El pasado 30 de marzo empezaba el paso por el Juzgado de Instrucción número 30 de Madrid de varios de los 15 activistas medioambientales de Rebelión Científica imputados después de que medio centenar de personas arrojasen zumo de remolacha contra el Congreso de los Diputados en abril de 2022. Una acción, al grito de “Justicia climática”, que desembocó en acusaciones de daños y desórdenes públicos, delitos penados con un máximo de tres años de cárcel cada uno. Ese mismo día, Belén Díaz Collante, ambientóloga de 28 años y una de las procesadas, volvió a dirigirse hacia los leones del Congreso, acompañada de otros activistas de otros colectivos, como Rebelión o Extinción o Futuro Vegetal. Al mismo grito por el clima, arrojaron pintura roja biodegradable contra las estatuas y la escalinata. Casi una decena de ellos fueron detenidos, bajo los mismos cargos. Una reincidencia consciente: “Es más fuerte la convicción de que es legítimo lo que pedimos que las consecuencias a nivel legal que se deriven de nuestras acciones”. Tan legítimo como la propia supervivencia.
En 2022 los activistas protestaban la publicación del entonces último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). Uno de los muchos que llevan elaborando desde 1988 y siempre con las mismas conclusiones: el planeta no puede más. Necesitamos cambiar con urgencia toda nuestra economía y cultura, o arriesgarnos a un futuro invivible. “Aún hay opciones para asegurar un futuro habitable y sostenible, pero lograrlo es cada vez más difícil, la ventana de oportunidad se está cerrando rápidamente”, señala su último resumen. Con un objetivo para nada simbólico: evitar que el aumento de temperatura global llegue a 1,5 °C. A partir de ahí (y estamos entre 1,2° y 1,3° ya) las consecuencias seguramente sean irreversibles. Pese a las promesas, los escasos acuerdos internacionales y la percepción entre la ciudadanía de que fenómenos como la ola de calor del pasado verano apuntaban a nuestro futuro, la inercia mundial no parece saber lidiar con esta crisis. O, en palabras de António Guterres, secretario general de la ONU, estamos inmersos en una “senda inmoral y suicida”.