jueves 7 de noviembre de 2024
Lo mejor de los medios

«El nuevo zar», de Steven Lee Myers

Steven Lee Myers relata los orígenes de Putin, desde su infancia en Leningrado, sumida en la pobreza más abyecta, hasta su ascenso de entre las filas del KGB, y la consolidación final de su mando, ya como presidente. En el camino, echa luz desde una nueva perspectiva a innumerables sucesos mundiales conocidos para el lector, como el 11 de Septiembre, la guerra de Rusia en Georgia en 2008, la anexión de Crimea en 2014 o el conflicto continuado en Ucrania.

El nuevo zar es una hazaña narrativa construida sobre investigaciones exhaustivas, y un libro absolutamente necesario para todo lector fascinado por el formidable y ambicioso Vladimir Putin, pero también para quienes se interesan en el mundo y las implicancias que una nueva Rusia puede acarrear para el futuro de todo el planeta.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

Capítulo 7 – Un camino inesperado al poder

La salvación de Putin no demoró en llegar y provino de donde era más improbable: el antiguo aliado de su jefe, devenido enemigo, Boris Yeltsin. A Yeltsin le había ido mejor con los votantes que a Sobchak; el haber obtenido la presidencia por segunda vez en el verano de 1996 no parecía menos milagroso que el descubrimiento de la cruz de Putin entre las cenizas de su dacha. El índice de aprobación de Yeltsin a fines de 1995 había caído a un 3%. La guerra que había lanzado en 1994 para derrotar el movimiento de independencia en Chechenia, que había prometido sería corta y gloriosa, se había vuelto un callejón sin salida sangriento y humillante. La economía había continuado su incesante derrumbe, igual que la salud de Yeltsin. A fines de 1995, tuvo el primero de lo que sería una serie de paros cardíacos, la gravedad de los cuales no se compartió con el público. Los asistentes más cercanos a Yeltsin –aque­llos que orquestaron la victoria de Yakovlev sobre Sobchak– conspiraron para cancelar la elección en 1996 o respaldar una alternativa a Yeltsin: el vice pri­mer ministro, Oleg Soskovets. Incluso la esposa de Yeltsin, Naina, le rogó que no se postulara. “Como lobos que se vuelven gradualmente hacia un nuevo líder de la manada, mis amigos más cercanos ya me habían encontrado un reemplazo –reflexionó más tarde Yeltsin–. Incluso aquellos en los que siem­pre me había apoyado, que eran mi último recurso, los líderes espirituales de la nación, incluso ellos me habían abandonado.”

Aunque no todos lo habían hecho. Demasiadas fortunas dependían de Yeltsin. Entre otras, las de los hombres más ricos de Rusia, banqueros y mag­nates que el año anterior habían adquirido los activos dominantes del Estado en las principales industrias a cambio de préstamos para mantener a flote el presupuesto del país: Boris Berezovsky, Mijaíl Fridman, Vladimir Gusins­ky, Mijaíl Khodorkovsky y Vladimir Potanin. Ellos fueron los pioneros de la fiebre del oro postsoviética, que mediante la astucia, el genio y las artima­ñas apiñaron vastos, diversos conglomerados que de seguro peligrarían si Yeltsin no permanecía en funciones. Aunque eran rivales en los negocios, encontraron una causa común contra el principal oponente de Yeltsin, el líder comunista Gennady Zyuganov. Opaco, de cejas tupidas y con la figura de un barril, Zyuganov era para entonces un comunista solo nominal, pero él y su partido representaban el enorme resentimiento provocado por el des­plome de la Unión Soviética. Con el sólido posicionamiento del Partido en las elecciones parlamentarias en 1995 –ganó la mayor cantidad de escaños en la Duma, por lejos– ya no era inconcebible que Zyuganov pudiese imponerse, simplemente debido a la impopularidad de la oligarquía, que había llegado a definir la presidencia caótica de Yeltsin. Cavilando sobre su propio destino y el de sus partidarios, Yeltsin pensó: “Los comunistas nos van a colgar de los postes de luz”.

Cuando Zyuganov apareció en el Foro Económico Mundial en Davos, Suiza, en febrero de 1996, fue recibido como próximo presidente. Algo había que hacer. Por lo tanto, Berezovsky, Gusinsky y Khodorkovsky se reunieron a cenar con otro banquero, Vladimir Vinogradvov, e hicieron el “Pacto de Davos” para asegurar la reelección de Yeltsin en junio.3 Ofrecieron a la cam­paña de Yeltsin millones en efectivo… y le pusieron condiciones. Insistían en que Anatoly Chubais, el antiguo colega de Putin en el séquito de Sobchak y el autor de los programas de privatización que les aportaron miles de millones, regresara al equipo de Yeltsin como su administrador de campaña. (Chubais había sido despedido como vice primer ministro ese enero, cuando Yeltsin daba tumbos de escándalo en escándalo.) Con la hija de Yeltsin, Tatyana Dya­chenko, Chubais orquestó una versión exquisitamente rusa de la campaña política moderna, costeada por planes financieros tan ingeniosos y enreve­sados que los investigadores nunca pudieron rastrear todo el dinero gastado, que según algunas estimaciones llegaba a 2000 millones de dólares.4 Se les ocultó a los votantes la salud de Yeltsin y su comportamiento errático, y sus actividades seguían un guion tan cuidado que parecían normales. Berezovsky y Gusinsky controlaban dos de las redes de televisión más populares del país, ORT y NTV, y producían documentales que retrataban a Yeltsin como el líder genial y saludable que alguna vez había sido.

Cuando se realizó la elección, el 16 de junio, Yeltsin obtuvo por poco una mayoría relativa con el 35% de los votos, dos millones de votos más que Zyu­ganov, pero no lo suficiente para evitar una segunda vuelta. Aleksandr Lebed, un general condecorado que había renunciado a su cargo el año anterior para ingresar en la política y que se oponía a la guerra en Chechenia por conside­rarla un dispendio de vidas extremadamente mal administrado, terminó en un sorprendente tercer lugar, con 15% de los votos. Los estrategas de Yelt­sin habían apuntalado la campaña de Lebed en las últimas semanas antes de la elección con una inyección de dinero y atención televisiva en un esfuer­zo exitoso por quitar votos a Zyuganov, y ahora Yeltsin lo cortejaba a él y a sus votantes. Yeltsin veía mucho que admirar en Lebed. Era un “tipo rudo e imbatible” que “corría de un lado a otro, buscando la certeza, la precisión y la claridad a la que había estado acostumbrado y que no podía hallar en nuestra nueva vida”. Yeltsin se había ido desilusionando de los generales postsoviéticos del país, que, según pensaba, carecían de “cierta nobleza, sofisticación o alguna especie de determinación interior”.5 Ya en 1993, dijo, fantaseaba con que apa­recería un nuevo general en la escena política y guiaría al país con mano firme y profesional, no como un tirano, sino como un líder democrático. Lebed pare­ció al principio ser ese hombre y Yeltsin lo consideró un posible sucesor como presidente. Dos días después de la primera vuelta de votos, nombró a Lebed secretario del Consejo de Seguridad del Kremlin, con la esperanza de atraer para sí los votos que Lebed había recibido, pero Lebed resultó ser una desilu­sión desde el principio. Era vulgar y desagradable, y chocaba impetuosamente con otros funcionarios de jerarquía. Apenas días después de su nombramien­to, reprendió a un cosaco que le preguntó algo. “Dices que eres cosaco –lo interrumpió al hombre–. ¿Por qué hablas como judío, entonces?”

De todos modos, Yeltsin se aferró a la noción de un militar como salvador político que, según ya parecía entender, no sería él mismo. “Estaba aguardan­do que surgiera un nuevo general, diferente a todos –reflexionó Yeltsin–. O más bien, un general que fuera como los generales sobre los que leía en libros cuando era joven.” Seguiría buscando, y encontraría a su “general”, aunque no en el Ejército, sino en otro servicio de seguridad.

Las acciones de Yeltsin antes de su segunda vuelta expusieron las rencillas que había entre sus asesores liberales –sus “fuerzas sensatas”– y la facción conservadora que incluía a Soskovets y a los “generales” de Yeltsin, Alek­sandr Korzhakov y el jefe del Servicio de Seguridad Federal. Yeltsin al fin comprendió aquello que Sobchak había intentado advertirle meses antes: los halcones en su campamento “estaban buscando una pelea para alzarse con el poder en la campaña”. Los guardias presidenciales de Korzhakov arrestaron a dos asistentes de la campaña, socios cercanos de Chubais y Berezovsky, cuando se marchaban de la Casa Blanca con una caja de cartón con billetes de 100 dólares: 500.000 dólares en total. Los arrestos amenazaron con exponer el financiamiento secreto de la campaña. Yeltsin despidió raudamente a sus asesores y una semana más tarde tuvo otro paro cardíaco.

Pasó la última semana en una cama de hospital instalada en la sala de estar de su dacha. Su campaña canceló los eventos que tenía programados y simuló que nada había ocurrido, mientras sus asistentes disimulaban, furio­sos, cuando se les consultaba por la ausencia de su candidato. Cuando la segunda vuelta se realizó el 2 de julio, Yeltsin apenas podía emitir su voto, por lo cual eligió un centro de votación cercano a su dacha en lugar del de Moscú que hubiese utilizado en circunstancias normales. Se las arregló para hablar a un grupo de periodistas, pero solo un minuto antes de que los guardias se lo llevaran presurosos, de nuevo a la cama.

Y, sin embargo, al cabo, Yeltsin venció a Zyuganov en forma convincen­te, con el 54% de los votos, frente al 40% del candidato comunista. Más de tres millones de rusos, cerca del 5%, votó “en contra de todo”. Yeltsin había triunfado, pero a un costo enorme para los valores democráticos, debido a los trucos sucios, las mentiras y el poder corrupto del dinero. Puede que el resultado reflejara la voluntad del electorado, pero la campaña dejó a los rusos corrientes con una visión tan hastiada de la democracia del país como la que tenían del capitalismo. Podían no preferir un regreso al régimen soviético, pero, de acuerdo con una encuesta de boca de urna, solo el 7% de los votantes aprobaba la democracia que Rusia tenía entonces. Ahora la mayoría de los rusos asociaba su democracia con la deshonestidad, la delincuencia y la injus­ticia que la propaganda soviética les había hecho temer. Rusia se había vuelto, en palabras de un historiador, “una visión pesadillesca de Occidente”.

Vladimir Putin, como parecía evidente, compartía esta visión. Había colaborado en la organización de la campaña para la reelección de Yeltsin en Petersburgo, aunque cumplió un papel demasiado menor para atraer mucha atención en Moscú. No obstante, la furiosa lucha de poder luego de la victoria de Yeltsin le abrió un camino inesperado a la capital. Poco después del fin de la segunda vuelta en julio, el militarista secretario de Estado de Yeltsin, Nikolay Yegorov, invitó a Putin a Moscú y le ofreció un puesto como sub­alterno. Pero dos días después Yeltsin despidió a Yegorov y lo reemplazó con Chubais, una reorganización que parecía fortalecer la influencia de los reformistas económicos del Kremlin y devolverles el favor a los oligarcas que habían financiado su reelección. Chubais representaba al clan de Petersburgo en la nueva administración de Yeltsin y necesitaba aliados con experiencia en tratar con funcionarios y empresarios. Se inclinó por otro hombre que había quedado a la deriva luego de la derrota de Sobchak: no Putin, sino el otro vicealcalde, Aleksei Kudrin.

Kudrin, que había supervisado las finanzas y el presupuesto de la ciudad, era mucho más cercano a Chubais en temperamento y experiencia que Putin, a quien Chubais trataba con fría distancia. Chubais nombró a Kudrin jefe del Directorio Principal de Control, que funcionaba como auditor del Kremlin, empoderado para investigar las finanzas de las agencias de gobierno y las empresas privadas con las que cada vez estaban más enredadas. En cuanto a Putin, Chubais eliminó la posición en la administración que Putin había aceptado de Yegorov apenas días antes. El desaire alimentó la hostilidad entre los dos hombres, que habían comenzado sus vidas públicas bajo el tutelaje de Sobchak. “Es muy directo y duro, como un bolchevique”, diría luego Putin sobre Chubais.12 Putin regresó a su limbo en San Petersburgo ese verano.

El 18 de agosto, tres días después de que su dacha se quemara hasta la ruina, la fortuna de Putin cambió. El primer ministro de Yeltsin, Viktor Chernomyrdin, anunció un nuevo gabinete y nombró a Aleksei Bolshakov, un antiguo legislador de San Petersburgo que había estado a cargo de las relaciones con las antiguas repúblicas soviéticas, como principal vice primer ministro. Bolshakov una vez había prestado servicios en el concejo de la ciu­dad de San Petersburgo, pero fue forzado a renunciar tras el golpe de Estado de agosto de 1991 y “había acabado casi en la calle”. Había sido dos veces candidato perdedor para el congreso de diputados y luego la Duma, pero después pasó a estar a cargo de una oscura compañía con planes de construir un tren de alta velocidad a Moscú que nunca se materializó, pese a obtener una suma de millones de dólares en préstamos. Cuando inesperadamente resurgió en la administración de Yeltsin, Putin lo trató con obsequiosa forma­lidad durante sus visitas de trabajo a San Petersburgo. “Nunca lo hice esperar en la recepción –dijo Putin–. Siempre interrumpía lo que estuviera haciendo, despachaba a quienes estuvieran conmigo, salía a la recepción yo mismo, y decía: ‘Aleksei Alekseyevich, por aquí’. Nunca fuimos cercanos, pero quizás me recordaba.”

En la intriga palaciega disparada por la debilidad de Yeltsin, todos com­petían para ampliar su influencia nombrando subalternos de confianza. Fue Kudrin quien convenció a Bolshakov para considerar a Putin para el trabajo. Al principio, Bolshakov estuvo de acuerdo en nombrar a Putin para el Direc­torio de Enlace Público, con lo que lo convertía efectivamente en un vocero. Aunque a Putin no lo entusiasmaba la idea de trabajar con el público, aceptó. Viajó a Moscú a fines de agosto y durmió en el sofá de Kudrin. En el camino de regreso al aeropuerto al día siguiente, Kudrin llamó a Bolshakov otra vez, pero ahora este había cambiado de opinión. Bolshakov le pidió a Putin que se quedara un poco más en Moscú y al día siguiente organizó que se reuniera con un burócrata extravagante llamado Pavel Borodin, que sería el hombre que lo introduciría en el funcionamiento interno del Kremlin.

Borodin era un político jovial de Siberia que administraba el Directorio Presidencial de Administración de Propiedades. Desde ese puesto, cuidaba cientos de edificios y terrenos, palacios, dachas, flotas de aviones y yates, hospitales, spas y hoteles, arte y antigüedades, y montones de fábricas esta­tales y empresas que incluían todo, desde casas funerarias hasta minas de diamantes en el Ártico. Según la estimación de Borodin en ese entonces –y solo podía ser una suposición–, el valor de los activos del Kremlin superaba los 600.000 millones de dólares. Borodin mostraba cierto talento para el capitalismo creativo, al diversificar las tenencias del directorio en sectores recién emergentes como el de la banca y el inmobiliario comercial. Tam­bién utilizó la posición para reaprovisionar el molino de apoyos de Yeltsin y distribuyó regalos en forma de departamentos y dachas, vales para viajes y vacaciones. La prensa llamó burlonamente a su oficina “el Ministerio de Privilegios”.

El orgullo –y la tontería– de Borodin fue la amplia refacción del Kremlin, que Yeltsin comenzó en 1994 cuando nadie pensaba que el país pudiera solventar el gasto. En agosto de 1996 Borodin firmó un contrato con una compañía suiza, Mercata, para la refacción del Gran Palacio del Kremlin, la antigua casa de los zares que el Partido Comunista de la Unión Soviética había reacondicionado con todo el encanto de un auditorio de fábrica. El proyecto logró recrear el esplendor zarista, pero los contratos con Mercata y una compañía hermana, Mabetex, también enredarían a Yeltsin y su familia en un escándalo internacional que involucraba acusaciones por sobornos y cuentas bancarias en el extranjero.

Putin había conocido a Borodin antes, cuando una vez visitó San Peters­burgo en busca de una dacha en el norte para Yeltsin. También fue de ayuda una vez cuando la hija de Borodin, una estudiante universitaria en San Peters­burgo, se enfermó. El intercambio de ese tipo de favores –conocidos como blat– habían sido una tradición en los sistemas zarista y soviético, en que las conexiones y redes informales sorteaban los obstáculos burocráticos. Incluso en una Rusia libre, donde el dinero importaba más, el blat siguió siendo una moneda de cambio en la política del Kremlin. También ayudó a Putin a conseguir su primer empleo en Moscú.

Este estaba “algo sorprendido” de que un burócrata tan encumbrado, con lazos cercanos a la familia de Yeltsin, se interesara por él. De hecho, Borodin estaba receloso de tener a Putin instalado en su oficina, igual que otros en el directorio “que sospechaban que Putin era leal a otras personas y organiza­ciones”. Por su parte, Putin estaba fuera de su elemento en el invernadero de la conspiración y las luchas internas que consumieron a Moscú luego de la reelección de Yeltsin y sus (aún secretos) preparativos para someterse a una cirugía cardiovascular en el otoño. Ni siquiera su experiencia en el gobierno de Sobchak lo había preparado para esto: era un forastero en Moscú y casi un ingenuo también. Al igual que había hecho cuando ingresó en la vida públi­ca en 1991, organizó una entrevista televisiva que lo mostrara mudándose a Moscú. “¿Hombre de quién es usted?”, fue la primera pregunta insensible del entrevistador para Putin, mientras este esperaba para abordar un avión en una sala del aeropuerto de Púlkovo. Al fin y al cabo, nadie alcanzaba una posición de poder en Rusia sin un patrón, y los patrones en la “familia” de Yeltsin, como en todas las familias infelices, estaban prácticamente en guerra unos contra otros. Putin, en un traje azul chillón que no le quedaba bien, obje­tó. Era hijo de su padre y de su madre, contestó demasiado serio, y hombre de nadie. Insistió en que ni siquiera pertenecía al “clan de San Petersburgo” que estaba dándole a su carrera política un segundo acto. “Me cuesta imagi­nar que exista incluso algún tipo de grupo o facción –dijo–. No me interesa preocuparme por eso. Me trajeron para trabajar.”

Lyudmila no quería mudarse. Sentía que finalmente tenían una vida fami­liar propia en San Petersburgo, fuera de la órbita empalagosa de los padres de Putin. No tenía opción, igual. “El caso es que el trabajo siempre parecía estar en primer lugar para Vladimir Vladimirovich –le dijo a un biógrafo con fría formalidad– y la familia, en el segundo.” Incluso Putin se sentía renuente a abandonar la familiaridad de su ciudad de origen, pero intuía que su empleo con Borodin “era el mejor camino para salir de esa situación”. El departa­mento de Borodin, con el poder para dispensar favores, arregló que los Putin se mudaran a una dacha estatal en Arkhangelskoye, un suburbio arbolado al oeste de Moscú. La casa era antigua, pero tenía dos plantas con seis habitacio­nes, más que suficiente para las dos niñas. Lyudmila pronto se enamoró de la capital y su bullicio, la “sensación de que la vida va a plena marcha”. Para septiembre de 1996, Putin se había mudado a la vasta administración presi­dencial y se acomodaba en una oficina de un edificio prerrevolucionario en Staraya Ploshchad, ‘Antigua Plaza’, cerca del Kremlin. Con él, llegaron dos de sus más cercanos asistentes de San Petersburgo: Sergei Chemezov, que había trabajado con él en Dresde, e Igor Sechin, que había formado con él parte del personal de Sobchak desde el principio.

Borodin puso a su nuevo subalterno a cargo del departamento legal y las vastas tenencias del Kremlin en setenta y ocho países: embajadas, escuelas y otras propiedades que habían pertenecido en otro tiempo al Partido Comu­nista de la Unión Soviética. La llegada de Putin coincidió con un decreto de Yeltsin que transfirió el control de las propiedades de los antiguos ministerios que las habían administrado en tiempos soviéticos, como el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Ministerio de Relaciones Económicas Exteriores, al directorio de Borodin. Muchas de ellas estaban en antiguos satélites soviéticos o incluso antiguas repúblicas, como Ucrania, que reclamaban derechos sobre las propiedades soviéticas en los nuevos territorios independientes. Recayó en Putin dar sentido a la montaña legal, deshacerse de las propiedades que ya no valía la pena mantener y reafirmar la soberanía de Rusia sobre las que sí. El inventario de Putin mostraba claramente la desintegración de la Unión Sovié­tica y el rasqueteo de su carcasa para obtener ganancias. “A veces, salían cosas a la luz que ponían los pelos de punta”, dijo el colega de Putin, Sergei Cheme­zov. Docenas de oscuras “sociedades anónimas, agencias de representación y sociedades en comandita por acciones” que habían sido misteriosamente creadas en ese tiempo comenzaron a comprar muchas antiguas propiedades soviéticas en el exterior, de acuerdo con un joven cobrador de deuda, Filipe Turover,30 que había descubierto algunas de ellas y, para catástrofe de Boro­din, había decidido compartir sus pruebas con fiscales en Moscú y Suiza.

Putin era un subalterno, como escribió un periódico de Moscú en aquel tiempo en una reseña acerca de su nueva incorporación al aparato del Kremlin. Era “una persona absolutamente de bambalinas” cuya mayor cuali­dad profesional era su invisibilidad. Eso probablemente lo salvó cuando las luchas de poder que rodeaban a Yeltsin explotaron en público, cuando comenzaba en su nuevo empleo. Aleksandr Lebed, el consejero de seguridad nacional de Yeltsin, negoció un fin a la guerra en Chechenia en agosto de 1996 con un tratado de paz que postergó pero no resolvió el impulso de la repú­blica hacia la independencia. Lebed, entonces, chocó públicamente respecto de los términos y condiciones de este con Chernomyrdin y Chubais, quienes pusieron distancia respecto de un acuerdo que parecía conceder demasiado a los chechenos. Las riñas públicas se volvieron tan intensas para octubre que el ministro del Interior, Anatoly Kulikov, acusó a Lebed de montar un “golpe de Estado encubierto” y puso a la policía nacional en alerta en todo el país. Chernomyrdin llamó a Lebed “un Napoleoncito”. Al día siguiente, Yeltsin despidió a Lebed, quien entonces forjó una alianza política con el desplazado jefe de Seguridad de Yeltsin, Aleksandr Korzhakov, quien a su vez filtró una transcripción de tratativas de Chubais para sofocar una investigación sobre los dos asistentes de campaña que habían sido sorprendidos con la caja llena de dinero.

Los enfrentamientos se sucedían mientras Yeltsin se sometía a una ciru­gía cardiovascular en noviembre y Putin se halló cada vez más sumergido en las maquinaciones bizantinas. No había siquiera terminado su inventario de las propiedades del país en el exterior, mucho menos obrado al respecto, cuando fue trasladado a un nuevo empleo en marzo de 1997, tras solo siete meses en Moscú. Aleksei Kudrin fue ascendido y se convirtió en un vicemi­nistro de finanzas y, por recomendación suya, Putin lo reemplazó como jefe del Directorio Principal de Control. La designación también lo hacía viceje­fe de personal en la administración presidencial, con una magnífica oficina nueva en Staraya Ploshshad. Una semana después de asumir el cargo, un nuevo decreto presidencial amplió la autoridad del directorio para investigar gastos indebidos de gobierno en todo el país en un tiempo en que los goberna­dores, las empresas estatales y los monopolios aprovechaban el caos político y económico para drenar el dinero de las arcas de la nación.

La tarea de Putin fue restablecer el orden, poner fin a los planes más des­controlados que estaban refrenando el gobierno y la economía. El trabajo lo expuso a la corrupción que carcomía al país, pero también a los riesgos polí­ticos de exponer a aquellos en el poder. Putin aprendió pronto que el servicio en el Kremlin requería delicadeza y discreción para interpretar hasta dónde llevar sus investigaciones. Al cabo de unos pocos días de haberse hecho cargo del directorio, Putin absolvió de complicidad públicamente a Yeltsin y a un exministro de Defensa, el general Pavel Grachev, respecto de un escándalo en el que el comando militar en el Cáucaso había transferido entre 1993 y 1996, por el valor de 1000 millones de dólares, tanques y otros armamentos a Armenia para ayudarla en su guerra contra Azerbaiyán, pese a una ley rusa contraria a la venta de armas a cualquiera de los bandos. Para suavizar el escándalo, Putin concedió entrevistas al periódico Kommersant y la estación de radio Ekho Moskvy. Confirmó que las transferencias habían tenido lugar y que las investigaciones habían hallado a los responsables, aunque se negó a nombrarlos con evasivas.

—¿Halló quién estaba conectado con ese suministro personalmente? —le preguntó el entrevistador de Kommersant.

—Sí, encontramos sus nombres —contestó Putin.

—¿Puede mencionarlos?

—Preferiría no hacerlo hasta que la investigación realizada por la Fiscalía General y la Fiscalía Principal Militar esté completa.

—¿Son funcionarios del Ministerio de Defensa ruso? —presionó el reportero.

—Sí.

—¿Está en la lista el nombre del exministro de Defensa, Pavel Grachev?

—No. En el curso de la investigación que realizamos, no encontramos ningún documento que indicara que Grachev había dado alguna instrucción directa o directiva al respecto.33

Putin, como veterano de inteligencia, entendía cómo calibrar sus res­puestas, hablando con renuencia mientras revelaba exactamente la informa­ción que deseaba hacer pública y nada más. Grachev, cuya corrupción era tan notoria que lo llamaban “Pasha Mercedes” por adquirir automóviles de lujo en circunstancias inexplicables, seguramente sabía demasiado para que el Kremlin se enemistara por completo con él, pese a despedirlo. Un funcionario de la fiscalía militar, que ya había interrogado a Grachev, se quejó en forma anónima de que era prematuro que Putin exonerara a alguien.

Supervisar el directorio lo llevó a Putin por todo el país e hizo que entra­ra en estrecho contacto con la Fiscalía General y las agencias de seguridad, incluido el Servicio de Seguridad Federal, el FSB, que era el organismo suce­sor local del KGB, responsable de la seguridad interna, el contraespionaje y el contraterrorismo, y cuyo cuartel general aún se encontraba en el ominoso edi­ficio del KGB en plaza Lubianka. Descubrió hasta qué punto el gobierno ruso estaba fracasando en casi todos los niveles; su autoridad, siendo ignorada, y sus recursos, derrochados por gobernadores y otros funcionarios que conspi­raban con nuevos empresarios para hurtar todo lo posible. Si bien él no tenía facultades fiscales, sí tenía la autoridad del Kremlin para rastrear presupues­tos y contratos, llevar a cabo investigaciones y compilar gruesas carpetas con pruebas incriminatorias para utilizar cuando fuera necesario. La información le dio poder e influencia. Se convirtió en un moderno revizor, el inspector de gobierno de la obra satírica de Gógol cuya llegada, que se espera en el pueblo, atemoriza mucho a los mendaces funcionarios locales que amontonan elogios sobre un desprevenido dandi en un caso de identidad equivocada. Hacia el final del primer mes en su empleo, Putin había declarado incompetente a un viceministro de Transporte, Anatoly Nasonov, después de que “controles selectivos” en dieciocho regiones hallaran que miles de millones de dólares habían sido robados del Fondo Federal de Rutas. Para mayo de 1997, había expandido sus averiguaciones a un tercio de las ochenta y nueve regiones o repúblicas del país y había acusado a doscientos sesenta funcionarios de acti­vidad ilícita. Para septiembre, había anunciado medidas disciplinarias contra cuatrocientos cincuenta funcionarios y recalcado la existencia de “pruebas” particularmente “flagrantes” de uso indebido del presupuesto en las regiones de Stávropol y Tver. Putin causó buena impresión en sus superiores con su diligencia para reafirmar la autoridad del Kremlin, aunque fuera en forma selectiva, y con ello volver a llenar las arcas del gobierno. En ocasiones, también los desconcertaba. Boris Nemtsov, un joven vice primer ministro que Yeltsin nombró el mismo mes en que Putin asumió el directorio, recordaba que Putin entregó un informe sobre robo y corrupción que su departamento había descubierto en una fundación creada por Anatoly Chubais, quien no lo había tenido en cuenta para un empleo en 1996. El informe finalizaba con una salutación que Nemtsov, un demócrata reformista, sintió que era propia del habla de un agente de inteligencia: “Informo a su discreción”. Nemtsov le pidió explicaciones, diciendo que, si creía que se había cometido un delito, debía remitirlo a los fiscales en lugar de escribir eso. “¿Qué significa?”, le preguntó a su subordinado. Putin no demoró su respuesta: “Usted es el jefe y usted decide”.

Putin había estado pensando acerca de los problemas económicos del país desde hacía algún tiempo. En mayo de 1996, cuando aún se encontraba en San Petersburgo, Putin se había inscripto formalmente en una universidad para obtener el título de postgrado que había considerado por primera vez cuando regresó de Dresde. Los títulos superiores siempre fueron objeto de distinción en la Unión Soviética y Rusia, y la decisión de Putin de buscar uno reflejaba un deseo de pulir sus credenciales, una necesidad que se volvió aún más acuciante luego de la derrota de Sobchak. Como cuando se matriculó en la Estatal de Leningrado con el objetivo de unirse al KGB, Putin veía la edu­cación como un medio para un fin, no como un fin en sí mismo. Pero no regresó al Departamento de Derecho de su universidad para obtener un título más alto. En cambio, eligió el prestigioso Instituto de Minería que llevaba el nombre de Georgy Plejánov, un teórico prerrevolucionario llamado “el padre del marxismo ruso”. Y no eligió asuntos legales sino un campo que, entendía, era vital para el futuro de Rusia: recursos naturales. No estaba solo. Viktor Zubkov e Igor Sechin, ambos socios cercanos en el gobierno de Sobchak, también se inscribieron en el instituto, y escribieron tesis sobre el tema de los recursos naturales en Rusia: sus intereses partían de las muchas inversiones de la ciudad en petroleras, oleoductos y puertos. Como vice de Sobchak, Putin había redactado en 1995 un informe para el gobierno federal sobre la necesidad de mejorar las exportaciones de recursos naturales de la región reestructurando los puertos de San Petersburgo, y eso sirvió como base para la tesis que Putin se dispuso a completar.

El producto –doscientas dieciocho páginas de extensión en el original ruso, con gráficos y apéndices– era seco en tono y denso en datos y cifras sobre los recursos naturales en la región que rodeaba a San Petersburgo: no petróleo y gas, sino bauxita, fosfatos, arcilla, arena, grava, cemento y turba. Estos recursos siguieron teniendo bajo desarrollo luego del derrumbe sovié­tico y necesitaban inversión estratégica del gobierno para prosperar. La tesis anunciaba una política económica enfocada en los inmensos recursos natu­rales de Rusia, sobre la base del libre mercado emergente. Promovía “reco­mendaciones procedimentales y regulatorias apropiadas”, aunque no una reafirmación del control estatal sobre el desarrollo económico.

Putin no parecía ni haber asistido a cursos en la universidad ni haber tenido el tiempo de escribir una tesis complicada, dadas las exigencias de la campaña de reelección de Sobchak, su búsqueda de un nuevo empleo y la subsiguiente mudanza a Moscú. Parece haber hecho lo que hacían muchos rusos en aquel tiempo, especialmente funcionarios públicos muy ocupados: buscó que otra persona escribiera en nombre de él. La hija del rector del ins­tituto, Vladimir Litvinenko, distanciada de él, más adelante sostendría que su padre había escrito la tesis en lugar de Putin. Litvinenko, que era un experto en mineralogía, luego se unió al directorio de PhosAgro, uno de los más grandes productores mundiales de fertilizantes hechos de fosfatos, que eran abundantes en la región de San Petersburgo, como apuntaba la tesis. Se volvió un hombre muy rico, aunque eso no se sabría por muchos años más, ya que los propietarios de la compañía entonces se mantuvieron en secreto.

Fuera quien fuere el autor o los autores, la tesis de Putin prácticamente plagiaba más de dieciséis páginas de texto y seis cuadros de un libro de texto estadounidense escrito por dos profesores de la Universidad de Pittsburgh, que había sido traducido al ruso en 1982, casi seguro por orden o con la aprobación del KGB, que, bajo Andropov, ansiaba encontrar una forma de salir del estancamiento económico de la Unión Soviética. La bibliografía de la tesis incluye el libro de texto –Strategic planning and policy [Política y pla­nificación estratégica], de William R. King y David I. Cleland– como una de las cuarenta y siete fuentes, incluidos trabajos académicos y clases teóricas de Putin en el instituto, pero en el texto en sí el trabajo no se acredita explícita­mente ni se reconocen los extensos pasajes plagiados de la traducción rusa. En cambio, el número 23, su lugar en la bibliografía, apenas se inserta entre corchetes en dos lugares. Este plagio evidente serviría como fundamento para un aplazo en las universidades de Estados Unidos y Europa, aunque era una práctica aceptada en la academia soviética y rusa cortar y pegar texto con mínima mención de cita. En cualquier caso, no fue detectado durante años.

Putin parecía indiferente a su proyecto académico. Rara vez lo mencio­nó durante su escritura o después, aunque sí lo incluyó en sus currículum vítae, lo cual probablemente era la idea de origen. Es posible que se sintie­ra avergonzado por su falta de escrúpulos académicos o por su inverosímil aptitud las matemáticas avanzadas, que nunca había manifestado como estudiante. Sin embargo, la tesis demostraba un interés en la economía de los recursos naturales que era una fijación para el círculo de amigos que había reunido en San Petersburgo (y luego en la cooperativa de dachas Ozero, fun­dada en 1996). Putin defendió la tesis en el Instituto de Minería en junio de 1997 y uno de los que evaluaron su presentación describió su defensa como “brillante”.

Ahora, en Moscú, su posición le permitía influir sobre la distribución de esos recursos en un nivel no ya regional, sino nacional. Una disputa comer­cial internacional sobre un yacimiento de oro en Siberia, por ejemplo, llevó a Putin a escribir un informe en 1997 en que recomendaba el despido del primer viceministro de Recursos Naturales, Boris Yatskevich. Yatskevich tra­bajaba en el ministerio que concedía permisos de minería, incluso al tiempo que trabajaba como presidente del directorio de la compañía Lenzoloto, que conservaba la licencia del yacimiento. Putin consideró ese arreglo una vio­lación flagrante de la ley. Como era típico en el gobierno de Yeltsin, nada sucedió; de hecho, Yatskevich luego fue ministro de Recursos Naturales. Pero Putin comenzó a formular opiniones fuertes acerca de la necesidad de volver a ejercer autoridad estatal para poner fin al robo de los activos más precio­sos del país. En un ensayo divulgado en la publicación anual del Instituto de Minería dos años después, argumentó que los recursos naturales sosten­drían la economía rusa por “al menos” la primera mitad del siglo XXI, pero que requerirían de inversión extranjera y de la guía fuerte del Estado para librar licencias y regular la explotación de las riquezas enterradas bajo la vasta extensión de Eurasia.48 Pocos académicos tienen alguna vez la oportunidad de poner en práctica sus ideas tan directamente, pero pronto sería posible para Putin. No obstante, antes tenía aún un asunto inconcluso que atender en San Petersburgo.

El exilio del poder de Anatoly Sobchak no había sido tranquilo. La inves­tigación que había comenzado durante su campaña de reelección no había terminado, ni siquiera luego de que Yeltsin despidiera a aquellos que habían conspirado contra la reelección de Sobchak. Podían haber dejado sus funcio­nes, observó Sobchak, pero no habían dejado “la sima en la que volaban”. Tenían aliados en el parlamento, que sancionó, para abril de 1997, una reso­lución que instaba a la Fiscalía General a concluir las varias investigaciones sobre “los delitos atroces” de Sobchak y varios de sus subalternos. Mien­tras tanto, los comentarios públicos de Sobchak sobre asuntos políticos no le reportaron ningún aliado dentro del Kremlin. En enero de 1997 criticó el liderazgo de Yeltsin, diciendo que su enfermedad había provocado “casi total anarquía” y la “criminalización de la autoridad”. Para julio, una ase­sora suya, Larisa Kharchenko, fue arrestada y acusada de negociar sobornos pagados por el jefe de la compañía de construcción Renaissance, y Sobchak fue citado como testigo. A esto siguió el arresto de su secretario de Estado, Viktor Kruchinin. Todo el verano, las filtraciones llenaron los periódicos con detalles del caso y especulaciones sobre el posible arresto de Sobchak. Este se quejó de que su teléfono estaba pinchado y que agentes del FSB lo seguían adonde fuera, incluso mientras hacía caso omiso de una docena de citaciones para prestar testimonio y negaba que hubiese hecho algo ilegal al privatizar la propiedad de la ciudad.

Tenía motivos para estar paranoico: estaba atrapado en una campaña de Yeltsin contra la corrupción, de gran difusión, aunque no particularmente seria, en la que el mismo Putin jugaba un papel destacado. El 3 de octubre investigadores y diez policías especiales fuertemente armados llegaron a la oficina de Sobchak, ahora en las oficinas centrales de la Unesco, y lo arresta­ron como testigo material. Mientras lo interrogaban en la fiscalía, Sobchak se quejó de dolores en el pecho y fue llevado al hospital. Su esposa dijo que había sufrido un paro cardíaco, aunque nadie lo creyó y los médicos del hospital no lo confirmaron. En cualquier caso, estaba bastante bien al día siguiente como para denunciar ante la agencia de noticias Itar-Tass que el trabajo de los investigadores tenía reminiscencias del Gran Terror de 1937. “Solo que en 1937 me habrían matado”, dijo.

Sobchak pasó un mes en el hospital, con su destino en manos del diagnós­tico de los médicos. Incluso Yeltsin, cuya antipatía por Sobchak había crecido, sentía que la acusación estaba yendo demasiado lejos. Envió un mensaje al fis­cal general, Yuri Skuratov: “No puede asediar a un hombre enfermo”. Pero los fiscales presionaron. Dudaban de los alegatos de Sobchak sobre su salud y arreglaron que médicos de Moscú lo examinaran. Pero, antes de que pudieran llegar, Putin intervino. Visitó a Sobchak en el hospital y organizó su traslado a la Academia Médica Militar bajo el cuidado de Yuri Shevchenko, que había tratado a Lyudmila luego de su accidente automovilístico y siguió siendo un amigo cercano y de confianza. Y entonces planificó el escape de Sobchak.

El 7 de noviembre, aún feriado aunque ya no conmemoraba oficialmente la Revolución bolchevique, Putin reunió la historia clínica de Sobchak y alqui­ló un avión desde Finlandia por un costo de 30.000 dólares, pagados, según la esposa de Sobchak, por “amigos”, aunque algunos reporteros dijeron que la fuente fue el chelista Mstislav Rostropovich. Putin convocó a sus antiguos contactos en la policía local y el servicio de inteligencia para que acompaña­ran a la ambulancia que trasladó con discreción a Sobchak desde la sala del hospital hasta un avión que lo aguardaba en el aeropuerto de Púlkovo. A pesar de las órdenes de arresto de Sobchak, del frenesí público respecto del caso y de las propias promesas de Sobchak de permanecer en Rusia para defenderse contra las acusaciones, finalmente él y su esposa, Lyudmila Narusova, pasa­ron los procedimientos de aduana ya en la pista, les sellaron el pasaporte y volaron a París.

La participación de Putin fue ciertamente audaz y muy probablemente ilegal, aunque los documentos de Sobchak estaban en orden. Como en 1991, arriesgó su propio futuro por lealtad al líder defectuoso y carismático que había sido “un amigo y un mentor”. Solo en un país con un sistema de jus­ticia quebrado podía haber conseguido arreglar la fuga de Sobchak hacia la seguridad en el extranjero. Solo en un sistema político disfuncional podía su descarada resistencia a la ley reportarle admiración (y no solo entre su círculo de amigos cercanos).

El escape de Sobchak generó furor, y el papel cumplido por Putin en el asunto no se mantuvo en secreto por mucho tiempo. “Putin entendía mejor que nadie la injusticia de lo que le estaba sucediendo a su antiguo jefe y men­tor político”, escribió un admirador más adelante. Putin “percibía el peligro con más inmediatez e intensidad que otros” y actuó por lealtad y nada más. “Cuando supe que Putin había ayudado a enviarlo a Sobchak al exterior, tuve sensaciones encontradas. Putin había corrido un gran riesgo. Y, sin embar­go, admiré profundamente su accionar.” El admirador era Boris Yeltsin y, al reflexionar sobre las peleas internas y las traiciones de sus designados, sintió fascinación ante semejante despliegue de lealtad.

El nuevo zar
De Steven Lee Myers, ex jefe de Redacción de la filial moscovita de The New York Times, llega El nuevo zar, un retrato épico e incisivo sobre Vladimir Putin, uno de los líderes mundiales más importantes y desestabilizadores de la historia reciente.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 06/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 978-987-3804-46-5
Disponible en: Libro de bolsillo

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