Abres los ojos y lo primero que ves es el baño. Un inodoro de metal, con un pequeño lavamanos de espaldar, encajado en el vértice de dos paredes de ladrillo gris gastado. A la derecha, hay una puerta con un agujero.
Tras ella se escucha el eco de conversaciones de pasillo. El ruido de comunicación por radioteléfono, un conteo lejano, chirridos de cadenas.
Y un goteo. El sonido sutil y exasperante de una gotera que nunca se va.
«Bienvenido a su celda, usted pasará aquí 23 horas del día», dice la voz de un hombre.