viernes 29 de marzo de 2024
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«La prohibición», de Juan Manuel Suppa Altman

En un recorrido que va de la lucha por el control del opio en la China imperial, pasando por el experimento de la Ley Seca y el crecimiento de la industria farmacéutica durante la Segunda Guerra Mundial, hasta la explosión de la guerra a las drogas que habilitó la intervención militar de los Estados Unidos en América Latina, este libro analiza el sentido político y social de la llamada «guerra a las drogas» en medio de un escenario caótico, vinculando hechos aparentemente inconexos, señalando a los actores más relevantes y planteando cómo la criminalización del usuario se ha convertido en la estrategia represiva más extendida y letal del mundo.
 
A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo I: Las guerras del opio

La  prohibición de las drogas no tiene una hora cero delimitada, una línea de partida o una ciudad con una placa donde se precise la fecha y el momento exactos de la primera vez que alguien dijo: “Aquí no se puede”. El contacto entre las drogas y el ser humano no puede separarse del vínculo que nuestra especie estableció con la naturaleza, lo que supone un hecho universal y milenario. Las personas se han embriagado y drogado en todos los climas y en todas las épocas. Estas circunstancias hacen complejo establecer quién fue el prohibicionista pionero, o qué sociedad resolvió por primera vez que el consumo de determinadas sustancias era un pecado o un delito como el asesinato, el robo, los abusos sexuales y las estafas.

En la Antigua Roma la Lex Cornelia prohibió el consumo de drogas que pudiesen emplearse para matar a una persona. Los romanos, con buen criterio, comprendían que la droga en sí no podía ser considerada como buena o mala. En otras culturas las drogas eran usadas por curanderos y religiosos, oficios que muchas veces practicaba un mismo sujeto, como los chamanes americanos que administraban las drogas a los enfermos en los rituales y ceremonias. Muchos poetas dedicaron versos a los efectos psicoactivos del vino, y otros tantos sabios los maldijeron. Por diferentes motivos, varios Estados prohibieron su uso, pero a partir del siglo xix empezó a bosquejarse la “Guerra a las Drogas”, una de las grandes cruzadas financieras, políticas y militares de las Naciones Unidas.

Las guerras del opio son un hito fundacional de la nueva época. De un lado, Gran Bretaña, el poderoso imperio que domina los mares y el comercio mundial; en la otra esquina, China, el imperio arcaico y decadente. Las guerras son dos: la primera empieza en 1839 y termina en 1842 con el triunfo de los británicos. A los pocos años, en 1856, se inicia la segunda contienda y vencen otra vez los europeos. La causa de la guerra es el control del opio y son los contrabandistas al servicio de Su Majestad la Reina Victoria quienes finalmente imponen sus condiciones, siguen cortando el bacalao en el contrabando del opio y empiezan a ejercer un mayor control sobre todo el comercio de China.

A partir de entonces se inició un cambio radical en la relación de la humanidad con las drogas. Nuevas leyes regularán al detalle qué sustancias no, cómo no, cuándo no, con quiénes no, etcétera, en síntesis, bajo qué condiciones se producen, se intercambian y se usan. Las drogas dejan de ser cosa de brujos, herejes y díscolos, para transformarse en una mercancía que genera recursos financieros como casi ninguna otra en la faz de la Tierra.

 

Capítulo II: El inicio de la industria farmacéutica

Todo va mejor con cocaína

“La coca, la planta divina de los incas, no ganó el prestigio del chocolate y del tabaco en épocas de la conquista por razones aun vagamente entendidas. La coca era satanizada o ignorada por los españoles”, explica el historiador norteamericano Paul Gootenberg. “El tratado canónico Monardes sobre nuevas plan­tas medicinales del mundo (1580) no tenía más que una sola frase sobre la coca como medicina frente a veinticuatro páginas ensalzando los beneficios del tabaco para uso fitosanitario. Los historiadores especulan que los españoles encontraron el hábito de coca oral ingerida (la denominada ‘mascada’) repugnante, y lo condenaron rápidamente como una práctica anticristiana debido a su profunda relación con la espiritualidad andina. Después de debates mordaces, las autoridades llegaron a tolerar la coca por­que les resultaba rentable en la mina de Potosí. En Europa, las propiedades energizantes de la coca se convirtieron en un mito, en parte porque las hojas secas de coca rara vez mantenían sus poderes tras el largo viaje.”

Este desprecio por el uso de la coca fue heredado durante mucho tiempo por una amplia mayoría de la elite peruana, aun después de la declaración de la independencia. Sin embargo, des­pués de los dos años de ocupación de Lima por fuerzas chilenas tras la derrota en la Guerra del Pacífico (1881-1883) hubo un intento de refundar el herido orgullo nacional a partir de una conciliación con el poderoso legado indio, al mismo tiempo que una necesidad de diversificar una economía dependiente de la exportación del guano, el excremento de las aves marinas y de las focas que se exportaba masivamente como abono fertilizante. El médico Alfredo Brignon fue parte de esa generación que vio cómo, con la anexión a Chile de los territorios de Arica y Tara­pacá, se perdían importantes reservas de esa riqueza. Brignon creyó que la cocaína podía ser un producto con valor agregado, la mercancía sobre la que fundar una industria química y farma­céutica poderosa, sobre la base de un recurso abundante.

Al mismo tiempo, en los círculos científicos europeos crecía el interés por la cocaína. En 1884 el oftalmólogo Carl Koller le descubrió propiedades anestésicas. Gootenberg señala que “con este descubrimiento, la cocaína rápidamente revolucionó la prác­tica de la cirugía occidental, ya que fue el primer anestésico local verdaderamente eficaz. Durante la siguiente década, la investi­gación sobre la cocaína, y en menor medida, la coca, se aceleró en un frenesí, y empresas farmacéuticas clave como E. Merck, de Darmstadt y Parke-Davis & Company, de Detroit, buscaron fuentes de hojas de coca en los Andes”. Uno de los pioneros en la investigación y experimentación con la cocaína fue Sigmund Freud, como consta en su famoso escrito “Sobre la cocaína”. Koller y Freud fueron colaboradores, y el primero desarrolló su trabajo sobre anestesia para el ojo tomando los avances hechos por el llamado padre del psicoanálisis.

En 1884 Sigmund tenía apenas veintiocho primaveras y mu­cha ambición. Entre sus lecturas le llamó la atención un artículo de Theodor Aschenbrandt, un médico militar que había descrip­to los efectos estimulantes de la cocaína en las tropas. Movido por la curiosidad, Freud siguió con el tema y encontró textos que hablaban del uso de la cocaína para superar adicciones, como por ejemplo la del opio. A poco de haberse metido a fondo en el tema, Freud ya era un apologista de la cocaína. Tenía un amigo morfinómano, Ernst von Fleischl-Marxow, a quien empezó a tratar con esta terapia. Los resultados parecían milagrosos: diez días más tarde, Ernst estaba recuperado. Exultante, Freud —que también había comenzado a consumir— escribió ese mismo año “La cocaína y sus sales”, y al año siguiente, en 1885, su famoso “Sobre los efectos de la cocaína”, dos textos celebratorios. Sin embargo, a poco de haber asombrado al mundo con la eficacia del tratamiento de sustitución de opio por cocaína, Freud asistía a la muerte de Ernst, su amigo, ahora adicto a la cocaína por vía hipodérmica. Ernst había cambiado el objeto de su compulsión pero no su conducta compulsiva, y la cocaína que le había hecho bien, mal dosificada y convertida en un hábito, lo arrastró a la muerte.

En el lapso que transcurre entre 1859 y 1860, cuando Albert Niemann descubrió la cocaína cristalina, y el año 1885, en el que Freud hizo sus experimentos, un grupo de peruanos inves­tigó por las suyas las potencialidades de la coca, anticipándose a los trabajos de Brignon. Entre los pioneros sobresale Moreno y Maíz, un jefe de cirugía del Ejército peruano. En 1862, tras el descubrimiento de la cocaína, Moreno y Maíz realizó un expe­rimento con ratas. Los roedores enjaulados chillaban de hambre y sed pero Moreno y Maíz no les daba comida y agua sino co­caína. Quería probar hasta dónde podía empujar el límite, hasta dónde ese producto de la planta de su país podía proporcionar un sustituto a estos dos consumos imprescindibles para los seres humanos. Llegó a la conclusión de que la cocaína no estimulaba la creación de energía, sino que más bien conservaba la energía existente. En 1868 presentó un ensayo sobre la cuestión que fue un éxito en París. También avanzó antes que Koller y Freud —que lo citaron como una referencia— en el uso anestésico de la cocaína. En el caso de Moreno y Maíz, el experimento se hizo con ranas. El cirujano que se había convertido en un orgullo para la colectividad científica peruana hablaba de la cocaína y decía que favorecía la concentración y el estudio. Parece que a Moreno y Maíz, como a Freud, también le había gustado.

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En Oriente, las guerras del opio les garantizaron a los ingleses, norteamericanos, franceses y rusos el control del contrabando y de grandes negocios. En Sudamérica se sucedieron varias misiones de adelantados al Perú que, como ya vimos, tenían un gran interés por meterse en la producción de cocaína. En 1850, el doctor Paolo Mantegazza se internó en los Andes y salió fascinado por los beneficios de una planta que no dudó en calificar como “maravillosa”. Austria financió la Misión Novara que proveía de coca a laboratorios alemanes para que la investigasen. En 1860 empezó a producirse el Vin Mariani francés, que promocionaba el uso de las hojas de coca y abría la exportación de ese producto predecesor de la Coca-Cola, inventada recién en 1886 en la Farmacia Jacobs de Atlanta, Estados Unidos. En 1885 el laboratorio Parke-Davis envió una misión para que examinase las posibilidades de nue­vos usos médicos y gestionase a un tiempo mejores condiciones para la exportación de la coca desde Perú hacia Estados Unidos.

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Sorprende aquel interés a la luz de la demonización que sufrió la cocaína durante el siglo xx y lo que va del xxi. Algo similar ocurrió con el opio y sus derivados, principalmente la morfina y la heroína. Estas sustancias —demonizadas por Estados Uni­dos— gozaron de legalidad y legitimidad en el gran país del nor­te. Marcus Aurin explica el lugar destacado de los opiáceos en el siglo xix en la teoría médica y los tratamientos: “El opio había sido durante mucho tiempo un producto de primera necesidad medicinal, que se vendía en casi todas partes: almacenes genera­les, abarrotes, mercados abiertos, farmacias, casas de importa­ción, mayoristas y por correspondencia. Como antes de 1840 no existían los farmacéuticos, los clientes tenían sus propias recetas hechas por la tienda local o el almacenista general. […] Fueron el láudano y el jarabe de la ipecacuana para tratar la tos, cosas que había en toda familia. […] Los medicamentos de patente y los ‘innumerables proprietaries’ eran a menudo solo versiones comerciales de los preparados tradicionales y populares como el té de cabeza de amapola, las variaciones de láudano alcanforado, o simplemente opio crudo enrollado en píldoras y envasado”. La importancia de la adormidera era tal que “de 10.200 recetas examinadas por un estudio hecho en 1888 en las farmacias de Boston, el 14,5% eran de opio”.

La morfina y la cocaína se vendían a dos manos en las far­macias y empezaron a surgir las primeras alarmas. Las adiccio­nes que ya habían aparecido como un problema importante en China, pronto fueron un problema en las primeras metrópolis occidentales. Surgieron las representaciones primitivas de los drogadictos actuales: gente inmoral, enferma, peligrosa. Atentos a esto, los médicos empezaron a buscar las causas de esas adic­ciones y padecimientos, la etiología de la enfermedad.

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Capítulo III: Libertad de empresa, negocio del tráfico y persecución de usuarios

Desde la segunda mitad del siglo xix hasta comienzos del si­glo xx, el mundo vive una profunda revolución. La gran in­dustria produce nuevas formas y estilos de vida. La humanidad puede acceder a instrumentos de estudio y de producción que significan un gran salto de calidad. El hombre no solo incorpora esta nueva relación con las cosas, también cambia su mirada so­bre sí mismo cuando Darwin escribe su teoría sobre la evolución de las especies. La confianza ilimitada en la ciencia y sus logros toma forma en el positivismo, una escuela filosófica que expresa la nueva fe moderna. No faltan los disonantes y herejes como los decadentes y los románticos, o los anarquismos que coexisten con las muchas tendencias socialistas, entre las que sobresale el socialismo científico de Marx y Engels. Son corrientes de crí­tica feroz a la nueva sociedad, la voz de los desencantados de la nueva moral y la de los obreros que generan la riqueza pero no son invitados a la fiesta del progreso.

En el mapa mundial de época, Inglaterra es la potencia co­mercial que domina los mares, dueña de un imperio “en el que nunca se pone el sol”. Estados Unidos, en cambio, es el aspirante a campeón. Tras resolver su gran conflicto nacional en la Guerra Civil, se lanza a las aventuras militares más allá de sus fronteras, como las invasiones a China, Cuba, Filipinas y Venezuela, en­tre otros casos. Y China, justamente, es el Lejano Oriente que representa la barbarie. Atrasada e ingobernable, dueña de una rica cultura subestimada por los occidentales, es tierra de saqueo y rapiña. Una gran población que hay que convertir en gran mercado, y a un tiempo una nación de la periferia que apenas si merece el esfuerzo de la civilización.

Entre estas tres naciones se configura buena parte de lo que pretenciosamente podemos llamar una genealogía de la prohi­bición. En este triángulo se teje el gran negocio de las drogas en el siglo xx. Un negocio de grandes ciudades y grandes puertos, ingentes cantidades de drogas y suculentas cantidades de dinero, que toma al mundo entero como teatro de operaciones.

[…]

El paso de las drogas de lo artesanal y ritual a la producción industrial y el comercio mundial produjo serios choques económicos y cultu­rales. Así, las drogas dejaron de ocupar un lugar en la mesa de las celebraciones para convertirse en painkillers que mataban los dolores que la agitada vida moderna generaba. Se abrió la nueva época de consolidación del paradigma prohibicionista y su contracara, el narcotráfico internacional, el hijo dilecto y no reconocido de los ejércitos, las iglesias, los grandes industriales y financistas, los medios de comunicación y otros actores de reparto de la legalidad universal.

 

Capítulo XIII: Plan Colombia y genocidio en México

La dimensión guaraní

La dictadura de Alfredo Stroessner fue un capítulo más del aisla­miento paraguayo en el contexto latinoamericano. A diferencia de los largos despotismos del general Francia, en los años de las guerras de la independencia, y del general Solano López, a me­diados del siglo xix, Stroessner estuvo lejos de la lucha por la so­beranía económica del Paraguay. Tan pronto como se instaló en el poder, en 1954, comprendió que su legitimación por parte de la comunidad internacional dependía de las colaboraciones que podía prestar en la Guerra Fría contra el comunismo. En tanto que en la política interior, su alianza con las Fuerzas Armadas y el Partido Colorado, y sus métodos represivos, lo hicieron prácticamente inamovible.

La dependencia económico-financiera del régimen stronista con Estados Unidos fue creciente y sostenida. Entre 1954 y 1961, la dictadura recibió apoyo por 53,2 millones de dólares. El pre­supuesto anual de 1959 fue de 21 millones. Entre 1962 y 1966, recibió 46,5 millones. Estados Unidos se convirtió en el segundo mercado de exportaciones de Paraguay, luego de Argentina, y en el principal importador, durante algunos años. Las contrapresta­ciones del gobierno paraguayo fueron muy útiles para las agen­cias de seguridad norteamericanas. Durante la visita de Nixon, que por entonces era vicepresidente, inauguró la mayor sede de inteligencia y monitoreo de América del Sur, en la Embajada de Estados Unidos. Las relaciones entre ambos países fueron de cooperación hasta el final de Stroessner, sin embargo hubo altibajos y crisis en las que la cuestión del control del comercio de drogas siempre fue un ítem.

En su investigación “Adicción a las drogas y tráfico en Pa­raguay: un acercamiento a la cuestión durante la transición”, el sociólogo paraguayo José Luis Simón divide a la dictadura en dos ciclos. Uno, el primero, el ciclo de la heroína, que va de los años sesenta a los setenta. El segundo, el ciclo de la marihuana y la cocaína, que aún continúa.

El conocido caso Ricord, de 1972, fue la piedra basal de la Guerra a las Drogas en Paraguay, y no estuvo exento de ten­siones políticas internacionales. A pesar de que Paraguay había suscripto la Convención Única de Estupefacientes de 1961, no había adecuado su normativa interna e instituciones, hasta que llegó la presión norteamericana por la extradición del narco­traficante Joseph Auguste Ricord. “Este francés naturalizado argentino era considerado el cabecilla de una poderosa banda de traficantes de heroína y su extradición era requerida por Was­hington. Sin embargo, el afectado contaba con la protección del dictador Alfredo Stroessner y las personas allegadas al régimen. Esto provocó un serio incidente en las relaciones con Estados Unidos que trajo como resultado la detención de Ricord el 24 de marzo de 1971 en Itá Enramada, cuando intentaba embarcar una balsa para ir hacia Argentina”, detalló el diario paraguayo ABC Color el 16 de mayo de 2011. Estados Unidos pidió formalizar su pedido de extradición, que fue denegada por el dictador.

El 8 de agosto de 1972, el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, escribió una carta personal a Stroessner exigien­do que hiciera tramitar la solicitud judicial, advirtiéndole que en caso contrario suspendería toda ayuda financiera y militar. La resistencia paraguaya cedió. La Corte Suprema dio curso favorable al pedido de extradición, aún sin que se encontrara tipificada en la legislación penal nacional la conducta por la que era acusado en Estados Unidos. Los jueces fueron más allá del particular sentenciando la necesidad de adecuación interna a los acuerdos internacionales. La página oficial de la Policía Anti­narcóticos del Paraguay dice: “La Corte invocó el artículo 95, de la Constitución Nacional del 67, hecho que provocó en forma directa el nacimiento de la Ley Paraguaya de Drogas, la Ley 357/72 y la creación del Departamento de Represión del Tráfico de Estupefacientes, Drogas Peligrosas y otros Delitos Afines, dependiente del Ministerio del Interior. Considerando que para lograr los fines delineados por dicha ley era preciso organizar dicho Departamento, dotándolo de las facultades y jurisdicción necesarias, como así del personal para el cumplimiento de sus funciones y que siendo el propósito del Gobierno erradicar de­finitivamente el tráfico, así como el consumo de estupefacientes y drogas peligrosas y encausar a la juventud hacia un sendero sano, capaz de ser un elemento esencial para el desarrollo interno del país, el Presidente de la República, por Decreto N.º 25.587 del 21 de septiembre de 1976, pasó a denominarlo Departamento Nacional de Narcóticos y Drogas Peligrosas, dependiente del Ministerio del Interior”.

Tanto en versiones del caso Ricord como en denuncias perio­dísticas de la época, como la escrita por Nathan Adams para el Readers Digest en 1973, aparece extraoficialmente el nombre del general Andrés Rodríguez como parte de un círculo de oficiales que desde el Estado dieron protección a los narcotraficantes.

La prohibición
El más completo recorrido por la historia de la prohibición de las drogas, desde las guerras del opio entre China y el Imperio Británico a las actuales guerras narcos, pasando por la Ley Seca, las anfetaminas nazis y el Plan Cóndor.
Publicada por: Aguilar
Fecha de publicación: 03/01/2018
Edición: 1a
ISBN: 9789877351910
Disponible en: Libro de bolsillo
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