Creo que ya escribí alguna vez sobre esto: mi mamá tenía un libro de Doña Petrona, y mi parte preferida era una en la que explicaba unas reglas simples de “protocolo” para llevar una comida como una buena ama de casa. Algunas indicaciones tenían que ver con la simplicidad, con decirle a la dueña de casa “no te compliques”: no hace falta usar mantel blanco para un almuerzo informal, decía, los individuales de colores son perfectamente adecuados. Otras eran normas más estrictamente protocolares, quizás algo antiguas, pero que Doña Petrona recomendaba cumplir por respeto (si hay cabeceras, el anfitrión va la cabecera de la mes y su mujer directamente enfrente) y otras eran reglas claramente orientadas a mejorar el fluir del evento; esas eran las que más me gustaban. Siempre me acuerdo de la que recomendaba sentar a las parejas en diagonal, para evitar que maridos y mujeres se quedaran conversando entre ellos; como si hiciera falta, diríamos hoy, pero me parece que está bien pensado.
Hace poco, la revista New York Magazine sacó un número especial dedicado a la “nueva etiqueta”: ya no importan la cristalería ni las ubicaciones en la mesa, pero sí las respuestas a preguntas que todos nos hacemos como la división de la cuenta en una comida de amigos, qué cuarto le toca a cada quién en una vacación grupal (esta la pongo porque me encantó: la persona que más se ocupó de organizar el viaje elige el cuarto que quiere incluso si no viene en pareja, con la sola aclaración de que si alguien lleva hijos no debería terminar en la habitación más chica) o si está legalizado ghostear después de una primera cita (spoiler: sí). Me lo leí entero, y entendí un poco más por qué me seducen tanto estas cosas. Me interesan las reglas de etiqueta por la misma razón por la que me dediqué a la ética en la universidad, por la misma razón por la que me gusta leer sobre teoría de las instituciones: me interesa el pensamiento orientado a mejorar las interacciones entre personas que no se conocen, a tratar bien a una persona sin necesidad de tener demasiada información sobre lo que esa persona entiende por “tratar bien” y sin poder suponer —como se puede suponer en una comunidad religiosa muy cerrada, pongamos— que ese desconocido y yo compartimos demasiados valores sustantivos.