jueves 18 de abril de 2024
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«Historias de corceles y de acero», de Daniel Balmaceda

Daniel Balmaceda observa la historia desde otro lugar, con otros puntos de vista, fomentando el interés sin perder rigor. En este libro nos invita a atravesar, junto a Moreno, la recova de la plaza en una noche solitaria; y a enterarnos de cuánto ganaban y dónde vivían nuestros próceres; quién terminó usando el sable que empleó San Martín en San Lorenzo, o cómo fue la guerra de peinados entre las jovencitas de 1817.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

¿DÓNDE VIVÍAN TODOS?

La tarea de ubicar los domicilios particulares de los próceres habría sido para French (Domingo Cristóbal María) un juego de niños. En 1802, él era el cartero de Buenos Aires, es decir, la única persona encargada de entregar la correspondencia en la ciudad, incluido el transporte de caudales, una tarea que exigía mucha responsabilidad y extrema confianza. Aun sin la colaboración del repartidor de cartas —al que nosotros conocemos

como repartidor de escarapelas—, hemos logrado establecer dónde vivían muchos de los protagonistas de la Revolución. Para evitar confusiones, utilizaremos la nomenclatura de calles y la numeración actuales.

Hasta que asumió como presidente de la Primera Junta, Cornelio Saavedra vivió en Reconquista entre Lavalle y Corrientes, en la vereda par. Luego, junto a su familia, se mudó al fuerte que se emplazaba donde ahora se encuentra la Casa Rosada. Los secretarios de la Junta se hallaban a uno y otro lado de la Plaza de Mayo. El solterón Juan José Passo habitaba una casa en la calle Defensa entre Alsina y Moreno, en la vereda oeste, que es la impar. En cambio, Mariano Moreno, como ya explicamos, vivía a mitad de cuadra en Bartolomé Mitre entre Florida y San Martín, en la vereda sur (la de numeración par), no muy lejos del domicilio de los Escalada, en la esquina de San

Martín y Perón. De los seis vocales, Miguel de Azcuénaga tenía su propiedad pegada a la Plaza de Mayo, en la misma vereda donde se encuentra la Catedral. Su casa, con entrada por la avenida Rivadavia, ocupaba un cuarto de manzana en la esquina de Reconquista, lo que lo convertía en vecino de Juan Martín de Pueyrredon y Marcos Balcarce, quienes habitaban la misma manzana.

También sobre Rivadavia vivía Juan José Castelli, aunque más hacia el oeste; pese a que no ha sido posible precisar el domicilio exacto, se sabe que era en Rivadavia y Florida y que Castelli era vecino de Domingo Matheu, cuya casona estaba en Florida, entre Bartolomé Mitre y Perón, apenas a la vuelta de lo de Moreno y a una cuadra de la famosa propiedad de Mariquita Sánchez, que se hallaba en Florida 271. Los vocales restantes eran los que vivían más lejos. Belgrano y Larrea tenían sus casas en la avenida Belgrano, que en 1810 era una calle tan angosta como el resto y se llamaba Pirán. El creador de la bandera vivió en Belgrano 430, entre Defensa y Bolívar. Belgrano, Rivadavia y Sarratea ocupaban la misma manzana. En la calle donde está el convento de Santo Domingo, es decir, en Belgrano al 300, habitaba Juan Larrea.

El más alejado de todos era el sacerdote Manuel Alberti, cuyo domicilio era la iglesia de San Nicolás, en Nueve de Julio entre Corrientes y Sarmiento.

 

PALIZA EN LA CALLE

Don Baltasar Hidalgo de Cisneros y la Torre Cejas y Jofre vivió hasta el 24 de mayo en el fuerte, junto a su espléndida mujer, doña Inés Gaztambide y Ponce. Pero en cuanto fue desplazado tuvo que abandonar las comodidades que le otorgaba aquella investidura que le duró diez meses. Alquiló una casa en la actual calle Bolívar 553, entre Venezuela y México. Tenía con qué pagarlo, ya que continuó cobrando sus haberes, de acuerdo con lo resuelto por la Junta; incluso su sueldo superaba al de Saavedra. Pero su estadía en la Buenos Aires revolucionaria iba a ser corta.

Cisneros cerró mucho su núcleo de amistades. Solía reunirse con Antonio Caspe, Francisco Anzoátegui, Manuel Villota, Manuel de Reyes y Manuel de Velazco, integrantes de la Real Audiencia, el más alto Tribunal de Justicia de Buenos Aires. Ellos coincidían en que debía restablecerse al Virrey. Esta situación planteó cierta tirantez con el gobierno que recién había  asumido. Entre el 7 y el 9 de junio tomó estado público un cruce de notas entre la Real Audiencia y la Primera Junta. Los magistrados le hacían ligeros planteos a la Junta —alguno muy sensato— que encendieron la chispa. Las repercusiones por esas notas fueron inmediatas. Cerca de la medianoche del 10 de junio, cinco hombres

con sus rostros cubiertos con pañuelos —como los actuales piqueteros—, protegidos a la distancia por un pelotón de cuatro soldados y un oficial, destrozaron los ventanales de la casa del fiscal del crimen Antonio Caspe, mientras el hombre se aproximaba a su domicilio. Le dispararon con armas de fuego y lo golpearon con sables, ocasionándole tres heridas en la cabeza.

Todo fue muy rápido y los agresores se perdieron en la oscuridad. El fiscal quedó tendido en el piso, en muy mal estado, junto a la puerta. Su familia pensó que había muerto. Según expresó en un informe la víctima, su mujer se desmayó del susto, pues se hallaba “recién parida”.

A sólo tres semanas de asumir la Primera Junta, ya se topaba con una acción que ponía en juego su capacidad de controlar los hechos y las personas. A pesar de que se dijo que la agresión estuvo relacionada con el cruce de notas entre la

Audiencia y la Junta, algunos atribuyeron la brutalidad a otro hecho. El lunes 28 de mayo, Caspe se había presentado en el fuerte para jurar obediencia al nuevo gobierno, junto al resto de los integrantes de la Real Audiencia, del Consulado,

del Cabildo y de otros organismos (el obispo Lué y Riega, como recordarán, se excusó de participar). El fiscal llamó la atención por haber acudido al acto con un escarbadientes en la boca. No fue el único imprudente. Otro de los tribunos,

Manuel de Reyes, “hizo ostentación de limpieza de uñas durante la ceremonia”, según un informe que publicó el nuevo gobierno.

Nadie demostró mucho ánimo de investigar el atentado del 10 de junio. Sobre todo porque Caspe prefirió no hacer la denuncia y dejar todo ahí por miedo a que se tomaran represalias contra él o su familia. A nadie pasó desapercibido el hecho de que a los violentos los había cubierto un grupo de soldados amparados en la negra noche. Fuera de los ámbitos formales, se señaló a Feliciano Chiclana (futuro triunviro) como el oficial que cubría a los embozados. El damnificado y sus compañeros de tribunal mencionaron a Domingo French y Antonio Beruti

como partícipes. Entre los enemigos de la Revolución, el violento episodio se denominó “solfa Berutina”.

En el gobierno existía preocupación porque este tipo de acciones se le iba de las manos y lo desprestigiaba. Saavedra, Passo, Moreno y compañía se reunieron para debatir qué hacer.

Apelaron a la Gaceta para dar su visión de los hechos. En el periódico se explicó que los ministros de la Real Audiencia habían sembrado la semilla de la discordia: que el pueblo “veía con horror en sus acciones y palabras, una semilla que produciría algún día una convulsión funesta, y en la noche del 10 de junio desfogó su cólera, por una numerosa partida del pueblo que, al retirarse a su casa el señor fiscal Caspe, acometió a su persona dándole una formidable paliza”. Pero además de publicar su postura, la Junta tomó una decisión.

El 22 de junio de 1810 por la noche dos soldados llegaron hasta la residencia de Cisneros y le pidieron que se dirigiera al fuerte ya que los integrantes de la Junta de Gobierno querían tratar asuntos referidos a la situación en España. El ex virrey comunicó que en breve asistiría. Le respondieron que lo aguardarían para acompañarlo. Con uno de sus mejores trajes se presentó ante las nuevas autoridades. Lo mismo ocurrió con los ministros de la Real Audiencia, cuyo peso institucional es equiparable al de nuestra Corte Suprema de Justicia. Una vez que estuvieron todos en una sala del fuerte, aparecieron Matheu y Castelli. El último, sin preámbulos ni palabras suaves, les comunicó que estaban todos

detenidos. Mientras les informaban de su condición de reos por intriga y su extradición a las islas Canarias, un grupo de soldados comandados por Juan Ramón Balcarce ingresó a apresarlos. Los subieron a dos carruajes rodeados de húsares. Balcarce viajó en el estribo del coche que transportaba a Cisneros. Los condujeron al muelle y los embarcaron. Caspe llevaba vendas en la cabeza. Las heridas estaban abiertas aún.  Inés Gaztambide de Cisneros se enteró por un criado de que a su marido lo habían embarcado. Esa noche le escribió una

esquela a Saavedra en la que le decía: “La precipitación con que se llevaron a mi marido no dio lugar a que le pusiese en el baúl más que tres o cuatro camisas. Si es que hay aún oportunidad para remitirle un baúl con lo preciso, he de merecerle a Vuestra Excelencia me lo avise y me franquee proporción para remitírselo. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. Buenos Aires, 22 de junio de 1810. Inés Gaztambide de Cisneros”. La última virreina no recibió respuesta —al menos oficial— y vivió días de zozobra porque no le informaban con claridad qué había ocurrido con su marido ni adónde estaban llevándolo. Escuchó, como todos, la clásica salva de quince cañonazos que solía despedir al barco en donde viajaba un virrey que partía. Inés Gaztambide no tardaría en abandonar Buenos Aires. El único mueble que cargó fue la cama matrimonial. El resto lo dejó en manos de José Santos de Inchaurregui, amigo de la familia, para que los vendiera. ¿Qué dejó Cisneros al partir? Un coche grande que le había

regalado el Cabildo de Buenos Aires cuando se hizo cargo del Virreinato, también una berlina, cuatro docenas de sillas (eran de tres juegos distintos), un costoso sillón con espaldar, dos sofás, dos mesas de sala, un ropero, un armario de comedor de caoba (al que le faltaban las llaves), fuentes de loza para baño,

dos catres de cuero, dos esteras, varios cueros de alpaca, zorro y zorrino, seis globos de cristal para velas (dos estaban deteriorados), un farol roto, más el pardo Mariano, esclavo del virrey, que compró por trescientos pesos Pedro Antonio Cerviño. Los Hidalgo de Cisneros se reencontraron en Cádiz. Sus años finales los pasaron en Cartagena, la ciudad natal del exiliado. Allí murió don Baltasar en junio de 1826, cuando se apagaban los últimos fuegos de las guerras por la Independencia en América del Sud.

 

MUJERES ELECTRIZANTES

La Gaceta de Buenos Aires era más un periódico de opinión que de información. Salía los martes y los viernes, y el sacerdote Vicente Pazos Kanki era el encargado de redactar las arengas para el pueblo. El 13 de diciembre se sumó Bernardo Monteagudo, quien escribía los viernes, mientras que su colega sacerdote se reservaría el texto de los martes.

En su debut, Monteagudo arrancó con una proclama a los “ciudadanos ilustrados” que contenía ideas demasiado liberales a los ojos de su compañero de redacción. Por eso, en la edición del martes 17, Pazos Kanki aclaró que se había sumado el virulento Bernardo y que, para evitar confusiones, de ahora en más el sacerdote firmaría sus textos con las iniciales V. P. K. De esta manera parecía quedar definido cuál era el terreno de cada uno. Sin embargo, el editorial de Monteagudo del 20 de diciembre de 1811 provocó un revuelo mayor.

Se trataba de una arenga a las mujeres, cuya ampulosa introducción saltearemos para ir de lleno a los consejos del columnista que, por cierto, era un morocho codiciado y desde joven contaba con admiradoras: “Uno de los medios de estimular y propagar el patriotismo es que las señoras americanas hagan la firme y virtuosa resolución de no apreciar, ni distinguir más que al joven moral,

ilustrado y sobre todo patriota, amante sincero de la Libertad y enemigo irreconciliable de los tiranos”. (Sí, chicas, entusiásmense con los patriotas y a los realistas, ¡ni la hora!)

“Sabemos que en las grandes revoluciones de nuestros días el espíritu público y el amor a la Libertad han caracterizado dos naciones célebres [no las nombra, pero se refiere a Francia y a los Estados Unidos], debiéndose este efecto al bello sexo que por medio de cantos patrióticos y otros insinuantes recursos inflamaba las almas menos sensibles y disponía a los hombres libres a correr gustosos al patíbulo por sostener la majestad del pueblo.” (Monteagudo no se equivoca. En realidad, los hombres siempre están dispuestos a correr al patíbulo por una mujer. Siendo así, que al menos sea por una causa noble como la independencia. Pero cabe preguntarse: ¿A qué recursos habrá querido referirse

cuando escribió acerca del “bello sexo que por medio de cantos patrióticos y otros insinuantes recursos…”?)

“Si las madres y esposas hicieran estudio de inspirar a sus hijos, maridos y domésticos estos nobles sentimientos; y si aquellas que por sus atractivos tienen derecho a los homenajes de la juventud emplearan el imperio de su belleza y artificio natural en conquistar desnaturalizados y electrizar a los que no lo son, ¿qué progresos no haría nuestro sistema?” (A ver si entendimos: madres y esposas se encargarían de “adoctrinar” a hijos, maridos y criados. Muy bien. Por otro lado, “aquellas que por sus atractivos tienen derecho a los homenajes de la juventud”, llámense piropos, galanterías, moscardones o propuestas, deberían emplear su “belleza y artificio natural”, es decir sus armas de conquista, para atrapar a los descarriados.) La arenga de Monteagudo fue un poco fuerte para su tiempo. A muchos comprometidos con la Revolución no les pareció sensato que hubiera que pedir a las chicas que conquistaran a los intransigentes. Admitamos que incluso hoy las palabras del agitador buen mozo no superarían los controles de feminismo más ortodoxo. Los españoles, por su parte, pusieron el grito en el cielo y emplearon el texto para demostrar que los revolucionarios

eran sacrílegos e inmorales. Pazos Kanki respondió a Monteagudo en la próxima Gaceta: “La delicadeza de nuestras dignas compatriotas sabrá conciliar bien el amor a la Patria con las severas obligaciones de madres y esposas, y las ideas exaltadas de los declamadores [puñal dirigido a Monteagudo] no podrán jamás

alterar su prudencia”. Respecto del uso que había que darles a los encantos juveniles, Pazos Kanki declama que “suavizarán nuestras heridas y vendrán a ser un día el lazo precioso que nos reúna”. Termina su réplica aclarando: “Quizás yo me habré alucinado torpemente, pero aseguro que tiemblo de ciertos hombres que con la cabeza llena de máximas virtuosas y el corazón lleno de veneno causan generalmente la disolución de la sociedad y seducen al valiente guerrero y al pacífico ciudadano, haciendo que empleen sus fuerzas a favor de sus propias pasiones, encubiertas con la preciosa máscara de la Libertad y la Patria. No me atreveré a contar entre éstos al redactor de la Gaceta [se refiere al díscolo de Monteagudo], ésta sería una injuria atroz, pero no ha podido menos que alarmarme un lenguaje que a mi parecer se resiente más de la animosidad de las facciones que de la vigorosa y justa libertad de un ciudadano virtuoso”.

Quedó establecida la diferencia entre los redactores. En su turno, Monteagudo arremetió contra su compañero. La cuestión estaba pasando a mayores. El secretario del Triunvirato, Bernardino Rivadavia, convocó a Monteagudo al fuerte para que diera explicaciones acerca de lo que escribió sobre las mujeres llamadas a emplear sus atractivos para electrizar varones. No conforme con su explicación, lo amonestó. Poco tiempo después los dos redactores renunciaron.

Aquel episodio nos deja dos conclusiones. Una, que la electricidad existió siempre y fue estudiada desde la época de Tales de Mileto junto al resto de los sabios griegos. En todo caso, lo que no teníamos en 1811 era iluminación eléctrica. Pero sí contábamos con atractivas jóvenes de poderes electrizantes.

La segunda conclusión es que nuestros antepasados andaban discutiendo si la seducción femenina debía ser una arma ofensiva o defensiva, sin saber que el tiempo iba a demostrar que es multipropósito.

Historias de corceles y de acero (de 1810 a 1824)
¿Cómo era la Argentina entre 1810 y 1824? Hay un montón de sucesos ocultos en los años posteriores a la Revolución de Mayo. Hechos inéditos que no aparecen en los libros tradicionales de historia.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 11/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789500759939
Disponible en: Libro de bolsillo
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