La disparada del dólar blue y la difusión de encuestas que relegan al peronismo al tercer lugar detrás de la derecha y la ultraderecha, como la que publicó Management&Fit esta semana, sirvieron para despabilar al Frente de Todos de una ensoñación reeleccionista que empezó a germinar al calor de la euforia por el Mundial y del inesperado descenso de la inflación durante noviembre. El amague y posterior recule presidencial frente a la Corte Suprema por la coparticipación federal de impuestos, subrayado con malicia por la misma Cristina Kirchner que encaramó a Alberto Fernández al sillón de Rivadavia, volvió a poner al oficialismo a la defensiva. Pero la vicepresidenta insistió sobre un riesgo mayor que ni sus incondicionales parecen tomar en serio: la pérdida de legitimidad de la democracia. Una tendencia que desde varios años cruza al empresariado y que ahora crece peligrosamente en el resto de la sociedad.
Aunque el divorcio prematuro entre quienes compartieron aquel binomio de 2019 atrofió al Frente de Todos como herramienta de gestión y le impidió cumplir con sus promesas de campaña, la consecuente ruptura entre una parte del electorado y la democracia amenaza con tener consecuencias más duraderas. Nunca desde el final de la dictadura, por ejemplo, fue tan alta la proporción de la población que aceptaría que los militares intervengan en conflictos callejeros ni la que preferiría que el Estado se retire de funciones básicas como la salud o la educación a cambio de cobrar menos impuestos. El contexto regional no aporta elementos para el sosiego: Pedro Castillo sigue preso en Perú a tres semanas del golpe de Estado que lo desplazó de la presidencia, Fernando Camacho encendió la mecha de otra insurrección cívica separatista en Santa Cruz de la Sierra contra el intento de un tribunal boliviano de juzgarlo por el golpe de 2019 y Jair Bolsonaro volvió a agitar a su feligresía contra Lula, que asume el domingo híper condicionado por las alianzas que debió tejer para ganarle.