Aviones de combate rugen sobre Jartum. Las bombas sacuden la capital sudanesa. Muchos civiles, refugiados ante lo que puede ser el comienzo de una guerra civil, se preguntan: “¿Por qué?”
Es tentador, y correcto, culpar a los individuos. Un conflicto no puede estallar a menos que alguien decida empezar a luchar, y Sudán tiene dos villanos conspicuos. El jefe del ejército lucha contra el jefe de una milicia por el control del tercer país más grande de África. El general Abdel Fattah al-Burhan, gobernante de facto de Sudán, encabeza una junta militar que sigue retrasando el prometido traspaso de poder a los civiles. Muhammad Hamdan Dagalo (más conocido como “Hemedti”), dirige a los paramilitares denominados Fuerzas de Apoyo Rápido, que en otra época cometieron genocidio en Darfur.
Ambos bandos tienen el tipo de ambición que a menudo conduce al derramamiento de sangre en países con pocos controles y equilibrios. Ansían tener un poder que no les haga rendir cuentas y las prebendas que ello conlleva. El ejército ya posee un vasto y turbio imperio empresarial; Hemedti, al parecer, ha amasado una fortuna con las minas de oro y la venta de servicios militares a países extranjeros. Ninguno de los dos parece dispuesto a compartir el poder. Cada uno llama al otro “criminal”; Hemedti dice que el general debe rendirse o “morir como un perro”.