Lo ocurrido en Brasil no tiene nada de anecdótico: se trató de un intento de golpe. Hace tiempo ya que una parte de la sociedad brasileña decidió exteriorizar, por derecha, las complejidades que anidan en su seno. Es la irrupción de conflictos que a todas luces no han merecido la atención necesaria, donde se mezclan no sólo posiciones reaccionarias de una parte de la dirigencia política, sino también una activa complicidad de la prensa hegemónica, las fuerzas de seguridad y hasta del poder judicial de ese país.
Hablamos de las hordas fascistas que, por ejemplo, llegaron a distintos puntos del Congreso en Brasilia procedentes del Cuartel General del Ejército, donde fue montado un campamento contra la llegada de Lula a la presidencia. Pero también otros tantos, cientos de ellos, que comenzaron a ingresar el Palacio del Planalto, sede de la Presidencia y hasta algunos rodearon el Palacio de Justicia. Sumado a ello, desde la noche del sábado llegaron a Brasilia numerosos colectivos procedentes de varios estados que no fueron controlados por la Policía Militar de Brasilia. Todo parece indicar que esto fue obra del secretario de Seguridad Anderson Torres, bolsonarista y ex ministro de Justicia de Bolsonaro.
Sería inocente soslayar un hecho relevante: días atrás, el líder de ultraderecha y ex presidente, Jair Bolsonaro, se negó a realizar el traspaso de mando a Lula Da Silva y se refugió en Estados Unidos. Allí, prometió a sus seguidores que aguardasen «novedades» inminentes. Una vez concretados los hechos, el presidente Lula Da Silva sostuvo que se trató de una reacción antidemocrática inédita en la historia del Brasil. Lo mismo señaló el presidente Alberto Fernández. Ambos mandatarios repudiaron los hechos y el brasileño decidió decretar la intervención federal.