La presión de ser el favorito parece ser un activo tóxico para las selecciones argentinas de fútbol. En 1982 llegaron como campeones, perdieron el primer partido y tampoco tuvieron un gran desempeño. En 1990 llegaron como campeones, perdieron el primer match y con mucha picardía alcanzaron una final con los condimentos que se conocen. En 2002 eran la selección deseada por todo el mundo, el planeta se rendía a las genialidades de Bielsa, había ganado las eliminatorias con holgura: se volvieron en la primera vuelta después de décadas. Ahora arribó como “este es el Mundial de Messi”. El resultado ya lo sabemos. Advertencia consuelo: España empezó perdiendo en 2010 y luego salió campeón.
¿Acaso hay una cuestión idiosincrática con la presión de demostrar que somos los mejores? Cuando todo el mundo piensa que Argentina debería estar en otro lugar de la tabla del desarrollo económico en el concierto global, los resultados están a la vista. ¿Lo mismo les pasa a nuestros presidentes? Grandes expectativas difíciles de cumplir. Visto retrospectivamente, quizá los mandatarios mejor debieran llegar como los equipos de 1986 y 2014, cuando no había muchos sueños y se obtuvieron excelentes resultados.
Como era de esperarse, la política no para porque se esté jugando el Mundial, en parte porque la realidad no se detiene, en parte porque en un escenario tan complejo nadie se iba a cruzar de brazos esperando los goles del 10 de la Selección (¿que ya van a llegar?). Es más, es un hermoso momento para que se tejan cosas que pasen desapercibidas ante el copamiento mental por el evento deportivo más importante del planeta. Copamiento que tampoco es total ya que 1) los bolsillos siguen sufriendo el cotidiano (¿cuánto tarda en irse de las manos un billete de $ 1000?), y 2) la vertiginosidad informativa hace que todos los sucesos tengan una vigencia más reducida que en cualquier otro momento de la historia.