En la Gran Bretaña posterior a la Segunda Guerra Mundial, las estadísticas nacionales empezaron a revelar una tendencia preocupante. Las muertes por suicidio aumentaban en ese país devastado por la guerra, un incremento que continuaría desde el final del conflicto bélico hasta principios de los años sesenta. Entonces, en 1963, ese patrón se invirtió misteriosamente. Los gráficos empezaron a oscilar hacia abajo. Los expertos se preguntaban por las razones de este descenso de la tasa de suicidios. ¿Acaso fue el surgimiento de los servicios de asistencia de los Samaritanos en 1953? ¿Fueron las mejoras de la asistencia psiquiátrica ofrecida por el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido? Pues la realidad demostró ser algo totalmente inesperado.
A principios del siglo XX, el gas doméstico que se utilizaba para calentar los hogares británicos y cocinar los alimentos de la gente se obtenía casi en su totalidad al calentar el carbón, lo que creaba una mezcla gaseosa impregnada de una fuerte dosis de monóxido de carbono. En consecuencia, la inhalación de este compuesto químico procedente de un horno se convirtió en el método más común de suicidio. A principios de los cincuenta, se introdujeron nuevos sistemas de producción de gas más baratos, con un contenido casi nulo de monóxido de carbono.