«¡Fiesta! ¡Linda! ¡Alegre! ¡Con música! ¡Con militantes negras, con mujeres indias! ¡Con muchos deficientes! ¡Con hombres gay!». Con Jair Bolsonaro de vacaciones en Disney World, confraternizando con terraplanistas, comenta la periodista Eliane Cantanhêde, Brasil pudo dedicarse seriamente a festejar la democracia. El 1° de enero, bajo un cielo sin nubes, una recicladora urbana afrodescendiente le colocó la faja a Luis Inácio Lula da Silva: por tercera vez en su vida, el obrero fundador del Partido de los Trabajadores (PT) desfiló en el Rolls Royce presidencial saludando a la gente de a pie en Brasilia.
Muerto Pelé, Lula es el brasileño más famoso del mundo. Símbolo de su país, del Mercosur, del Sur Global, de la Democracia, de las Elecciones Directas Ta, de la Organización Obrera de base, de la Resistencia organizada contra la Dictadura, de la Reducción eficaz de la Pobreza, de la Amazonia verde y oxigenada, símbolo de la vieja Izquierda proletaria y de la Nueva Izquierda progresista, Lula es también un político experto en retórica simbolista. Su primer acto de gobierno fue inmunizarse contra un juego de palabras. Para que nadie dijera ‘Lula subiu a rampa do Palácio do Planalto y subieron los precios’, ordenó seguir pagando el subsidio a los combustibles que pagaba Bolsonaro.