La campaña de detenciones masivas de Nayib Bukele ha puesto a 60.000 personas tras las rejas y desarticulado a las pandillas, pero algunos temen que esta paz a corto plazo traiga problemas de largo recorrido.
“Buenas noches, señor presidente. Bienvenido al Centro de Confinamiento del Terrorismo, pieza clave para la guerra contra las pandillas”. Con estas palabras es recibido Nayib Bukele, mandatario de El Salvador, en un vídeo para promocionar la nueva prisión. Durante los 30 minutos de grabación, Bukele recorre el masivo recinto, equivalente a siete estadios de fútbol, saluda a guardias armados hasta los dientes y visita celdas de aislamiento totalmente a oscuras en las que la única cama es el duro hormigón. “Esto es de primer mundo”, sentencia en un momento dado Osiris Luna, el director general de Centros Penales.
La cárcel, según el Ejecutivo salvadoreño, puede albergar a 40.000 reos, lo que la convertiría en la más grande del mundo. Supone, por sí sola, una mayor capacidad carcelaria que la de los otros 20 centros penales del país (30.000 presos en total). Un megaproyecto construido en tiempo récord para cumplir con la obsesión del Gobierno de Bukele desde que declaró el estado de excepción en marzo del año pasado: arrestar a todo individuo perteneciente al crimen organizado y a sus colaboradores.
A día de hoy, resulta evidente que la estrategia de Bukele ha dado sus frutos. Las maras, las pandillas criminales que asolaron a la población del Triángulo Norte centroamericano durante las tres últimas décadas y que convirtieron a El Salvador en la nación con más homicidios per cápita del mundo, han sido desarticuladas en el país. Una transformación cuya importancia para los salvadoreños y para la región resulta imposible de sobreestimar.
La campaña de detenciones masivas del Gobierno salvadoreño ha puesto a 60.000 personas tras las rejas, un 1% de toda la población salvadoreña.