Como Richard Nixon hace 51 años, cuando Perón preparaba su regreso a la Argentina, Sergio Massa espera dar vuelta una página de la historia cuando pise suelo chino este lunes. Será su primera vez allá como ministro de Economía y en plena definición de las candidaturas del oficialismo, lo cual hilvanó especulaciones respecto de la invitación a acompañarlo que Máximo Kirchner le aceptó pocas horas antes del acto de Cristina en Plaza de Mayo. El objetivo de Massa, sin embargo, es volver de la travesía con el auxilio financiero que le niega el Fondo Monetario, mientras la jefa del espacio acentúa sus críticas contra el organismo.
Habituado a su rol, el ministro evitó aplaudir e incluso sonreír cuando la vicepresidenta dijo que el del FMI a Mauricio Macri fue “un préstamo político”. Sabe que cada gesto pesa y que en el cuartel general de la calle 19 todavía estudian anticipar por la sequía parte de los fondos previstos para todo 2023 en el programa de facilidades extendidas firmado el año pasado. Pero tampoco ignora que las discusiones técnicas de su equipo con el staff del Fondo siguen empantanadas y que, a este ritmo, no llega al cierre de listas sin otra corrida cambiaria.
El tigrense procura aprovechar la misma ventaja con la que contaba Nixon y que descubrió Henry Kissinger, adelantado por dos décadas a la caída del Muro de Berlín y aún lúcido a sus 99 años: nadie que lo conozca dudaría de su compromiso con la propiedad privada, la economía de mercado y los intereses de Washington. Así como el líder anticomunista republicano era el ideal para que la Casa Blanca tendiera puentes sin renegar de sus propios valores con el gigante que venía de impresionar al planeta con su Gran Salto Adelante, el cristinismo interpreta que la evidente afinidad de Massa con Estados Unidos lo convierte en el indicado para recurrir a la potencia ascendente sin enfurecer a la declinante. Es un momento delicado, con el gasto global en armas en su pico histórico y tambores de guerra sonando en el estrecho de Taiwán.