domingo 2 de abril de 2023
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Espionaje, privacidad y el derecho a informar: dilemas del tour de Clarín a la estancia de Lewis

Hace ya tres décadas que la multiplicación de las comunicaciones, primero en computadoras y luego en celulares, tiene un correlato en el almacenamiento infinito de esos intercambios y archivos digitales. Antes, las cartas, los diarios y los documentos se volvían amarillentos en algún cajón del placard o en un estante de una hemeroteca. Podía ser difícil acceder a ellos, pero todos sabíamos que estaban allí; bastaba con conseguir la llave o gestionar el permiso del bibliotecario.

En el siglo XXI convivimos con una presunción que equivale a autoengaño. Los metadatos van y vienen, vaciamos el chat, nos olvidamos de nuestras vidas pasadas, cambiamos el celular, pasamos a Telegram cuando WhatsApp comete alguna torpeza, creemos que ganamos la batalla cuando logramos quitarle un permiso al fisgón irredento Google. Alivio, el pasado se evapora. Y sin embargo, la misma tecnología que habilitó el intercambio instantáneo e infinito es la que permite que millones de terabytes conservados en estado gaseoso en alguna galaxia regresen a Tierra como dagas prestas a cortar cabezas. La distancia del rescate, que Samantha Schweblin pensó para otro relato, no está en manos del dueño del archivo —hasta el siglo XX, el receptor de la carta— o el bibliotecario municipal. Hoy, los verdaderos dueños de la nube son los servicios de Inteligencia estatales o paraestatales, Google, Facebook, Elon Musk, las grandes corporaciones, un data entry traidor o, cada vez menos, los hackers quince-veinteañeros que operan desde un garage en algún pueblito de Córdoba, Sicilia o el Kurdistán.

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