En 1978, en las playas brasileñas de Buzios un tsunami transformó el rock argentino. En una casa cercana al mar, Charly García y David Lebón comenzaron a componer. Pronto se les sumarían Oscar Moro y Pedro Aznar. La combinación fue alquímica y se llamó Serú Girán.
Su irrupción puso fin a toda una época. Había en cada disco, en cada concierto en vivo, canciones que registraban la angustia de la ciudad y la desolación del individuo lo colectivo, lo personal , temas que conducían a callejones sin salida al tiempo que invitaban a la fiesta. Sus canciones eran delicadas, líricas, crípticas, bufas, rabiosas y melancólicas: siempre emotivas, vibrantes y sensuales. Con apenas cuatro discos en el período original Serú Girán, La grasa de las capitales, Bicicleta y Peperina , grabados en un lapso de cuatro años, cambiaron para siempre la sensibilidad del público y la concepción del espectáculo, alcanzando estándares de una profesionalización inédita.
Entre lujurias y represión, de Mariano del Mazo quien a lo largo de su carrera entrevistó decenas de veces a los protagonistas , retrata no solo el anecdotario de una experiencia artística irrepetible. También reporta la intimidad de un grupo con personalidades descollantes y analiza los alcances de la revolución musical más sólida y lúcida del rock argentino desde sus inicios a orillas del mar hasta el decadente reencuentro en River Plate en 1992, cuando los dólares ardieron en la hoguera de las vanidades.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
Capítulo 10 – Caracó, o las secuelas de Río de Janeiro
La idea de la internacionalización se hizo carne en Río de Janeiro. Sobre todo, a Charly le interesaba exportar su música: imaginaba —y seguramente no estaba equivocado— que sus canciones podían competir en las grandes ligas del rock. Y en principio las quería mostrar así, en español.
Grinbank tendía contactos. A la par de Serú Girán, estaba creciendo como empresario de la música, y en los Estados Unidos contaba el apoyo logístico de su tío Herb Cohen, mánager de artistas de la talla de Frank Zappa, Tom Waits y Alice Cooper, entre otros. Un día Grinbank le comentó a la banda y a todo el equipo técnico que había una posibilidad de tocar en Miami. El viaje finalmente se cayó, pero del intento quedó en la memoria un festivo coro narcótico que encabezaban Charly, Oscar y David: “De Buenos Aires a Miami, falopa para everybody”. El cantito sintetizaba el estupendo ánimo grupal.
El Rio Jazz Monterey Festival fue entonces como un premio consuelo internacional, en el medio del frenesí de 1980. Ya tenían reservados septiembre y octubre en los estudios ION para grabar Bicicleta, la agenda daba para la incursión carioca. El festival era deudor del mítico junio californiano de 1967 solo en términos nominales. Aquel Festival de Monterrey había reunido a la crema del rock en pleno apogeo del LSD y el flower power: tocaron Jimi Hendrix, The Who, Janis Joplin y tantos más. Fue una de las postales más gastadas del llamado “Verano del amor”; la otra ocurrió en Woodstock, dos años después. El Monterrey brasileño tenía una analogía en cuanto a la calidad de los participantes, pero corridos hacia la laxa etiqueta del jazz rock. En los trece años que separan ambos encuentros, el panorama de la música popular mundial había cambiado muchas veces, y radicalmente: del cierre psicodélico de la década del 60 se pasó a unos años 70 conceptualmente sin utopías, más cínicos. A rasgos generales, la contracultura cedió ante la industria del entretenimiento, y los músicos empezaron a refugiarse en mansiones para drogarse en paz. La experimentación callejera dio lugar a la excentricidad y la megalomanía. La crisis no fue artística, sino ideológica. La separación de Los Beatles, la muerte temprana por excesos y la actitud distante y narcisista de cierto rock, entre otras causas, habían vuelto a esa música rebelde en un circo elefantiásico, con costados patéticos. Como señaló el músico e intelectual anarquista inglés Jeff Nuttall, citado por Norberto Cambiasso en el libro Vendiendo Inglaterra por una libra: “Hubo un desplazamiento, entre el 66 y el 67, de la poesía, el arte, el jazz y la política antinuclear al sexo y las drogas […]. Fue la llegada del capitalismo. El mercado vio que a estos revolucionarios se los podía poner a raya dándoles sus bienes de consumo: música electrónicamente amplificada y narcóticos”. El sueño, efectivamente, había terminado.
Pero en América Latina el rock sinfónico y el jazz rock resistían. Del tórrido sol californiano a las playas cariocas, entonces, el Rio Jazz Monterey Festival se dibujó como una trinchera de la fusión de estilos con una grilla espectacular que incluía a Al Jarreau, Stanley Clarke, George Duke, Pat Metheny, John McLaughlin y Weather Report. Inmediatamente después de Brasil, la mayoría pasó por la Argentina para presentarse en el Festival Buenos Aires 80, en el Luna Park.
“No va a venir nadie, man. Nos mandaron al muere”, le dijo Charly a Héctor Starc.
No fue tan así. Serú Girán tocó a la tarde en el Maracanãzinho, un espacio que la revista Pelo definió como “una enorme campana donde los sonidos rebotan como balas”, ante una respetable cantidad de gente. Absolutamente nadie conocía a Serú Girán. “El Maracanãzinho era un gimnasio inmundo”, dice Grinbank. “Cuando nos enteramos que era a la tarde —recuerda Charly—, pensamos que todo el mundo iba a estar en la playa. Pero nos fue bien”. “Nos dieron dos segundos para probar sonido”, agrega Héctor Starc, que viajó con la banda. Aznar detalló la experiencia con precisión:
Cuando nos invitaron estábamos encantados. Por una parte era tocar en Brasil y por otra significaba estar en un festival donde actuaba buena parte de nuestros héroes musicales. Era todo un honor. Ni los organizadores, ni el equipo técnico, ni el jefe del escenario sabían quiénes éramos. Y nos dieron un horario extraño: las tres de la tarde. Obviamente, estaba todo el mundo en la playa. Pero no teníamos otra alternativa. Tocamos, y todos se quedaron supersorprendidos. Nos preguntaron si queríamos tocar de nuevo a las ocho de la noche.
Las reseñas fueron elogiosas, al punto que hablaron de Serú Girán como el grupo revelación.
Abrieron el show de la tarde del último día, con un calor infernal y poco público. Un error de organización, en esa ciudad nadie deja la playa para escuchar música. Sin embargo, la gente se copó bien y los organizadores decidieron que repitieran el set a la noche. La banda sonó con aplomo y convicción, superando el nerviosismo y el temor al rechazo. Y ganaron. Se fueron y no hicieron bis, dejándolos bien calentitos. Mucha gente se acercó al grupo después del show, ahora puede ser que Brasil sea una realidad —sugería la revista Pelo—.
Brasil era un país cercano y hospitalario, una especie de sueño viable para Charly García. Pero, claramente el festival no significó la catapulta para conquistar Brasil. Es más: no pisaron nunca más ese país. Serú Girán volvió a tocar esa misma fecha. El concierto se realizó efectivamente a las ocho de la noche, no sin una considerable tensión previa: David Lebón estuvo varias horas perdido en Río de Janeiro, ciudad de tentaciones si las hay.
Entonces ocurrió el principio del fin. En bambalinas, coincidieron con varios de los principales grupos, entre ellos el de Pat Metheny. Aznar estaba fascinado con su música.
En aquel momento era todavía un cuarteto —recordó Pedro—. Me quedé tremendamente impactado al verlo en vivo. Yo lo había escuchado en discos, pero en directo era otra cosa. Me acerqué, lo fui a saludar, lo felicité y le regalé un casete con unas cositas que yo había grabado en mi casa. Eso fue todo. Después no tuve noticias de él por mucho tiempo.
La estadía en Río de Janeiro tuvo emociones fuertes. Weather Report era la superbanda de jazz rock del momento y Jaco Pastorius, su bajista, el ídolo total de García y Aznar. A diferencia del cordial contacto con Metheny, el que Pedro tuvo con Pastorius, más que un encuentro, fue un choque. Tenía la ansiedad correspondiente al nivel de admiración. Lo adoraba: incorporó su técnica de bajo y con la obsesión y el rigor que lo caracterizan sacó hasta el más sutil de sus yeites. Los presentó un periodista argentino que estaba en el hotel.
No tuvo mejor idea que decirle: “Jaco, te presento al mejor bajista del mundo” —ríe Aznar—. Después me invitó a charlar al bar del hotel, a desayunar. Me acuerdo que pidió sopa de ajo. Como no había, pidió de tomate y le agregó ajos y también salsa tabasco. Me explicó que todas las mañanas se comía ajos crudos porque eran buenos para la salud. Y ahí nos quedamos conversando sobre comidas. Al final estuvo muy amable.
Pastorius era un personaje complejo, un estereotipo del músico preso del descontrol. Un año más tarde iba a ser expulsado de Weather Report porque se había vuelto un ser intolerable. Estaba preso de una megalomanía total. No estaba desacertado en su autoconsideración: era un genio, pero el tono que utilizaba lo volvía una caricatura. Se presentaba: “Soy Jaco, el bajista más grande del mundo”. A Aznar le espetó: “Todos me roban, ¡vos también me robás!”. Charly García contó una anécdota increíble en el libro de Sergio Marchi, No digas nada, que determina su nivel de desquicio (en pocos años él se acercaría a ese nivel). Pastorius estaba deslumbrado por la belleza de Zoca y se alojaba en el mismo piso del hotel que la pareja. Una noche golpeó la puerta en la habitación de Charly y Zoca. Cuando García abrió, no había nadie: solo dos líneas larguísimas de cocaína que conducían al cuarto del bajista. Fue la manera que tuvo Pastorius de invitar a la pareja a pasar a su habitación. Una variante del cuento infantil de Hansel y Gretel.
Amanecían los 80, la década de la cocaína. La irrupción de esa droga en la Argentina fue contundente. Es el año en que García compuso su primera gran canción cocainómana, la tristísima “Llorando en el espejo”. Se editó en el cuarto álbum de Serú Girán y ostenta el extraño privilegio de ser una canción pionera de las muchas que estarían dedicadas a la sustancia blanca a lo largo de esa década insomne.
Faltaban algunos años para que Charly se convirtiera en lo que él mismo afirma que es otra de sus invenciones: estrella del rock argentino. Aún se olía el sahumerio que Renata Schussheim había expandido por Obras. Faltaba para que el rock argentino diera el gran salto que, en un mismo paquete, definió cierta impostura moderna, renovación musical, artificio y arrogancia pop. Pero se vislumbraban atisbos de lo que vendría, en lo rítmico y en lo gestual. Grinbank cuenta que durante una cena en un hotel de Mendoza relató una vieja historia de los Rolling Stones:
Andábamos girando por Cuyo y yo ya estaba tratando de acercar a los Stones a la Argentina. No sé por qué recordé lo que una vez hicieron Jagger y Richards, que jugaron al básquet con televisores: tenían que embocarlos desde sus habitaciones en la pileta del hotel. A la mañana siguiente estábamos desayunando con David Lebón en la planta baja del hotel. David siempre andaba por la planta baja y se hospedaba en cuartos de pisos no muy altos, porque es claustrofóbico y sufre con los ascensores. Charlaba con Lebón sobre bueyes perdidos, cuando de pronto escuchamos un estruendo y vemos una tele estrellada en un jardín, al lado de la pileta. Con solo mirarnos ya supimos quién había sido. ¡Fueron los efectos de la charla de la noche anterior! Charly siempre fue muy permeable a esas cosas. Nos hicimos los boludos, realizamos el check-out con cierta celeridad y nos fuimos… Al rato nos paró en la ruta la policía. Descartamos toda la droga que llevábamos. Al pedo: ¡la cana lo único que quería es que repusiéramos la tele rota al hotel!
La figura de Charly trascendía cada vez más los límites del rock. A su vez, aparecían nuevos medios dedicados a la cultura joven. La revista Humor era un suceso editorial —en 1980 llegó a vender unos 120.000 ejemplares quincenales—, y como rebote de su éxito nació la revista Hurra. La fórmula del fenómeno Humor se sostenía en puntuales y valientes cuestionamientos a la dictadura. Casi sin publicidad, la subvencionaban los lectores con sus compras; un tipo de clase media progresista que veía en el sarcasmo de los contenidos periodísticos una tenaz acción de resistencia. El tipo de identificación del lector no era muy diferente al del fanatismo rockero: se sentía socio de un club exclusivo, con sus códigos.
Andrés Cascioli, el director, le pidió a Gloria Guerrero que se hiciera cargo de la dirección de Hurra. Guerrero era muy joven, pero tenía experiencia: había pasado por Expreso Imaginario y por Rock Superstar. La Hurra proponía debates y cubría cine, ciencia ficción y literatura, pero hacía hincapié en el rock. Cascioli quiso impactar de entrada y craneó para el primer número una nota que planteaba de un modo binario un Boca-River entre Charly García y Luis Alberto Spinetta. Charly era Boca porque, según la febril idea de Cascioli, tenía más alcance popular, y Spinetta era River porque encarnaba supuestamente una elite. Además, Spinetta estaba más identificado con River porque era hincha y por la mención al “banderín de River Plate” de la canción “El anillo del Capitán Beto”, de Invisible. Charly también simpatizaba por los Millonarios, pero no le interesaba el fútbol.
En perspectiva, la producción se anticipó a la futbolización del rock ocurrida una década más tarde, en los años 90. Y de alguna manera dejó al descubierto los diferentes planes estéticos de García y Spinetta: uno siempre quiso ser popular; el otro se deslizó por un carril contracultural que configuró un tipo de fan fundamentalista, de paladar fino. Igualmente, todo aparecía un poco tirado de los pelos. Ambos tenían demasiados puntos de contacto en cuanto a la elaboración de un rock original, sólido e inteligente. Eran especialistas en mutar sonoramente sin resignar sus temperamentos artísticos. Es cierto: Charly no tenía problemas en aparecer con cierta asiduidad en revistas de actualidad o en la televisión, al mismo tiempo que Spinetta difundía en entrevistas la filosofía de Don Juan, el brujo yaqui de Carlos Castaneda, y lograba que sus seguidores vayan a los libros a ver quién fue Antonin Artaud o Vincent van Gogh. En algunos años Spinetta se saturó del sitio místico al que sus seguidores lo habían confinado: “No soy el padre Lombardero del rock”, trató de desmarcarse.
El reduccionismo de Hurra fue una eficaz maniobra de marketing y sirvió para que los dos principales productores del momento, Alberto Ohanian —inventor del regreso de Almendra— y Daniel Grinbank —responsable del despegue de Serú Girán—pensaran en una posibilidad de recital en conjunto poco frecuente en la época: reunir a Spinetta y a Charly y sus respectivas bandas en un solo concierto. Ohanian y Grinbank buscaron la fecha, eligieron Obras y se pusieron de acuerdo, dicen, “en cinco minutos”.
Es que era un Boca-River ficticio. La relación entre Charly y Spinetta no era de amistad, pero sí de cordialidad. Lógicamente competían. Los que tenían más onda con Luis eran Pedro y David. Pero el clima fue de armonía —recuerda Grinbank—.
Yo trabajaba con los dos, con Ohanian y con Grinbank —dice Héctor Starc—. Porque yo tenía una empresita en ese momento con el Toro Martínez, que le hacía el sonido a Spinetta. Trabajaba y me peleaba con los dos. Eran bravísimos con la guita. Ohanian me decía, riéndose: “Yo soy armenio y Daniel es judío. Tanto el judío como el armenio te venden la madre… ¡Pero el armenio no te la entrega!”.
Spinetta criticó duramente a los medios que fogonearon la rivalidad:
Suponen que yo soy una especie de gurú inclaudicable y que Charly García es una especie de chancletero pernicioso. En este concierto vamos a demostrar que somos dos profesionales.155
García fue por la misma línea:
A veces a Luis le gritan cosas sobre mí en los recitales, o a Pedro, cuando toca con Jade. Y a mí me pasa otro tanto, pibes que se acercan a hablar en contra de Luis. Es como si siempre hubiera habido un mito de la competencia entre los dos. Yo lo único que quiero es que sea un recital donde toquen juntos dos tipos que se respetan mucho musicalmente, con un ambiente sencillo, no como un supershow ni nada de eso. No queremos que se cargue de expectativas. Somos dos tipos con bastante experiencia musical y vamos a juntarnos a tocar. Dos tipos igualmente apasionados con lo que hacen, que están tratando de evolucionar continuamente.
Aznar comentó que siempre le causó gracia el tema del Boca-River:
Y más a mí, que toqué muchas veces de invitado de Jade. Lo cual en algún momento creó una especie de situación de celos. Pero eran dos grupos necesarios. Cada uno a su manera. Esa cosa de que si te gusta uno no te puede gustar el otro era una tontería. Estaba mucho más impulsado por alguna prensa, por alguna crítica, que por la gente. Sí había, como siempre, una competencia que es saludable. Del tipo: “Uy, tal sacó un disco que tiene tal cosa, ¿qué vamos a hacer nosotros ahora?”. Ese tipo de competencia ha dado los mejores discos de la historia.
La competencia —si se quiere, amable— también incluía a los productores.
Ohanian y Grinbank se sacaban chispas —sigue Starc—. Me acuerdo que estábamos con el Toro cada uno con su consola, esperando que empiece el recital. De pronto llega el armenio, y para que yo escuche le dice al Toro: “Hoy les rompemos el culo a estos”. Yo le digo: “Escuchame una cosa, Turco: quedate acá para ver cómo le hacemos el orto a tu Jade…”. Era un poco en joda, pero había pica.
Uno no era un “chancletero pernicioso” y el otro tampoco un “gurú inclaudicable”, como declaró pintoresca, hermosamente Spinetta, pero las diferencias entre Serú Girán y Jade se observaban ya desde los camarines. El de Charly y su pandilla era más extrovertido, efusivo; el de Jade más sobrio. “Es que Luis se ponía muy nervioso antes de tocar —dice Starc—. El camarín de Serú, en cambio, era un quilombo”.
Fueron cuatro conciertos en tres noches. En la que inició la serie, la del viernes 13 de septiembre, el estadio Obras lució a tope. El show tenía un valor simbólico extraordinario. Era mucho más Charly y Spinetta que Serú Girán y Jade: de hecho, el comienzo fue con un tema de Invisible y otro de Sui Generis. Resultó conmovedor escuchar las voces alternadas y ensambladas de los —ya entonces— dos artistas más trascendentes del rock argentino interpretando “Que ves el cielo” y “Cuando ya me empiece a quedar solo”. Una de las canciones más fogoneras de Spinetta y un tango autoprofético de Charly fueron la puerta de entrada a un recital que empezó en la mínima expresión de dos solistas por naturaleza y que llegó a desplegar una formidable superbanda en escena. A la hora de la versión de “Cristálida”, de Pescado Rabioso, sobre el final, se agruparon como pudieron en el escenario Charly y Diego Rapoport en teclados; Spinetta, David Lebón y Gustavo Bazterrica en guitarras; Beto Satragni en bajo y Pedro Aznar alternando sintetizadores; Pomo en batería y a su lado Oscar Moro. Por ahí también estaba Juan del Barrio. El “no tengo más Dios” de la letra sonó desolador: en el momento de componerla Spinetta venía de un descenso a los infiernos, marcado por una desaforada excursión europea y por la lectura de los poetas malditos franceses. Siguieron “El mendigo en el andén” y, en un link entre Spinetta y Lebón, “Despiértate, nena”.
Primero tocó Serú Girán, que realizó su repertorio habitual basado en La grasa de las capitales, más algún tema del todavía inédito Bicicleta. Se escuchó más potente que nunca el tema “¿No te sobra una moneda?”. La frase Tengo miedo de la ley / un palazo en la nuca / y que me trague la tierra ya no pasaba inadvertida como dos años atrás: todos —público y músicos— tenían más conciencia de lo que estaba pasando en el país. Después tocó Jade, exhibiendo una belleza bien diferente a la del huracán Serú Girán. Canciones como “Dale gracias” y “Amenábar” eran delicadezas que, aún en ese marco festivo, emocionaban.
Después de los bises conjuntos, Spinetta miró a la multitud y dijo: “Sin camelos y sin demagogias, esto quiere decir que algo de unión hay”. Su relación con Charly se había reacomodado. Algunos años atrás había dicho que Sui Generis no le gustaba, que su repertorio sonaba como “canciones de María Elena Walsh”. Algunos años después, cuando le preguntaron cuál era la mejor banda de la historia del rock nacional, Spinetta no dudó: “Serú Girán”.