Cuando tenía 12 años, pasaba horas en mi habitación con una guitarra acústica de 40 dólares y un cancionero enorme de los Beatles que tenía diagramas de acordes básicos de la “E a la Z” en letras grandes. No tenía ningún talento musical, como me habían demostrado varias lecciones de música fallidas —en realidad fueron los maestros quienes me lo confirmaron, las lecciones eran bastante aburridas—, además de que nunca tuve una formación musical de verdad. Me escocían los dedos cuando intentaba presionar las cuerdas sin hacerlas vibrar y me dolía la mano izquierda cuando intentaba, y durante mucho tiempo fracasé, estirarla por el mástil. Y, sin embargo, me abrí camino a través de “Rain” (abreviada a dos acordes) y “Love Me Do” (tres) y finalmente “Yellow Submarine” (cuatro acordes, ¿o eran cinco?) y descubrí la incomparable emoción de la armonía musical autodidacta.
Nadie me pidió que lo hiciera y sin duda nadie lamentaba que cerrara la puerta mientras rasgueaba y trastabillaba en busca del nirvana de estas canciones simplificadas. Pero la sensación de felicidad que sentí aquella semana —auténtica felicidad, basada en quedarme absorto en algo ajeno a mí— se me quedó grabada.