Google Maps ha denostado el interés por el conocimiento urbano. Rendidos a la magia de su guía, hemos abandonado el ejercicio de conocer los recovecos que nos rodean. Y, cuanto menos sabe uno, menos está en posición de cuestionar: imprescindible atributo de la libertad.
Me siento como un pato con una brújula incorporada. Como un niño al que su padre marca la dirección sin saber dónde está, sólo el destino prometido. Si voy por un sitio, o por otro, es asunto suyo. Cogido de la manita, deambulo patizambo y risueño mirándolo compulsivamente con miedo. Soy consciente. Sin él, estaría perdido.
El problema es que no soy ningún infante. Tengo consciencia, al menos en parte, y debería de conocer el camino porque es la única forma de tener influencia sobre el final. Ese lugar, fuera de la ciudad, donde Batiato decía que encontraríamos el amor. Mi cartografía mental, sin embargo, está en horas bajas. Conocer calles, avenidas y recovecos de la parcela de juegos urbana donde habito es, hoy día, una quimera. No especialmente irrealizable, pero sí dominada por la pereza. ¿Para qué, se pregunta uno, voy a aprender lo que Google Maps me sirve en bandeja?