Apesar de los esfuerzos de filósofos, teólogos y biólogos, delimitar qué es la vida continúa siendo una delicada cuestión sobre la que no existe un claro consenso. No obstante, si la vida tiene una cualidad indiscutible, sabemos, es la de expandirse. Desde que surgiera en nuestro planeta, la vida en sus múltiples formas no ha parado de colonizar nuevos hábitats. De una u otra manera podemos comprobar que se ha abierto paso de los modos más inusitados, en los lugares más recónditos y hostiles de nuestro mundo, y adoptando las configuraciones más variadas e inverosímiles.
Tras millones de años de evolución y como resultado de una infinidad de eventos azarosos, se puede decir que una de las formas de mayor éxito adoptadas por ese concepto al que llamamos vida, es la especie humana. Y ante esta reflexión nace una pregunta legítima: ¿Y si la Humanidad es tan solo uno de los miles de experimentos adoptados por la vida para continuar con su inexorable expansión? ¿Y si, cual seres vivos, como parte inherente de la vida, no estuviéramos más que actuando en respuesta a la imperiosa necesidad de esta de continuar diseminándose por los distintos rincones de Universo?
Conscientes o no, en respuesta a esta necesidad vital, y alejándonos del plano filosófico, parece que en lo práctico los humanos estamos inmersos en lo que se presenta como nuestra próxima gran empresa como especie: el establecimiento de la vida más allá de los límites de nuestra atmósfera. Y como no podía ser de otra manera, nuestros ojos están puestos en aquello que tenemos más cerca: la Luna.