Tras dos décadas colaborando con la Universidad, nunca he podido dejar de reflexionar sobre la importancia de comunicar al alumnado un propósito trascendente sobre el proyecto que nos reúne en el aula. Esto implica trasladarles un discurso no focalizado en satisfacer los deseos y las esperanzas individuales, a menudo mediatizadas por la herencia paternofilial y la cultura dominante de lograr a toda costa la indexación en la maquinaria del mundo laboral, sino uno capaz de expresar un compromiso de reciprocidad y cooperación más allá, incluso, de aprender la naturaleza de la ciencia. Un discurso que, particularmente, especifique un principio de responsabilidad para acrecentar la talla ética de ambas partes, profesores y alumnos y, por extensión, de la maravillosa diversidad que compone la sociedad dentro del espacio sagrado de lo académico.
En seguida comprenderá el lector que el núcleo filosófico y psíquico de este impulso no está hecho en sí mismo de un material novedoso, aunque la modernidad líquida que nos rodea se esfuerza con su ubiquidad hipnótica en ofuscarnos y distraernos para que olvidemos que su composición es inalterable y que posee una dureza a prueba de todo tipo de desilusiones sociales. Me refiero a que la lógica de la educación superior reúne un principio ontológico sencillo, agradable y exigente: cubrir la necesidad de inteligibilidad. Un deseo tan primitivo como ilustrado, puesto que deja a la luz de todos que hay establecida en cada persona una voluntad natural de ser comprendida. Una necesidad genuina que fue elevada por la esfera de la Universidad a estatuto universal para combatir aquella crítica desasosegante de que la sociedad no existe salvo como ilusión o anhelo mágico.
La inteligibilidad incorpora una dinámica cognitiva y emocional tan simple en su estructura como sofisticada en sus efectos: una persona aprende a entenderse a sí misma cuando, a su vez, otros tratan de entenderla sometiendo sus criterios y argumentos a un escrutinio lógico o de verosimilitud. En el esfuerzo de hacerse inteligible al prójimo, uno descubre igualmente s lo que todavía le faltaría para hacerse inteligible para sí mismo.