Lo más difícil de evitar en una circunstancia como ésta son las grandes palabras, aunque tampoco es cuestión de comentar esta final inolvidable y absurda como si fuera un partido como los otros. Les dije a los amables lectores que la Argentina iba a ser campeón, como antes les dije que iba a ir pasando ronda tras ronda. Debo confesar que una de las razones por las cuales deseaba tanto el triunfo era para que el azar del fútbol validara ese último pronóstico que atravesó un duro camino, jalonado por alegrías y padecimientos, por certidumbres definitivas y dudas desgarradoras.
“Todo está bien si termina bien”, dice Shakespeare, pero es falso. Lo de hoy no estuvo bien porque terminara bien, sino porque merecía terminar bien. Pero no solo terminó bien para los argentinos sino para esa inmensa y contradictoria entidad que es la masa de los aficionados al fútbol. Hoy el fútbol les hizo un regalo a todos, incluidos los franceses, que pueden reclamar para sí haberle puesto las cosas muy difíciles a un equipo destinado a ser campeón. Si el campeón hubiera sido Francia, el resultado no habría estado universalmente bien como finalmente ocurrió.