En siete meses de gobierno, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha tenido pocos logros tangibles, pero dos éxitos reales: cuestionar las prioridades públicas fijadas por las élites mexicanas y aprobar una reforma laboral histórica.
En buena medida, AMLO ganó la presidencia de México por haber transformado el discurso público. En su campaña habló de temas que eran un tabú: discutió el problema de la desigualdad y no solo de la pobreza, habló sobre la necesidad de promover la competencia y no solo la “competitividad”; puso sobre la mesa la necesidad de desarrollar programas sociales que atendieran el problema del empleo juvenil y los bajos salarios, y no solo de dar becas para educación básica.
Su promesa de poner “primero a los pobres” y de acabar con los privilegios de una élite que se había favorecido de un capitalismo de cuates, fue la primera de sus victorias. Durante sexenios anteriores, el discurso político se centraba en decir que México ya era un país de clases medias y que cada vez estábamos mejor. Pero es falso. De 2006 a 2018, el poder adquisitivo de los trabajadores disminuyó estrepitosamente. En 2008, 33 por ciento de los trabajadores no ganaba lo suficiente para satisfacer la canasta alimentaria, cuando AMLO ganó la elección esa cifra era del 39 por ciento. Actualmente, mexicanos con empleos formales no pueden ni mantenerse a sí mismos con lo que ganan. Más aún, el 90 por ciento de la población en México ha visto disminuir sus ingresos en los últimos cuatro años.