A los 16 años, luego de un intento de suicidio me llevaron a verla. Fui con un importante malhumor porque esperaba un nuevo sermón. Ahora más de izquierda, menos severo, tal vez un poco más humano, pero sermón al fin. Alcira me preguntó si María Elisa, la tía con la que vivía en ese entonces, se portaba bien. Esa fue su entrada triunfal, me puso de su lado y me hizo su cómplice. Me reí. Siempre me preguntaban si yo me portaba bien, dando por sentado que no lo hacía. Ella dejó claro que el problema no era mi conducta. El asunto era cómo se portaban los adultos que me rodeaban. Algo que yo tenía claro y que repetía de diversas formas, pero que nadie era capaz de escuchar en aquel entonces, cuando las rémoras de la dictadura no eran aún memoria ni distancia, sino vida cotidiana, palabras soeces y castigo habilitado.
Ese mismo año mi familia de sangre me echó de todas sus casas y a mi me quedaba un año de secundario. Estaba por irme a vivir a una pensión, fantasía que había construido con las historias que circulaban sobre la juventud y la rebeldía de mi padre, pero Alcira me dijo que vaya a vivir a sus casa hasta al menos terminar el colegio. Así, mi adolescencia empezó a ser menos traumática y nos quedábamos charlando, fumando y tomando café durante horas. Aprendí que Roberto era un pensador brillante y Ana María una mujer bravísima. Que Roberto nunca hubiese soportado irse del país y dejar en banda a las personas que dependían de él. Que mamá estaba más asustada pero que nunca hubiera podido dejarlo a él a gamba.