La edad de la penumbra es la historia, en gran parte desconocida, de cómo una religión militante sometió y destruyó deliberadamente las enseñanzas del mundo clásico, lo que abrió paso a siglos de adhesión incondicional a «una sola fe verdadera».
El Imperio romano se había mostrado generoso acogiendo nuevas creencias, pero la llegada del cristianismo lo cambió todo. Esta nueva religión, pese a predicar la paz, era violenta, despiadada y decididamente intolerante. Al volverse oficial, sus fervientes seguidores emprendieron la aniquilación de quienes no estuvieran en sintonía con su credo.
Derribaron sus altares y templos, quemaron sus libros -incluidas grandes obras filosóficas y científicas-, hicieron añicos sus estatuas y asesinaron a sus sacerdotes.
A continuación un fragmento, a modo de adelanto:
Capítulo 12 – CARPE DIEM
La que destaque por su bello rostro, deberá acostarse boca arriba; las que están contentas de sus espaldas, míreselas por la espalda […]. Laque es pequeña, que monte a caballo.
OVIDIO aconseja sobre las posiciones para hacer el amor, Ars Amatoria, 3
Imperium sine fine, «Imperio sin fin». Ese, había dicho el poeta, había sido el objetivo de Roma cuando su ambición la llevó a expandirse en todas direcciones hacia nuevos países, nuevos continentes y nuevos mundos. Pero el cristianismo que lo había conquistado, según sus predicadores, no era menos ambicioso. A medida que el primer siglo de dominio cristiano en el mundo se acercaba a su fin y comenzaba el siglo V, los efectos de esta conquista eran evidentes. En la península Itálica, Galia, Grecia, Hispania, Siria y Egipto, los templos que habían permanecido en pie durante siglos estaban cayendo, cerrando, desmoronándose. Las zarzas estaban empezando a crecer sobre las ruinas sin uso, mientras los rostros mutilados de los dioses miraban en silencio.
Toda una forma de vida estaba muriendo. En el mundo antiguo, los escritores que se habían opuesto a la religión cristiana se esforzaron por expresar sus sentimientos con palabras. En un desolador epigrama, Páladas se preguntaba: «¿Acaso no hemos muerto y solamente nos parece estar viviendo, griegos […]? ¿O existimos nosotros cuando ha muerto la vida?». Estaban barriendo su antigua sociedad. Se estaba erigiendo el símbolo de la cruz, según la resonante frase de Gibbon, sobre las ruinas del Capitolio de Roma.
Pero, según algunos de los predicadores más famosos del momento, ni siquiera esto era suficiente para satisfacer al Dios cristiano. Aunque los cristianos se hubieran hecho con el control de los lugares más importantes y de los templos, su Dios, decían a sus congregaciones, quería más. No se contentaba únicamente con edificios. Tampoco estaba satisfecho con la simple apariencia de piedad. Quizá se pudiera engañar a los viejos dioses romanos con una mera pose de obediencia a sus ritos—solo «toca» el incienso, como imploraban los gobernadores romanos a los cristianos—, pero este dios no se dejaba timar tan fácilmente. Él no quería que se cumplieran los ritos, no deseaba templos ni piedras. Quería almas. Quería —exigía— los corazones y las mentes de todas y cada una de las personas del imperio.
Estos clérigos avisaban que Dios sabría si no las tenía. Como los pastores del siglo IV empezaron a advertir a sus congregaciones, la mirada omnipresente de Dios te sigue a todas partes. No solo te ve en la iglesia, también te observa al cruzar las puertas de la iglesia, al salir a la calle, al caminar por el mercado o al sentarte en el hipódromo o en el teatro. Su mirada también te sigue hasta tu casa e incluso hasta el interior de tu dormitorio, y no dudes de que también observaba qué haces allí. Pero eso no es todo. Este nuevo dios ve el interior de tu alma. «El hombre mira el rostro, pero Dios en el corazón», bramó Cipriano, el obispo de Cartago. «Nada de lo hecho permanece oculto a Dios.»[469] En todo el imperio, se advertía a las congregaciones de que no había huida posible: «Nada, ya sea hecho o solo deseado, puede escapar al conocimiento de Dios [o a su], castigo eterno de fuego».
Muchos intelectuales romanos y griegos habían mostrado su profundo desagrado por una deidad tan entrometida. La idea de que un ser divino estuviera observando cada movimiento de cada ser humano era, para estos observadores, no un signo de inmenso amor sino una «monstruosa» absurdidad. En sus textos, el Dios cristiano es con frecuencia descrito como un lúbrico metomentodo, alguien «molesto e inquieto», «curioso hasta la desvergüenza, pues presencia todas las acciones».[471] ¿Porqué estaba tan interesado en lo que hicieran los simples mortales? Incluso antes del cristianismo, algunos sofisticados pensadores romanos habían mostrado su desprecio por esta idea. Como había dicho Plinio el Viejo: «¿Vamos a creer o vamos a poner en duda que ese ser supremo, sea lo que fuere, asume el cuidado de los asuntos humanos y no se infecta en ese menester tan funesto y variado?». ¿Acaso un dios no tenía nada mejor que hacer?
No, declararon los clérigos cristianos. No lo tenía. Su atención era una señal de su gran amor por el hombre. Como lo era su castigo. Porque no había que equivocarse, Dios no era simplemente un observador desinteresado de las almas humanas; él las juzgaría y las castigaría. Horriblemente. Una clase muy particular de miedo empezó a aparecer. Como ha señalado Peter Brown, se trata de la perpetua ansiedad de una gente que creía que no solo todos sus hechos, no solo todas suspalabras, sino además todos sus pensamientos estaban siendo observados. Un cristiano tuvo una visión en la que, de manera bastante literal, podía ver manchas en su corazón. Se dio cuenta de que estaban allí porque no había hecho las paces «enseguida» tras la discusión que había mantenido con otro cristiano.
Tales eran las palabras y las amenazas de los obispos y de la élite cristiana. Pero, ¿escuchaba la gente esas diatribas? ¿Las oían la mayoría de las personas? Laspalabras de los predicadores como Juan Crisóstomo y Agustín podían resonar en los oídos de quienes los escuchaban y en la literatura de la época, pero la inmensamayoría del imperio —quizá entre el 80 y el 90 por ciento de los hombres, y un porcentaje más elevado de las mujeres— era analfabeta.[474] Esa gente, ¿asimilaba el mensaje de que ahora eran pecadores y debían redimirse? En resumen, en las concisas palabras del académico E. A. Judge: «¿qué diferencias [implicaba el que] Roma se hubiera convertido?».[475]La respuesta breve es que no podemos estar seguros. La Antigüedad tardía ofrece una red frustrantemente débil de textos con los que abordar esta pregunta. De la pequeña parte de habitantes del imperio que estaban alfabetizados, muy pocos debían de ser escritores desenvueltos. La inmensa mayoría del imperio vivía y moría sin apenas dejar rastros que los historiadores del futuro pudieran analizar.
Enfrentados a esta incertidumbre, los estudiosos han tenido libertad para ofrecer argumentos muy distintos, y así lo han hecho. Durante siglos, su obediente respuesta fue que la expansión del cristianismo había cambiado por completo el mundo, o, más bien, el cielo. Antes de la llegada del cristianismo, Europa estaba condenada, sus religiones y muchos de sus comportamientos eran primitivos y condenables. Después del cristianismo, se salvó. En la era moderna, los estudiosos—menos propensos a ser tan obedientes con la autoridad eclesiástica— han adoptado un punto de vista más sólido, incluso iconoclasta. ¿Qué cambios supuso el cristianismo? Ninguno, fue la provocadora respuesta de A. H. M. Jones, un estudioso del siglo XX. No supuso ningún cambio. Sostuvo que, más bien, «la creencia cristiana, en todo caso, conllevó un descenso de los criterios morales de la comunidad». La verdad, como siempre, está en algún lugar entre los dos extremos. Porque sin duda, algo, ciertamente, cambió.
A mediados del siglo XVIII, algunos trabajadores estaban cavando en una colina italiana conocida con el prometedor nombre de la Civita, la ciudad. Estos obreros napolitanos empezaron a apartar la piedra lávica y la ceniza que Plinio el Joven había visto caer diecisiete siglos antes. El resultado fue un cataclismo cultural.
Empezaron a aparecer imágenes de una inimaginable franqueza sexual. Incluso desde una perspectiva actual, Pompeya ofrece un espectáculo tonificante. Sea la imagen de Príapo, en la que el dios pesa su enorme falo en una báscula, los frescos de parejas haciendo el amor o la célebre estatua del dios Pan, con la boca fruncida mientras penetra a una cabra, el erotismo está en todas partes.
El falo es un elemento básico de la decoración hogareña; aparece en paredes, estatuas y en frescos, e incluso tallado en los mismísimos adoquines de la ciudad. Un bar estaba iluminado por una bonita lámpara de bronce en la forma de una pequeña figura con un enorme pene, del cual cuelgan campanas. Algunas imágenes eran asombrosamente vívidas. En las paredes de un burdel había un fresco que ahora sobrevive únicamente en una reproducción del siglo XIX. Representa a un hombre y a una mujer; él se encuentra detrás de ella y ambos están bebiendo lo que debe de ser vino en lo que parecen dos vasos de pinta. El hombre sostiene el vaso en lo alto, como si lo inspeccionara. A juzgar por sus serenas expresiones, podrían estar comentando la procedencia de sus bebidas. Con todo, es evidente que tienen la cabeza en otras cosas, puesto que él tiene una enorme erección y está penetrando a la mujer.
Pompeya fue una revelación. En ciertos sentidos, no debería haberlo sido. Para quienes quisieran y pudieran leerla, la literatura latina contenía numerosas insinuaciones de que no todos en el mundo precristiano eran tan castos como le habría gustado a san Basilio. El célebre «Carmen 16» de Catulo era una muestra obvia. Pocos podían leer el verso «Os daré por culo y me la mamaréis» y pensar que el autor era castamente puro, pero lo cierto es que pocos tenían la oportunidad de hacerlo. En el momento en que se redescubrió Pompeya, el conocimiento del latín se había convertido en una habilidad cada vez más infrecuente. Por el contrario, cualquiera que tuviera ojos podía ver las imágenes que se extraían del suelo pompeyano. Nadie podía siquiera fingir que el dios Pan estuviera haciendo otra cosa que penetrar a una cabra o que la gente de aquellos frescos estuviera haciendo otra cosa que fornicar con entusiasmo. Aún más inquietante resultaba que esos cuadros no pudieran desdeñarse como las censurables costumbres de los pobres, los inmorales o los que carecían de educación, puesto que las imágenes no solo se encontraron en los burdeles; se hallaron en todas partes, incluso —en especial— en algunas de las villas más opulentas de la ciudad. Los pompeyanos no solo habían colocado imágenes de gente desnuda, sino que lo habían hecho abiertamente y sin vergüenza. Ninguna de esas imágenes trataba de ocultar sus partes con las manos u hojas de parra.
Durante siglos, la Europa cristiana había ocultado cuidadosamente la sexualidad del mundo clásico con tanta efectividad como cualquier Vesubio; raspando los pezones de las estatuas, ocultando los frescos lascivos y los poemas obscenos. Ahora, un mundo no tocado por la mano del cristianismo salía a la luz. Es concebible que hubiera cristianos en Pompeya cuando se produjo la erupción del Vesubio en el 79 d.C., pero si los hubo no se hallaban en una posición de poder y habrían sido incapaces de imponerse en la ciudad. Ningún fanático cristiano había atacado los frescos pompeyanos con martillos; ningún escuadrón de piadosos había cincelado las hermas que había en prácticamente cada esquina de la calles. La gente que aparece en esas imágenes de Pompeya no solo estaba desnuda, estaba desnuda sin ninguna clase de vergüenza. Era un mundo que, de manera casi literal, no sabía del pecado original.
Los excavadores del recinto, que no solo conocían ese pecado sino también a la Iglesia católica, se quedaron horrorizados. Algunos obreros volvieron a enterrar las obras que consideraron demasiado lascivas. Otros enterraron los objetos en silencio, y las primeras guías de viaje especularon sobre los objetos más picantes. No había ninguna ilustración de la lámpara con forma de pene en la primera colección publicada de los hallazgos. La primera guía inglesa, de sir William Gell, publicada en1824, se olvidaba de mencionar cualquier objeto que hubiera podido fruncir las ilustradas frentes de sus lectores. Como dijo el estudioso Walter Kendrick: «Gell logróponer punto final a dos gruesos y muy ilustrados volúmenes sin dejar que ni una sola vez se colara nada indecoroso».
Sin embargo, finalmente se corrió la voz y el mundo se quedó estupefacto —o así se juró y perjuró— y así siguió durante décadas. Un autor del siglo XIX describió los frescos como la clase de cosa que «la policía confiscaría en cualquier país moderno». Las guías de viaje de Pompeya que sí mencionaban los objetos sexuales los revestían de una rotunda desaprobación. Un visitante se sintió incómodo por su «degradación moral». Una guía de los objetos más rudos, que se imprimió de manera privada, era típicamente remilgada. «Las costumbres a las que se entregaban las mujeres de la antigüedad eran disolutas y escandalosas —escribió su autor—.
Los desnudos de esa época y los escritos impuros de sus autores son testigos indudables del libertinaje que prevalecía entonces en todas las clases. Era un tiempo en el que los hombres no se sonrojaban cuando hacían saber al mundo que obtenían los favores de un bello joven, un tiempo en el que las mujeres se honraban a sí mismas con el nombre de [lesbianas].» La fuerza de su desaprobación se veía un tanto socavada por el delicioso título de la guía (El Museo Real de Nápoles, con algunasdescripciones de las pinturas, bronces y estatuas eróticas contenidas en el famoso Gabinete Secreto) y el hecho de que su portada anunciaba que incluía «sesentailustraciones a página completa».
Los objetos más libidinosos se ocultaron; se consideró ilegal mostrar la cabra y se guardó en un sótano. Tales objetos, con el tiempo, se reunieron en una sola colección, y en 1819 se creó el Gabinete Secreto, nombre con el que se conoció desde entonces el museo. El acceso era limitado y estaba controlado. La composición precisa de la colección varió con el tiempo; la fascinación por ella permaneció constante. Como recordaba una guía de 1871, la entrada estaba «prohibida a mujeres y niños [y] solo permitida a hombres de edad madura por medio de un permiso especial del ministro de la casa real». Uno apenas puede imaginar la vergüenza de hacer tal petición. El famoso historiador del arte Johann Winckelmann visitó Nápoles en un momento en el que era necesario un permiso especial «firmado por su majestad» para ver esos objetos. Decidió no molestarse: «Pensé que no era propio de mí ser el primero en pedirlo». Las mujeres tuvieron prohibido el acceso al Gabinete Secreto hasta la década de 1980.
Esto no solo ocurrió en Pompeya. En museos de toda Europa, las estatuas clásicas que se habían reunido durante tantos grand tours se guardaron bajo llave. Alcarecer de la confianza de sus antecesores cristianos, los comisarios de museos hicieron más tarde, mediante la manipulación y el discreto almacenamiento, lo que en siglos anteriores se había hecho con cinceles. El resultado fue el mismo; la desaparición de los objetos sexualmente explícitos. En otros casos, los órganos sexuales delas estatuas se ocultaban bajo nuevas y exuberantes frondas de hojas de higuera, diseñadas por castos comisarios y colocadas luego en las estatuas clásicas desvergonzadamente desnudas. Las vívidas imágenes de las vasijas griegas se taparon. A un exuberante sátiro que sostenía una copa con su enorme erección, un horrorizado comisario le borró el falo con pintura, de tal modo que la copa quedó suspendida en el aire. Incluso las estatuas clasicistas se cubrieron. En 1857, la reina Victoria recibió como regalo una copia de yeso del David de Miguel Ángel. Se dice que cuando Victoria vio la inmensa estatua por primera vez en el Victoria andAlbert Museum se quedó tan estupefacta por su desnudez que se encargó una hoja de higuera. De tal modo que a partir de entonces se tuvo preparado un molde de yeso de la hoja de medio metro de altura por si se producía una visita real, en cuyo caso se colgaba sobre la parte ofensiva con dos ganchos, evitando así los sonrojosde su británica majestad.
La vergüenza de Eva se estaba aplicando al mundo clásico. La erupción del Vesubio era vista por los píos victorianos como el justo castigo a un pueblo promiscuo. Como piadosamente afirmaba en 1871 la guía de las pinturas y estatuas eróticas de Pompeya, «gloria eterna a la religión que, cubriendo esos ídolos impuros de lodo y desplegando el código de la castidad ante nuestros ojos, ha hecho nuestras sensaciones más puras y nuestros placeres más vivos».[487] Después, quizá menos consciente del código de castidad de lo que podría haber sido, presentaba una de esas «Ilustraciones a página completa» del sátiro y la cabra.