En el zigzagueante camino del cruce fronterizo de Tijuana, a un kilómetro y medio de los puestos de tacos y churros que sirven comida tanto a los lugareños como a los turistas, se encuentra un campamento improvisado para refugiados ucranianos que huyen de la invasión y para rusos que huyen de su país para no apoyarla.
Desde febrero, México ha sido su penúltima parada en un periplo de semanas. Tijuana supone un respiro de dos o tres días en el camino hacia un destino mejor, un destino más seguro, donde sus hijos e hijas puedan iniciar un largo proceso hacia la normalidad después de que la guerra haya puesto sus vidas patas arriba.
Estas familias de refugiados, a las que ya solo les separa un viaje en avión para llegar a los estados de Washington, Illinois o Carolina del Sur, en Estados Unidos, se están instalando a lo largo y ancho de Estados Unidos, se alojan en casa de amigos y parientes, solicitan cupones de alimentos y tarjetas de la seguridad social y matriculan a sus hijos en la escuela. Aunque han llegado más lejos que los solicitantes de asilo mexicanos, centroamericanos y haitianos que llevan años esperando esa misma oportunidad, lo cierto es que estos recién llegados a Estados Unidos se enfrentan a muchos obstáculos.