El maravilloso partido frente a Croacia y el ingreso de la selección en la final del Mundial promovieron emociones novedosas. La alegría y el entusiasmo, que estaban desde hacía mucho tiempo ausentes. La satisfacción de integrar un torrente multitudinario. Un momento feliz y extraño, para una sociedad fracturada por la penuria económica y la polarización política. Nada del otro mundo: la identificación con la nación, que repone la sensación de pertenencia a un todo.
El deporte le devuelve a la ciudadanía una experiencia que la política no está en condiciones de suministrarle. No solo hubo una alta vibración en los festejos. La cantidad de gente en movimiento fue todavía más llamativa. Es un contraste impresionante entre el sentimiento de comunión aportado por el fútbol y la rutina ya tediosa de una dirigencia empantanada en el conflicto.
Es obvio que la muchedumbre festejaba un resultado, encendida por la expectativa del próximo domingo. Sin embargo, acaso sin saberlo, también celebraba una cultura. Un método. El éxito del equipo es el resultado de la coordinación. De la dirección sobria pero laboriosa de Scaloni. De la personalidad de Messi, una estrella indiscutida que ahora hizo aflorar otra condición: la de líder de un equipo. Pero es también el resultado de un ejercicio mucho menos evidente: un esfuerzo de planificación del que ofreció una minuciosa explicación ayer Juan Pablo Varsky en este diario.