El escándalo por las vacunaciones acomodadas está metiendo al Gobierno en una nueva fase de su estrategia sanitaria y política contra la pandemia. Una fase peor, en la que ya no puede decir que está haciendo las cosas lo mejor posible y recostarse en el apoyo de sus militantes, sus medios afines y el poder del Estado contra una oposición venenosa, medios implacables y ciudadanos irresponsables que no se cuidan. La falta de ética mostrada en estas semanas es una violación de la confianza que depositaron en ellos todos los ciudadanos, pero especialmente sus seguidores. Para un gobierno basado en sus apelaciones a la solidaridad y la igualdad, esta exhibición de privilegio y casta –la hija de Duhalde es más importante que tu abuela– puede resultar un quiebre de confianza irreversible.
De todas maneras, mirada más de cerca, la actitud del Gobierno en estos días es una continuación natural de su acercamiento a la pandemia en el último año, en el que sus prioridades han estado más cerca de la lucha política que de rendir cuentas a los ciudadanos por sus acciones. El kirchnerismo ha tenido problemas desde siempre para entrar en un esquema de rendición de cuentas, porque no cree tener obligaciones con la ciudadanía en general (o con la ley). Desde su visión de un país partido en dos, con los buenos por un lado y los malos por el otro en una batalla final de dominación, no hay institución respetable –ciertamente no la Justicia, mucho menos el periodismo, muchos menos todavía los votantes de otros partidos– que les pueda decir legítimamente que están haciendo algo mal.