Sentarse frente al televisor hasta atragantarse de programas basura. Ir cambiando de canal hasta que nuestra posición corporal se asemeja a una horizontal rugosa y darnos cuenta de que el domingo ha volado. Robar horas al sueño a cambio de un poco más de telerrealidad. Coronar una comida copiosa con un monumental helado bien regado de chocolate o sustituir la dieta mediterránea por una hamburguesa con todos sus extras. Comer con las manos o encenderse un cigarrillo a escondidas. Escuchar con entusiasmo a Camela y entregarse la tarde del sábado a devorar libros de Corín Tellado o Barbara Cartland… Son pequeños placeres que causan culpa, los llamados guilty pleasures, tan en boga en las redes que hasta los más famosos los confiesan.
El «placer culpable» o «dulce pecado» es aquella forma de entretenimiento o diversión que provoca vergüenza en el disfrute, por considerarse inapropiado. Desde el remordimiento a la neurosis. Chismorrear, cotillear, comadrear, por ejemplo. Algo incorrecto social o individualmente. La cuestión es: si el placer que sentimos no incordia a nadie, ¿por qué sentirnos culpables?