La última vez que vi a Mark Zuckerberg fue en el verano de 2017, varios meses antes de que estallara el escándalo de Cambridge Analytica. Nos conocimos en la oficina de Facebook en Menlo Park, California, y nos dirigimos a su casa, en un barrio tranquilo y arbolado. Pasamos una hora o dos juntos mientras su hija pequeña paseaba por ahí. Hablamos sobre todo de política, un poco de Facebook, un poco de nuestras familias. Cuando las sombras se hicieron largas, tuve que irme. Abracé a su esposa, Priscilla, y me despedí de Mark.
Desde entonces, la reputación personal de Mark y la reputación de Facebook han caído en picada. Los errores de la compañía -las prácticas de privacidad descuidadas que dejaron caer decenas de millones de datos de usuarios en manos de una empresa de consultoría política; la lenta respuesta a los agentes rusos, la retórica violenta y las noticias falsas; y el afán ilimitado de capturar cada vez más nuestro tiempo y atención- dominan los titulares de los medios de comunicación. Han pasado 15 años desde que cofundé Facebook en Harvard, y no he trabajado en la empresa desde hace una década. Pero siento una sensación de enojo y responsabilidad.
Mark sigue siendo la misma persona que vi abrazar a sus padres al irse de la sala común de nuestro dormitorio al principio de nuestro segundo año. Es la misma persona que posponía sus estudios para los exámenes, se enamoró de su futura esposa mientras hacía cola para ir al baño en una fiesta y durmió en un colchón en el suelo de un pequeño apartamento años después de haber podido permitirse mucho más. En otras palabras, es humano. Pero es su humanidad lo que hace que su poder incontrolado sea tan problemático.