En mi memoria, la boda de Harry y Meghan estará para siempre vinculada a otro acontecimiento del pasado reciente: la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres en 2012. Como la boda real en aquel soleado día en Windsor, la inauguración del estadio olímpico fue un momento en el que Reino Unido proyectó al mundo una imagen de país moderno y seguro de sí mismo, un país al que ser global le salía natural, a gusto con su multiculturalidad y con unas instituciones antiguas que se adaptan a los tiempos cambiantes.
Para saber cómo nos ven a los británicos ahora los demás, echen un vistazo a los titulares de prensa del resto del mundo. Luego, comparen después la conmoción y simpatía que han generado Meghan y su familia fuera con el desprecio a fuego lento que la parte más tóxica de nuestra prensa sensacionalista aún está incubando y transmitiendo.
El verano pasado –el del movimiento Black Lives Matter y el del derribo de la estatua de Edward Colston en Bristol– dejó claro que millones de personas en Reino Unido consideran que el racismo es un problema estadounidense, más que británico.