jueves 30 de marzo de 2023
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Parte de la religión

En Doha, a pocos kilómetros del Tigris y el Eufrates, mitológico lugar donde la civilización inició su larga marcha hacia el progreso, más de 30 mil argentinos fuimos testigos privilegiados de un hito casi sin parangón en nuestro historia moderna, una epopeya más grande que la vida, algo que sacude y sacudirá nuestro mapa existencial, que cada uno recordará por siempre.

Argentina, el equipo del irresistible Lionel Messi, el tipo del que se enamoró el mundo, no solo se consagró campeón por tercera vez sino que lo hizo de una manera tan inolvidable como épica, de una manera tan argentina que asusta.
Otra vez el guionista de arriba se sentó a jugar en el casino con nuestro destino. Y con nuestro estado de ánimo. Esta vez se pasó de perverso. Si los dos torneos anteriores habían sido obtenidos de forma agónica (78 y 86), si toda nuestra peripecia en Doha había estado dominada por el absurdo y el drama, lo de anoche hizo explotar nuestra Matrix emocional. El 3-3 final cinceló un duelo demencial, jugado con colmillo y poesía, con crispación y cerebro, con la pasión y el talento que este tipo de partidos amerita.

Cada uno de los que llenamos el ondulante Lusail Stadium de esta capital distópica, de esta aldea que flota sobre oro negro, salimos empachados de fútbol y consumidos -estremecidos- por sus mareas, desollados por la naturaleza trepidante de un duelo de pistoleros, un duelo que fue varios partidos en uno.

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