En 1825, un libro sacudió los salones y bibliotecas de la sociedad parisina. Aún los ecos revolucionarios resonaban en Francia. El novedoso tratado daba cuenta de ello pero trasladaba la conmoción de la arena política a una actividad más sensual. Con su Fisiología del Gusto, el juez Jean Anthelme Brillat-Savarin dio un golpe: elevó una actividad tan mundana, milenaria y ubicua como el cocinar —y su reverso, el comer— al estatus del arte.
Con impertinencia, humor e ironía, este jurista corpulento que conversaba poco y comía mucho meditó sobre los placeres de la buena mesa y los diferente tipos de apetito, incluido el sexual. Dio consejos sobre el arte de freír, sobre la digestión, el descanso, el dormir y cómo agasajar a los invitados.