A menos de un mes de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) del 11 de agosto, que los dos grandes frentes en disputa pretenden convertir en una primera vuelta informal para intentar dirimir el pleito el 27 de octubre, una serie de cortocircuitos en la campaña de Alberto Fernández lleva a formular algunas cuestiones de fondo. ¿Es conveniente que un precandidato presidencial, que viene liderando las encuestas pero, al parecer, perdiendo aliento, hable varias veces por día con periodistas en entornos no controlados y hasta improvisados? ¿Es razonable que los economistas mencionados por aquel como sus referentes dejen definiciones fuertes y a menudo contradictorias en charlas y entrevistas, obligando una y otra vez al presidenciable a polemizar ya no con sus rivales, sino con sus allegados?
Todo eso se percibe en la campaña del Frente de Todos que, a esta altura, parece carente de una estrategia y organización claras, en contraste, con la híper profesionalizada y apegada a un libreto cuidado de la alianza oficialista Juntos por el Cambio.
El último miércoles dio una indicación inmejorable del modo en que Alberto F. convierte su palabra en un commodity abundante y, por ende, devaluado. Ese día, el candidato designado por Cristina Kirchner para descrispar al post kirchnerismo vivió un día de furia y entró de lleno en territorio hostil. Primero, sin alternativas, acudió a una citación político-judicial del juez federal Claudio Bonadio, que decidió que resultaban importantes para la causa del Memorándum con Irán declaraciones realizadas por aquel hace cuatro años, lo citó a declarar como testigo. A la salida, el precandidato se prestó a una conferencia de prensa improvisada en plena calle, en la que las preguntas, la insistencia y el tono de una periodista lo sacó de su habitual tono calmo.