumiblemente tenían un significado. A veces eran lo que cabía esperar, como joyas y fotografías, pero también había cosas más misteriosas. Por ejemplo, una tarde abrí un paquete que contenía, cuidadosamente envuelto, un leprechaun de cerámica de 20 centímetros de alto (mi familia no tiene ningún vínculo con Irlanda). No mucho después, anunció que quería enviar también su colección de figuritas de pájaros, por la que yo nunca había expresado un especial interés.

Era obvio que eso ya no tenía que ver con el legado de los recuerdos familiares, sino con deshacerse de cosas; era una forma de hacer una limpia, básicamente. Tuve que parar aquello, y no porque esos objetos no significaran nada para mí, sino por algo mucho más importante: significaban algo para ella. De hecho, lo que más me hacía disfrutar de su acumulación de figuritas de pájaros, cerámicas y galletas de mar de las playas de Texas era lo que ella disfrutaba con esas cosas. Su desinhibida asertividad sobre las cosas que le gustaban era uno de sus rasgos más admirables.

Así que la convencí no solo de que se quedara con sus figuritas, sino también de que siguiera valorando su presencia. Resultó que el afán de purga de mi madre me había hecho ver un error de concepto en nuestra relación general con la cultura material. En resumen: lo que a menudo despachamos como “trastos” —todas esas cosas innecesarias, a menudo excéntricas, que un tercero mandaría a la basura— en realidad pueden ser buenos para nosotros.

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