Durante un tiempo, Tesla me había convencido de que era una empresa genial.
Fabricaba coches que realizaban espectáculos navideños animatrónicos con sus luces y puertas eléctricas. Creó el modo perro (un sistema de climatización que sigue funcionando para los perros en un auto estacionado), una suspensión de aire conectada al GPS que recuerda dónde están los reductores de velocidad y eleva el coche de forma automática, así como el “modo pedo” (en el que el coche hace sonidos de flatulencias).
Y, en esencia, sus coches no tenían competencia. Si querías un auto eléctrico que recorriera más de 400 kilómetros entre cargas, Tesla era tu única opción durante la mayor parte de una década. El director ejecutivo de la empresa, Elon Musk, daba la impresión de ser torpe y excéntrico: se podían fabricar autos grandiosos y nombrar cada modelo de tal forma que la línea se deletreara “SEXY”.