miércoles 12 de febrero de 2025
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Ser turista en la favela: un recorrido por los morros de la mano de sus habitantes

Este texto es ganador de la primera convocatoria de textos periodísticos de Periodismo . com y Énico.

Antes de que el COVID-19 socavara la industria turística mundial, la cantidad de visitantes que llegaba a las favelas de Río de Janeiro venía en ascenso. Los tours eran, para algunos, un riesgo innecesario, un «safari para gringos» o una forma de lucrar con la miseria.

Se dice que, a los ojos del turismo, los favelados son peces en una pecera. Y que, lejos de aportar un beneficio para las comunidades, los tours de las agencias no hacen más que reforzar estereotipos.

Sin embargo, hay excepciones. En la favela Vidigal, donde viven más de 12 mil personas, un proyecto comunitario promueve un tipo de turismo alternativo. Gestionado por guías nacidos en Vidigal, el favela experience ofrece un recorrido por la cultura local e intenta dar respuesta a los prejuicios mediante historias que hablan de sustentabilidad, arte y emprendedorismo.

¿Puede el turismo cambiar una favela? ¿Cómo se desarrolla un negocio turístico en medio de la violencia y la pobreza? ¿Qué significa caminar la favela de la mano de los lugareños?

En medio de una pandemia y ante la imposibilidad de viajar, el autor pone sus sentidos al servicio del lector para invitarlo a hacer un recorrido único. Una crónica en primera persona sobre las voces, las tragedias y las escenografías que componen los favela tours, más allá de las etiquetas. Sin omitir las contradicciones.

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Vidigal, Río de Janeiro
Un recorrido por la favela Vidigal de la mano de uno de sus habitantes

La avenida Oscar Niemeyer bordea sinuosa la zona sur de Río. A la derecha, por la ventana trasera del taxi, veo las olas balanceándose en la costa. Del otro lado, viviendas con ladrillos a la vista se amontonan en la falda de los morros. A la altura de un patrullero estacionado en una esquina, el taxi se detiene. En la entrada de Vidigal, una de las casi 900 favelas cariocas, el bullicio despabila la mañana. Agrupados bajo un toldo, los mototaxistas gritan, chiflan, hacen ademanes a cuanto turista detectan. Desde lejos se escuchan bocinazos, ladridos, motos que rugen. Un hombre robusto, 40 años, piel blanca y ojos celestes, advierte mi llegada y se presenta. Viste un sombrero para trekking, camiseta manga larga deportiva, bermuda y zapatillas de montaña. Su apariencia remite a un gringo, como apodan los cariocas a los extranjeros. Pero se trata de Russo, el guía a cargo del favela experience, un paseo de tres horas y media que promete adentrarse en la cultura de Vidigal, recorrer sus calles, a cambio de 100 reales.

«Al principio estaba asustado, pero con una adrenalina ‘linda'»

Para convertirse en guía turístico, Russo no tuvo que memorizar fechas ni dominar varios idiomas. Nacido y criado en la favela, trabajó durante 17 años en un comercio local vendiendo dulces y barriletes. Vidigal, dice, forma parte de su identidad. Es el lugar donde nació su hijo, donde chicos que atendía en su comercio y hoy son padres, compañeros de la escuela, primos y amigos, lo saludan a diario. Acá se siente feliz, igual a todos. Por eso, al ver que los guías de afuera no mostraban la favela como él creía, decidió contar su propia historia.

—Tengo los recuerdos en mi mente. Los turistas de cierta forma vuelven a los tiempos de mi infancia –adelanta el guía en portuñol.

A los ocho años, Russo fue testigo del mayor orgullo de su comunidad. Junto a los otros chicos de la cuadra, entre custodios y sacerdotes, vio pasar al Papa Juan Pablo II desde la entrada de la favela. La visita del hombre de túnica y solideo blanco se percibía como un respaldo. Para quienes vivían en Vidigal eran tiempos de resistencia e incertidumbre: se lidiaba con negociados para privatizar la playa, acusaciones de promover el comunismo, represión policial, desalojos.

En medio de tantas carencias, Russo se las ingeniaba para vivir una infancia con libertades. Vivía con sus padres y seis hermanos en una casa al lado de las matas, en la parte alta del morro. Sus vecinos solían ser familias migrantes del interior del país. Las casas eran bajas, de patios amplios, en su mayoría con estructuras de madera y rellenas con barro. En el vecindario ninguno tenía luz, agua ni cloacas. Tampoco amigos gordinhos. “Éramos magros, comíamos de todo. Catábamos frutas de las matas, jugábamos a la bola de gudi (canicas), el pião (trompo). Hoy los niños juegan más con la computadora”, me dirá Russo cuando entremos en confianza.

Pero eso será más tarde, recién empieza el recorrido. Ahora subimos por unos escalones de cemento muy angostos, que funcionan como calles internas. A ambos lados hay casas con paredes despintadas, a veces enmohecidas o a medio revocar. Algunas, más coquetas, tienen persianas de madera en las ventanas, toldos y colores pálidos. Cada tanto, un olor a caca de perro se levanta de los escalones. Russo ni se mosquea: con el paso cansino, agarra una botella de agua de su mochila y señala una fachada con rejas. Por detrás se asoma un patio angosto y una vivienda con dos puertas de aluminio.

—Aquí es la Capilla del Papa. Las personas la construyeron para recibirlo –explica agitado.

Desde adentro de una casa de puertas abiertas, una señora levanta la vista y luego vuelve hacia la tele. Las caras nuevas no parecen asombrarle. Brasileros de otros estados, italianos y yanquis, kazajos, suecos o argentinos, caminan por el mismo pasillo. Durante todas las semanas.

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Favela Vidigal
Murales en Vidigal. Turistas de todo el mundo se acercan a caminar sus calles

Viajar se ha vuelto cada vez más previsible. Atrás quedaron las odiseas de Magallanes y Elcano por aguas jamás trazadas en los mapas, o las expediciones del doctor Livingstone, tierra adentro en el África profunda. En apenas un siglo, los avances tecnológicos agotaron las ficciones alrededor de los viajes: cohetes a la Luna, Google Street View, aplicaciones que traducen en tiempo real, hasta auroras boreales en Instagram.

A priori, una excursión en la favela tampoco escapa a esa lógica spoiler. Una persona conectada a internet podría informarse sobre cómo llegar a Vidigal o qué tour le conviene contratar, si ese que promocionan las agencias con traslado en combi incluido o el que ofrece Russo, donde se fija un horario de encuentro en la entrada de la favela, luego de gestionar la reserva en su sitio web.

«La favela comercializada como atractivo turístico motiva sentimientos de aventura y deslumbramiento»

Esa misma persona, clics mediante, podría enterarse, antes de visitar Vidigal, que se aconseja llevar zapatillas cómodas y no sufrir problemas de espalda. O podría también intentar anticiparse al asombro y leer en Tripadvisor las reseñas sobre el tour de Russo.

Pero las preguntas frecuentes, las advertencias y las guías turísticas, son siempre incompletas en el plano de la experiencia, sobre todo en un territorio como las favelas. No hay reseña que prepare el paladar para tomar cachaça casera en un bar donde se sabe que sos foráneo, como le sucedió a Sara, una italiana de 30 años que hizo el tour en enero pasado. Ni consejo que diga cuánto sujetarse del mototaxista cuando se sube el morro entre curvas pronunciadas, como recuerda Bjorn, noruego, 45 años.

Algo similar sintió Federico, un argentino de 28 años que, a pesar de los prejuicios, acompañó a dos amigos al paseo por la favela. “Al principio estaba asustado, pero con una adrenalina ‘linda’. Las sensaciones eran de miedo, incertidumbre, pero al saber que iba con alguien que vivía ahí, me daba tranquilidad. Una vez adentro, no sentí rechazo, sino todo lo contrario. Me generó un sentimiento de cariño hacia el lugar”, cuenta.

El testimonio de Federico concuerda con los atributos identificados por la socióloga Bianca Freire-Medeiros en sus trabajos sobre el turismo en las favelas. Como plantea la investigadora, frente a la eficiencia y el confort del turismo masivo, los tours en lugares asociados a la pobreza y la violencia promueven el contacto cara a cara, la empatía y cierta nostalgia por lo genuino.

“Al mismo tiempo que permite el compromiso altruista y políticamente correcto –escribe Freire-Medeiros en uno de sus artículos–, la favela comercializada como atractivo turístico motiva sentimientos de aventura y deslumbramiento. Es la experiencia de lo auténtico y lo exótico, del riesgo y de lo trágico, en un único lugar”.

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Favela Vidigal
A partir de 2013, las favelas de Río de Janeiro recibieron alrededor de 42 mil visitantes por año

La visita de extranjeros a las favelas no es un fenómeno reciente. Ya a mediados del siglo pasado la prensa de Río escribía sobre los “corajosos ingleses” que paseaban por los morros. Embajadores de España y Estados Unidos registraban en sus diarios la amabilidad de los favelados, lo estrafalario de sus rituales. Y Albert Camus, fastidiado por la arrogancia de la elite carioca, huía hacia los morros de Ipanema para contemplar la bahía bajo la luna.

Sin embargo, con el impacto de la globalización, las andanzas de extranjeros en los morros empezarían a tornarse más frecuentes.

Soldados se acumulaban alrededor de los morros con una instrucción: alejar las favelas de los ojos extranjeros

Hacia junio de 1992, Río era sede de la Cumbre para la Tierra de las Naciones Unidas. Delegaciones de todas partes del mundo llegaban a la ciudad para discutir sobre medio ambiente, desarrollo, manejo de recursos naturales. La importancia del evento obligaba a las autoridades locales a revestir los descuidos de largas décadas. Para ello, un centenar de soldados se acumulaban alrededor de los morros con una instrucción precisa: alejar las favelas de los ojos extranjeros.

Lo que gobierno ignoraría en esos días es el desgaste de todo maquillaje. A la vuelta de un recorrido por el Parque Nacional de Tijuca, una comitiva pasó por el barrio San Conrado y quiso conocer Rocinha. Desde el jeep que los había trasladado al bosque, los extranjeros fotografiaron el despliegue de tanques, respiraron el contraste de la Cidade Maravilhosa, y se toparon con calles y viviendas tan improvisadas como su visita.

En los años siguientes, el paseo espontáneo tomaría forma de propuesta, hasta que en 2016, con la aprobación del ministro de Turismo local, una ley convirtió a Rocinha en atractivo oficial de Río.

Se estima que a partir de 2013 las favelas cariocas recibieron a casi 42 mil visitantes por año. De todos modos, la magnitud del número no refleja una política inclusiva. En septiembre de 2017, la empresa de turismo oficial del municipio, Riotur, fue denunciada por distribuir folletos donde las favelas no aparecían en el mapa de la ciudad: se indicaban las playas, los principales atractivos, pero de los morros apenas el relieve, ni una mención a las favelas. Una vez más, cerca de 2 millones de habitantes quedaban excluidos. Porque en la ciudad protegida por un Cristo, la costumbre del rechazo también reencarna.

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Favela Vidigal
La vida cotidiana en las favelas se mezcla con el andar de los «gringos» (turistas)

Una furgoneta blanca y ochentosa se estaciona al costado de la calle. Por el megáfono en su techo, la voz de un hombre repite ofertas hasta el hartazgo.

Uma cartela de ovos, sete reais. Dois cartelas, doze. ¡Muito barato! Quatro reais, o cartón de laranja. Dois reais o saco de maçã. ¡Promoção! ¡Promoção!

En español sería: “Un cartón de huevos, siete reales. Dos cartones, doce. ¡Muy barato! Cuatro reales el cajón de naranjas. Dos reales la bolsa de manzanas. ¡Promoción! ¡Promoción!

En las favelas, convivir con la amenaza de un disparo es la certeza de una brecha todavía latente

A pocos metros hay un supermercado, un cibercafé, salones de belleza, negocios con artesanías, parlantes donde explota el sertanejo-funk, según dicen, el ritmo del momento. Desde la puerta de un local donde se venden lavarropas usados, triciclos y otras chatarras, un señor de sesenta y pico se resigna a la paciencia. Cuatro ancianos juegan a los dados en la mesa de un bar. Tres chicas caminan abrazadas con uniforme de colegio. Las motos suben y bajan por las curvas asfaltadas, con prisa e imprudencia, siempre a los bocinazos. En el centro de Vidigal, las horas se destinan al comercio, aunque pocos compran. Lo que las sostiene es el movimiento, la vida puertas afuera, en la calle.

Mientras caminamos, Russo habla sobre algunos proyectos en la favela: el de las obras de teatro de los sábados por la noche, la escuela de boxeo que formó dos atletas para los Juegos Olímpicos o el colegio al que iba su hijo, donde la cuota se adapta a los ingresos de cada familia.

—Es importante hablar sobre la comunidad. Demostrar otra cara. Aquí hay profesionales, abogados, arquitectos, contadores. Nuestros hijos necesitan oportunidades.

¿Y a la gente de Vidigal no le molesta el turismo?

—Mucha gente no tiene conciencia de que el turismo puede mostrar otros temas, o ayudar a la comunidad con más guías locales. Hay muchas personas que tienen curiosidad por conocer una favela, pero vienen apenas para conocer el mayor atractivo local que es el Morro Dois Irmãos, porque tienen miedo.

—Russo, ¿acá hay disparos a la noche? –interrumpe un turista argentino que se había quedado atrás.

—Sí, a veces sí.

—¿Y muertes?

—Hace un mes, más o menos, la policía mató a un narco en un enfrentamiento –admite Russo, como quien lidia con los gajes del oficio.

Favela Vidigal
Vista panorámica desde los morros de Vidigal

Según el Laboratorio de Datos Fogo Cruzado, entre febrero y diciembre de 2018, período que coincide con la intervención militar de Río decretada por el expresidente Temer, la cantidad de tiroteos en los barrios de la zona metropolitana aumentó un 57 por ciento respecto del año anterior. En el caso de las favelas, convivir con la amenaza de un disparo es la certeza de una brecha todavía latente. En 2019, hubo al menos tres enfrentamientos armados por día en los lugares donde se ha instalado la policía pacificadora (UPP): Vidigal, Rocinha y Complexo de Alemão, entre otras comunidades. El ruido de los disparos irrumpe por la noche, en la tarde o de mañana; cuando la policía avanza por los pasillos en un operativo, cuando los narcos contraatacan desde las terrazas, cuando entre bandidos se ajustan las cuentas, a la vista de todos, en la puerta de un bar, frente a una casa, cerca de una escuela, demasiado cerca.

Ya en lo alto de la favela, la vegetación aflora junto a las casas. Los ruidos del comercio se disipan. De los postes de luz se desprende un desorden de cables que cruzan el cielo como telarañas, y se cuelan por los balcones, los toldos, las terrazas. Otro grupo de turistas se cruza en el trayecto. Vienen de la cima del Morro Dois Irmãos, la roca de 530 metros por la que aficionados del trekking visitan a diario la favela. Russo saluda al otro guía y le pregunta cómo está la vista desde la cumbre. Es una tarde de lloviznas pasajeras, quizás las nubes estropeen el paisaje. Una pareja colombiana aprovecha para mostrarme las fotos que sacaron con el celular. El alemán a su lado sonríe. El guía, unos diez o 15 años más joven que Russo, explica que hay que tener paciencia, que con el viento se despeja un poco, y luego se despide con burlas sobre los porteños: el acento cuando decimos “Yo”, el ego exacerbado; un clásico por estas latitudes.

12 millones viven en favelas en Brasil: tantos habitantes como en Bélgica o Bolivia

¿Ese guía que saludamos trabaja con vos? –le pregunto a Russo un rato después.

—No, es un guía outside de Vidigal. Hace solamente trekking. Puede hablar de Vidigal pero no vive acá. Saca la historia de internet.

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Favela Vidigal
Las manifestaciones artísticas son parte del paisaje de la favela

El origen de las favelas se remonta a fines del siglo XIX, en Canudos, Bahía, al noreste de Brasil. Sobre la aridez de esas tierras labradas por campesinos y sudadas por esclavos, un brote de rebeldía alteró a la República incipiente: liderados por un sacerdote peregrino conocido como Antonio Conselheiro, un grupo de sertones –gentilicio del nordeste brasilero– se negó al pago de impuestos. En Canudos, decían, no habría ley del Estado que valga. Allí las tierras serían de todos, sólo a Dios le rendirían cuentas.

Por supuesto que el gobierno no toleró el separatismo. Envió soldados de todas las regiones de Brasil, cañones y ametralladoras. Canudos pagaría con sangre el precio de invocar una utopía: ardió sobre cabezas degolladas. Violaron a sus mujeres. Traficaron a sus niños. Culminó en una masacre.

Al regreso de la guerra, los soldados exigieron una paga prometida. Pero el Estado ignoraría aquellas deudas, ya no había rebelión que lo amenace. Entonces viajaron hasta Río, en esos años capital de la República. Con permiso del Ministerio de Guerra, los veteranos acamparon sobre el Morro Providência, cerca del puerto y del palacio de gobierno; desde ahí continuarían su reclamo. Poco a poco el morro consoló su desamparo: construyeron casas de adobe, una capilla; luego llegarían más migrantes. Lo bautizaron como el Morro da Favela. Dicen algunos historiadores, por la planta que colmaba el territorio, parecida a la faveleira, esa que habitaba la caatinga del noreste. Para otros, fue una forma de adoptar el mito ajeno: con ese mismo nombre, llamaban los sertones al monte desde el que menguaron en el avance de las tropas. Todo un ícono de resistencia.

Aferrados al positivismo de principios de siglo XX, funcionarios estatales, empresarios, miembros del Rotary Club y la prensa local impulsarían una campaña contra la “infección avasallante de los morros”. Muchas serían las formas de estigmatizar a las favelas: territorio de desorden insalubre, usurpación del patrimonio nacional, el reducto miserable de mendigos, malandros y mujeres sin familia; una “lepra de la estética”.

Recién en 1937 el Código de obras de Río reconocería la existencia de las favelas, aunque sólo para prohibir su desarrollo. Y una década después, la Prefectura local encargaría un censo. De acuerdo con el diagnóstico, publicado en 1949, alrededor de 280 mil personas, por entonces el 7 por ciento de los habitantes del distrito, vivían bajo los techos de hojalata del imparable fenómeno urbano. En los años posteriores la población iría en aumento: 335 mil favelados hacia 1960; casi un 40 por ciento más para la década siguiente.

El crecimiento demográfico de las favelas atravesó gobiernos conservadores, dictaduras y democracias populares. Tal vez el modo más palpable de evaluar las respuestas del Estado, sus alcances y continuidad a largo plazo, sean los registros del presente: cerca de 2 millones de personas viven hoy en una favela carioca; 12 millones en todo el país, según datos del último censo del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE). Tantos habitantes como los hay en Bélgica o Bolivia.

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Favela Vidigal
Paulinho, uno de los cuidadores del Parque Ecológico de Vidigal

—Parece que no pero las plantas son como la gente. Tienen sentimientos –dice Paulinho, uno de los cuidadores del parque ecológico de Vidigal.

Paulinho tiene 59 años, la voz ronca y tez morena. Al paso lento de sus ojotas, nos guía junto a Russo por un jardín en el centro del parque, cercado por ligustrinas y árboles de copa inmensa. Donde se mire en este oasis, la astucia del hombre se ha adecuado entre las matas: hay mesas construidas con los aros de la rueda de una bicicleta, inodoros que albergan plantas de pimienta, hasta un sendero hecho de neumáticos reciclados, acomodados en hilera y cubiertos con cemento.

Entre todos removieron 16 toneladas de basura en seis años

—Aquí está el café. Aquí tienen lima. Aquí es la plantación de cacao.

Pero el parque ecológico de Vidigal no siempre ha sido un oasis frecuentado por turistas. Hace más de una década, en este jardín a media altura de la favela, la basura se acumulaba de a montones. Había heladeras putrefactas, colchones descompuestos, neumáticos, botellas, incluso cadáveres de perro. Los restos de desidia se impregnaban en la tierra. Los pulmones respiraban la inmundicia.

Con la ayuda de un amigo, Paulinho, que por entonces trabajaba en la garita de limpieza del morro, empezó a lipoaspirar las tierras, como aquí recuerdan al proceso. Los trabajos eran arduos: separaban la basura con sus propias manos, recolectaban y después plantaban. En la favela los llamaban locos. Se decía que perdían el tiempo, o que en realidad lo hacían para quedarse con los terrenos. Pero Paulinho y su amigo sólo querían un lugar limpio, un refugio donde sentarse a tomar caipiriña y contemplar el mar desde lo alto. Al darse cuenta de sus intenciones, los moradores se sumaron a la causa. Entre todos, a través de un mutirão –método de trabajo comunitario–, removieron 16 toneladas de basura en un plazo de seis años.

Vidigal, Río de Janeiro
A través del trabajo comunitario, lograron limpiar y recuperar la zona para el cultivo

Cuenta Paulinho que el proyecto no sólo transformó al lugar, sino también a los moradores. Hoy, adultos y pequeños pueden comer frutas de la huerta. Se les enseña a reciclar, a construir artesanías, a plantar en su propia casa.

—Sería bueno que cuando ustedes se vayan de aquí y miren sus fotos, digan: ‘Plantemos, cuidemos la naturaleza’ –alienta Russo.

Paulinho asiente con la cabeza. Luego explica que aunque el ecoparque es un proyecto reconocido, todavía no resulta sustentable. A veces los vecinos colaboran o compran alguna cosa, pero por cuidarlo no gana un centavo y mantenerlo se hace muy difícil.

—¿Y el Estado no los ayuda?

—El gobierno no quiere ayudar nada. No tiene interés.

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Favela Vidigal
Dos hombres trabajan en la construcción de un bar en Vidigal

Parados sobre un andamio, dos albañiles colocan la mampostería de un paredón de tres metros. Desde adentro del edificio resuena una motosierra, y cada tanto algún martillazo. Cuando las obras terminen, allí habrá un bar con vista lujosa: funk, samba y cervezas, a espaldas de hoteles cinco estrellas y rascacielos; el mar y la playa de fondo. Para los moradores de Vidigal no será el primero. A partir de la instalación de la Unidad Policial Pacificadora (UPP) en 2012, la favela alteró su fisionomía. La aparente tregua entre bandos narco –en guerra por el monopolio desde 2004– inspiró inversiones y nuevos residentes, muchos de ellos extranjeros. Casas donde vivían familias fueron convertidas en restaurantes, en hoteles, en clubes nocturnos, con fiestas frecuentadas por la playboizada: gente de Leblón e Ipanema, los barrios pudientes de Zona Sur; también turistas. Todo este proceso encareció el costo de vida. Propiedades que valían 30 mil o 40 mil reales, cotizaron en 100 mil. Los alquileres subieron, e inquilinos de varios años, atorados económicamente, tuvieron que irse hacia la periferia. En la jerga local, se lo llamó remoção branca. O como dice la sociología, gentrificación.

«El 70% de lo que generamos queda dentro de la comunidad y dividido entre la máxima cantidad de gente»

Fue en esos años que llegó Adam a la favela. Nacido en Colorado, Estados Unidos, aterrizó en Río de Janeiro en 2012, sin pasaje de vuelta. Latinoamérica lo fascinaba. Como estudiante de Desarrollo de Negocios en la Universidad Estatal de Arizona, había hecho intercambios en Perú y Argentina, cuatro meses en cada país, pero no conocía Brasil. A los 23 años y recién graduado, lo creyó el lugar para encontrar oportunidades. Primero trabajó en un hostel en Santa Teresa, un barrio bohemio conocido por sus artistas. Lo aprendido en la escuela de negocios le sería útil para su estadía. Al poco tiempo cofundó una red de hospedaje en casas particulares –bed & breakfast–, también en Santa Teresa, y luego trasladó esa idea a Rocinha, la favela más grande de Río.

Pronto comenzó a pensar en nuevas formas de sostener su negocio. El destino cruzó a Adam con Rodrigo, un uruguayo que acababa de dejar su trabajo como director de mantenimiento en un hospital de Montevideo. Juntos dieron con una ONG de Vidigal, que funcionaba en un edificio que se caía a pedazos. Adam y Rodrigo no tenían dinero para invertir, pero sí buenas ideas. Propusieron hacerse cargo de una parte de la propiedad. Refaccionarla, alquilar los cuartos y compartir un porcentaje de ingresos, hasta que pudieran generar un monto fijo que cubriese las necesidades mensuales de la ONG.

Arrancaron con paciencia, trabajando duro. Usaron materiales reciclados, colocaron tejas; se prepararon para recibir 25 huéspedes. En diciembre de 2014, inauguraron el hostel Nova Era. Desde entonces, más de 4 mil viajeros de todas partes del mundo han dormido en sus habitaciones.

—El 70 por ciento de todo lo que generamos debe quedar dentro de la comunidad y dividido entre la máxima cantidad de gente, organizaciones y emprendedores posibles –explica en español con acento gringo Adam, de ojos celestes y pelo rubio cortito.

Favela Vidigal
Una vista desde el hostel Favela Experience

Lo que empezó como un albergue sencillo, con el tiempo incluyó un bar, un espacio de coworking y recientemente, un programa de incubación social donde los moradores con algún proyecto –producción de cerveza artesanal, clases de capoeira, guías turísticas en el caso de Russo– reciben capacitaciones en marketing digital, inglés y herramientas financieras.

En la planta baja del edificio hay un patio interno con paredes con graffitis, macetas, sillas y un metegol de madera restaurada en el que Brasil se bate a duelo contra Argentina. Adelante tiene su oficina la ONG. Al fondo, una escalera conduce al hostel.

En el piso de arriba, por un pasillo abierto y estrecho, se llega a las habitaciones compartidas, para tres o cuatro personas. También hay suites individuales con vista al mar, baño privado y cama dos plazas. Una noche allí cuesta alrededor de 150 reales (30 dólares), cinco veces menos que en el Sheraton ubicado a 450 metros, casi al pie de la favela, sobre la avenida Oscar Niemeyer.

Quienes se hospedan en el Nova Era remarcan el espíritu amigable y cooperativo del lugar. Muchos reconocen haber llegado con temores, pero luego sentirse más seguros en Vidigal que en Ipanema o Copacabana. Otros, ponderan el paisaje costero desde las alturas a un precio accesible. Incluso abundan las anécdotas de viajeros que llegaron por unos días y se quedaron meses, como esa pareja de chilenos que se encariñó tanto con el hostel que se sumó al staff durante un tiempo, o la mochilera colombiana que ahora pinta un mural a cambio de hospedaje, y que en un rato me contará que lo mejor de su estadía es que “aquí son personas sencillas. Todo muy bonito. Con mucha cultura y menos ciudad”.

Favela Experience
Metegol. Juego de fútbol en el hostel de la favela

Dice Adam –sin perder de vista la cantidad de gente en la recepción– que el hostel apunta a quebrar estereotipos, a mostrar las “características culturales interesantes y diferentes” de los favelados, y no su pobreza. Lo más difícil, advierte, es ganarse el apoyo de la comunidad, demostrarles que la idea busca beneficiarlos y que el turismo es “simplemente una coincidencia”.

Una noche allí cuesta alrededor de 30 dólares, cinco veces menos que en el Sheraton ubicado a 450 metros

—Son años de subir y bajar a la calle todos los días. Hablar con la gente, abrazarlos. Si no tengo relaciones de calidad con ellos es imposible que el negocio funcione. Tal vez vaya a funcionar un año, dos años. Pero de aquí a 20 o 30 años no va a haber nada.

Minutos después del mediodía, Adam se aleja para responder una consulta. Lo encontraré más tarde en la plata baja, preocupado por un corte en la conexión de internet. Me dirá que en la favela hay dificultades con cualquier servicio, que llamó tres veces para reclamar, pero que el proveedor no viene a resolverlo.

—¡En Brasil hay tantos monopolios! Y trabajan entre ellos para mantener el precio alto y la calidad baja, entonces el consumidor no tiene opción. En Estados Unidos si tratan mal a los clientes, se van para otra empresa –se queja.

Adam parece inquieto y no quiero molestarlo. Cada dos por tres alguien lo llama para asesorar un huésped, consultarle sobre un check in, recomendar un atractivo de la favela. Al ver que le hago señas para saludarlo, interrumpe su trabajo y me acompaña hacia la puerta.

—¿Y cuánto tiempo te vas a quedar en Río?

Dos días más.

—Entonces tienes que venir a conocer Rocinha. Tenemos un guía que es muy bueno –dice Adam mientras me despide. Porque claro, para que el negocio funcione, por sobre todas las cosas, se necesita atraer turistas.

Datos útiles

Favela tour por Vidigal

Localización Google Maps

Lugar de encuentro: en la entrada de la favela ubicada entre las avenidas Presidente João Goulart y Oscar Niemeyer, junto a la Placinha de Vidigal, Río de Janeiro.

Cómo llegar: se recomienda tomar un taxi o una van hasta la Placinha de Vidigal.

El tour tiene una frecuencia diaria y con horarios a convenir. El guía habla inglés y español. Dura alrededor de 3 horas y cuesta 100 reales. No incluye bebidas ni comidas.

Los recorridos por las favelas Vidigal y Rocinha son gestionados por Favela Experience, un emprendimiento turístico con impacto social que conecta a residentes, organizaciones y servicios de las favelas.

Sitio web: www.favelaexperience.com/

Contacto: tours@favelaexperience.com

 

Nova Era Coliving & Coworking

Rua Major Toja Martinez Filho (conocida localmente como «Rua 3»), 128A.

Vidigal, Río de Janeiro

Contacto: Facebook, Instagram y TripAdvisor

Jerónimo Liñán
Jerónimo Liñán
Jerónimo Liñán es periodista. Trabaja como redactor de contenidos y community manager. Fue productor de radio y de televisión en FM Late 93.1 y Canal 26, respectivamente. Publicó sus crónicas en revistas y portales digitales como Revista Brando y Cosecha Roja, entre otros. Estudia la carrera de Ciencias de la Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires.