A James Walsh, embajador de Estados Unidos en Argentina que dejó el cargo días antes del recambio presidencial de mayo de 2003, le atribuían una sagaz definición del primer kirchnerismo: “Ordinary people doing extraordinary things” (“gente común haciendo cosas extraordinarias”). El juego de palabras, habitual del habla inglesa, encierra bastante bien la distancia que siente la diplomacia de Washington hacia todo lo que provenga del peronismo (jamás le dirían “ordinary”, por ejemplo, a Federico Sturzenegger o a Elisa Carrió) y la comprensión que demostró la política exterior de George W. Bush hacia el momento histórico de los Kirchner, a pesar de abismos ideológicos.
La promesa básica con que los Fernández llegaron al Gobierno en 2019 no era grandilocuente: terminar con el festival financiero de amigos que signó al macrismo, recuperar el salario y abandonar la concepción de un país al que le sobraba la mitad de su población. Objetivos, si se quiere, razonables, pero ante la realidad socioeconómica y la deuda monumental que recibieron, una pulsión extraordinaria era, una vez más, indispensable para remontar la cuesta. Tres meses después del arribo del Frente de Todos, la pandemia arrasó con los pronósticos más pesimistas.
Hasta ahora no llegaron noticias de dotes extraordinarias del elenco gobernante. La estadística oficial indica que los salarios siguen perdiendo contra la inflación, que hay sectores con sus privilegios intactos y hasta potenciados, y que las consecuencias de la pandemia fueron, con sus más y sus menos, similares a las que sufrieron países de la región. Fernández lleva un año y 9 meses en la Casa Rosada, casi todos ellos bajo el agobio de la pandemia; tiempo prematuro para sacar conclusiones. Los años dirán si el tercer kirchnerismo fue capaz de cambiar el rumbo o si administró la continuidad del macrismo por otros medios.