Cuando dos personas hablan de política, a menudo recurren a los hechos para defender su posición y demostrar que el otro se equivoca. No es algo que suela funcionar. En ocasiones incluso es contraproducente.
Cass R. Sunstein, profesor de Derecho en la Universidad de Harvard, pone algunos ejemplos en su libro #Republic: Divided Democracy in the Age of Social Media (#República: democracia dividida en la era de las redes sociales). Cuando a votantes republicanos partidarios de la guerra de Iraq se les mostraba el informe Duelfer, que documentaba la ausencia de armas de destrucción masiva, no solo no cambiaban de opinión, sino que se enrocaban aún más en ella. Lo mismo ocurría (por poner otro ejemplo del lado demócrata) cuando se corregía la historia falsa de que George W. Bush había prohibido la investigación con células madre.
Sunstein apunta que cuando alguien tiene convicciones fuertes sobre un tema, es muy difícil que un argumento contrario le haga cambiar de opinión. Aunque sea un hecho demostrado. Es más, podría incluso molestarle y hacer que se aferrara a sus ideas con aún más fuerza. Y es que siempre tenemos a mano excusas: esa corrección es incorrecta, se trata de una excepción o incluso el medio que la pública está sesgado.