Apenas se había celebrado y calificado de «histórica» la decisión de enviar tanques Leopard cuando llegaron pedidos de aviones de combate, misiles de largo alcance, buques de guerra y submarinos, y la noticia quedó atrás y fue relativizada. Los pedidos de ayuda tan dramáticos como comprensibles de una Ucrania atacada en violación del derecho internacional hallaron en Occidente el eco que era esperable. Lo único nuevo aquí fue la aceleración del conocido juego de llamamientos moralmente indignados a suministrar armas más poderosas y luego, no sin vacilaciones, a actualizar una y otra vez los modelos de armas prometidos.
También se escuchó desde el seno del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) que no había «líneas rojas». Con las excepciones del canciller federal y su entorno, las súplicas del ministro de Relaciones Exteriores de Lituania fueron tomadas en serio por el gobierno, los partidos políticos y la prensa de manera casi unánime: «Debemos superar el miedo de querer derrotar a Rusia». Desde la incierta perspectiva de una «victoria», que puede significar cualquier cosa, toda discusión accesoria sobre el objetivo de nuestro apoyo militar –y sobre las vías para alcanzarlo– debe estar resuelta. Así las cosas, el proceso de rearme parece estar tomando una dinámica propia que, aunque iniciada por la comprensible presión del gobierno ucraniano, es impulsada entre nosotros por el tenor belicista de una opinión pública concentrada en la que no se manifiestan la duda y la reflexión de la mitad de la población alemana. ¿O no es del todo así?