miércoles 24 de abril de 2024
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«Free Play», de Stephen Nachmanovitch

¿Cómo se aprende a improvisar? ¿O, en todo caso, cómo se aprende cualquier arte? ¿O cualquier cosa? Es una contradicción, un oxímoron. Vaya y dígale a alguien: “¡Sé espontáneo!”. O trate de que alguien se lo diga a usted. Nos sometemos a maestros de música, de baile o de taller literario que pueden criticar o sugerir. Pero por debajo de todo eso lo que realmente nos piden es que ‘seamos espontáneos’, que “seamos creativos”. Y eso, por supuesto, es más fácil decirlo que hacerlo.

¿Cómo se aprende a improvisar? La única respuesta es otra pregunta: ¿qué nos lo impide? La creación espontánea surge de lo más profundo de nuestro ser. Lo que tenemos que expresar ya está con nosotros, es nosotros, de manera que la obra de la creatividad no es cuestión de hacer venir el material sino de desbloquear los obstáculos para su flujo natural.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 1 – El poder de los límites

Se generan nuevos órganos de percepción como resultado de la necesidad.
Por lo tanto, hombre, incrementa tu necesidad para aumentar tu percepción.
Jallaludin Rumi ([1260] 1981)

Las primeras grandes obras de arte que conocemos, las pinturas de las cuevas paleolíticas de Altamira y Lascaux, usaron brillantemente las superficies tridimensionales que les ofrecía la situación creativa. La postura y las actitudes de los animales eran sugeridas, hasta obligadas, por los saliencias, pliegues, bordes y texturas irregulares de las paredes de piedra donde se realizaron. Parte del poder de estas pinturas reside en la forma en que los pintores pudieron crear una adaptación mutua entre las formas de su imaginación espiritual y las formas de la roca dura.

En su encantadora novela A High Wind in Jamaica, Richard Hughes describe a un grupo de niños que fueron raptados por piratas en altamar y están presos en la cabina del barco. Una niñita está tendida allí, mirando la veta de la madera del revestimiento en la pared cercana. Ve toda clase de formas y rostros en las vetas, y comienza a dibujarlos con lápiz. Aparece toda una escena fantástica.

Todos hemos hecho estos garabatos: proyectar formas en algo, luego fijar y limpiar los contornos para que la materia prima realmente parezca lo que imaginamos que es. Así nuestras fantasías internas se hacen objetivas y reales.

Cuando la niña completa la gestalt de la veta de la madera, hay un encuentro entre los dibujos que presentan las ondulaciones aparentemente azarosas de la veta, que están fuera de la niña, y los dibujos que da la naturaleza interna de la niña. La veta de la madera (o el árbol, o la roca, o la nube) extrae, saca del interior de la niña algo relacionado con cosas que ella conoce, pero es algo más, o algo diferente de lo que conoce, porque ella está a la vez asimilando el dibujo exterior a sus deseos y acomodándose ella misma al dibujo exterior.1 Este es el eterno diálogo entre el hacer y el sentir.

Aquí podemos ver por qué en el proceso de realizar el trabajo artístico somos capaces de generar estas absolutas sorpresas. El artista tiene su entrenamiento, su estilo, sus hábitos, su personalidad, que podrían ser agradables e interesantes pero que de todos modos son algo fijo y predecible. Sin embargo, cuando tiene que combinar el dibujo externo con el que lleva dentro de su propio organismo, el cruce o matrimonio de dos dibujos se convierte en algo nunca visto antes, que de todos modos es un producto natural de la naturaleza original del artista. Un moiré, un cruce o matrimonio de dos dibujos, se convierte en un tercer dibujo con vida propia. Hasta los moirés simples hechos con líneas rectas parecen tener vida, como las huellas digitales o las rayas del tigre.

En el I Ching, la limitación se simboliza con los nudos del tallo de bambú, los límites que dan forma al trabajo artístico y a la vida. Los límites son reglas del juego a las que accedemos voluntariamente, o bien circunstancias más allá de nuestro control que exigen adaptación. Usamos los límites del cuerpo, del instrumento, de las formas convencionales y de las nuevas formas que nosotros mismos inventamos, así como los límites de nuestros colaboradores, del público, del lugar en que tocamos y de los recursos de que disponemos. Están los límites del fracaso (que no haya suficiente dinero, o espacio suficiente, o alimento receptivo suficiente); están los límites del éxito (que no haya tiempo suficiente; uno está encerrado en su propia imagen y por las expectativas de los otros).

A menudo se puede hacer mejor arte con bajo presupuesto que con alto. Por cierto, no recomiendo la pobreza. Se necesitan los materiales para crear, y no hay evidencias de que alimentarse bien o ser capaz de disfrutar de la vida dañen el proceso creativo. Pero la necesidad nos obliga a improvisar con el material que tenemos a mano, acudiendo a recursos e inventiva que no serían posibles para alguien que pudiera comprar soluciones prefabricadas.

A menudo, si no siempre, los artistas trabajan con herramientas tramposas y materiales difíciles de manejar, con sus caprichos, resistencias, inercias e irritaciones inherentes. A veces maldecimos los límites, pero sin ellos el arte es imposible. Nos proporcionan algo con que trabajar, y algo contra lo cual trabajar. Al practicar nuestro oficio nos sometemos, en gran medida, a dejar que los materiales dicten el diseño. La viscosidad de la pintura, la fuerza de la tensión y los tonos como aullidos de las cuerdas del violín, el yo de cada uno de los actores… todas las flaquezas y limitaciones pueden verse como la disciplina que evoca la creatividad. El lenguaje mismo es un medio rico en obstáculos y resistencias, como escribe T. S. Eliot:

Las palabras se esfuerzan,
se resquebrajan y a veces se rompen, bajo la carga,
bajo la tensión, resbalan, se deslizan, sucumben,
se pudren con la imprecisión, no se quedan en su lugar,
no se quedan quietas. Hay voces que chillan
regañan, se burlan, o simplemente parlotean,
y siempre las atacan.

(“Burnt Norton”, [1941] 1952)

Paradójicamente, con este estallido de frustración ante la inadecuación de las palabras limitadas y limitadoras, T. S. Eliot nos lleva a una conciencia visceral de la belleza y la elasticidad del lenguaje.

Hasta James Joyce, que agrandó y rearticuló mucho los límites del lenguaje para realizar los grandes designios de Finnegans Wake, adhirió a reglas más estrictas, más profundas, a las reglas del tiempo de los sueños, a las reglas de los mitos, a las reglas del ritmo.

La voz de la musa se realiza dentro de los límites del cuerpo y a través de ellos. Mírese la mano. Dela vuelta. Extiéndala. Señálela. Golpéela. Para un músico, de todas las estructuras que nos impone su disciplina, la más ubicua y maravillosa es la mano humana. Comenzando por el hecho de que tiene cinco dígitos y no seis o cuatro, la mano predispone a nuestro trabajo hacia conformaciones particulares porque es en sí misma una forma. El tipo de música que usted toca en el violín o en el piano, el tipo de pintura que sale de su manejo del pincel, la cerámica que hace girar en la rueda, están íntimamente influidas por la forma de sus manos, por la forma en que las mueve, por sus resistencias. Nuevamente, la estructura de la mano no es “cualquier cosa”; los dedos tienen ciertas relaciones características, ciertos campos de movimiento relativo, ciertas clases de cruces, rotaciones, saltos, deslices, presiones, movimientos de liberación que guían la música para que salga de cierta manera. El buen trabajo usa esos patrones e instintivamente se mueve entre ellos y sale hacia afuera a medida que encontramos combinaciones siempre nuevas. La forma y el tamaño de la mano humana aportan leyes poderosas aunque sutiles a todas las formas del arte, la artesanía, el trabajo mecánico, y también a nuestras ideas y sentimientos. Hay un continuo diálogo entre mano e instrumento, mano y cultura. El trabajo artístico no se piensa en la conciencia para luego, como fase aparte, ejecutarse con la mano. La mano nos sorprende, crea y resuelve problemas propios. A menudo los enigmas que desconciertan a nuestro cerebro se manejan con facilidad, inconscientemente, con la mano.

En las artes atléticas de la danza y el teatro vemos este poder de todo el cuerpo, en todo el cuerpo, que es el motivo, el instrumento, el campo y la obra artística misma.

Como en el caso del cuerpo, muchas reglas y límites nos los manda Dios, porque son inherentes no a los estilos o a las convenciones sociales sino al medio artístico mismo: la física del sonido, del dolor, de la gravedad y del movimiento. Estas leyes naturales se tornan fundamentales en cada arte, invariables a través de las diferencias de cultura y tiempo histórico.

Otras reglas no se construyen en la vida misma, sino que son las reglas de las formas convencionales o no convencionales, que voluntariamente elegimos seguir. Podemos ponernos a improvisar dentro de cierta escala, modo o ritmo, o en relación con una melodía que conocemos; podemos decidir improvisar solo con ciertos tipos de forma, pintar solo con triángulos durante un tiempo, bailar solo en el suelo, o solo en trapecios. Es un tipo de juego que el artista practica incesantemente, viviendo según un contrato que hace consigo mismo. En su juventud Picasso abrió grandes territorios nuevos en el arte reduciéndose a lo que se podía hacer con variantes del color azul.

La estructura enciende la espontaneidad. Un solo toque de una forma arbitraria puede introducirse en una improvisación para evitar que se salga de su curso, o actúe como catalizadora, como en el semillado de un cristal. No es necesario que las reglas dicten la forma de la pieza, aunque pueden hacerlo. Simplemente a veces prestan una situación definida, que puede provocar una reacción definida, aunque impredecible, en el artista. Ron Fein, un estupendo pianista y compositor con quien he colaborado en muchos proyectos, sugirió un día que lleváramos a una grabación una enorme pila de revistas, libros de arte y otros materiales visuales para usar como “partituras” en nuestras improvisaciones en violín y piano. Una imagen provocaba un modo, o su opuesto. La sombra oblicua de un automóvil provocaba una escala descendente especial que se nos pegaría como un motif, y nos arrojábamos ese motif como una pelota del violín al piano. Una imagen totalmente ridícula, por ejemplo un aviso de spray para el cabello, provocaba una música sublime y deliciosa. Un magnífico cuadro de Matisse o de Remedios Varo provocaba una música totalmente insípida que pronto eliminaríamos al hacer el editing. El resultado más feliz llegó cuando desplegamos un plano de Los Ángeles. Ron tocaba las calles mientras yo tocaba las autopistas. Lo que resultó fue un presto frenético, pujante, densamente organizado, de dimensiones sorprendentes a pesar del hecho de que las calles de Los Ángeles en realidad siempre están atascadas, caóticas, y generalmente se aproximan a un estado de parálisis total.

Una regla útil que he descubierto es que en general con dos reglas basta y sobra. Si tenemos una regla relacionada con la armonía y otra con el ritmo, o una regla relacionada con el modo y otra con el uso del silencio, no necesitamos nada más. El inconsciente ya tiene infinitos repertorios de estructuras; solo necesita una pequeña estructura externa para cristalizarse. Podemos dejar fluir libremente la imaginación por el territorio marcado con ese par de reglas, confiando en que la pieza se armará como entidad definida y no como peregrinación.

Los límites dan intensidad. Cuando jugamos en el temenos, definido por las reglas que nosotros mismos hemos elegido, vemos que la fuerza contenida se amplifica. El compromiso con una serie de reglas (un entretenimiento) libera el juego, que así logra alcanzar una profundidad y un vigor de otro modo imposibles. Igor Stravinsky (1942) escribe: “Cuantas más contenciones se ponen, más libera uno a su ser de las cadenas que traban el espíritu… y la arbitrariedad sirve solo para obtener precisión de ejecución”.

Trabajar dentro de los límites del medio nos obliga a cambiar nuestros propios límites. La improvisación no consiste en romper las formas y las limitaciones solo para ser “libre”, sino en usarlas como la forma precisa de trascendernos. Si la forma se aplica mecánicamente, por cierto puede dar como resultado una obra convencional, si no pedante. Pero la forma bien usada puede convertirse en el vehículo mismo de la libertad, para descubrir las sorpresas creativas que liberan la mente-enjuego. El poeta Wendell Berry (1983) escribe:

Hay, según parece, dos musas: la Musa de la Inspiración, que nos da visiones y deseos inarticulados, y la Musa de la Realización, que vuelve una y otra vez para decir: “Es aún más difícil de lo que pensabas”. Esta es la musa de la forma… Puede ser, entonces, que la forma nos sirva mejor cuando actúa como obstrucción, para desconcertarnos y desviar el curso que pensábamos seguir. Puede ser que cuando ya no sepamos qué hacer hayamos llegado a nuestro verdadero trabajo, y que cuando ya no sepamos adónde ir hayamos comenzado el verdadero viaje. La mente que no se desconcierta no se está empleando. El arroyo que encuentra un obstáculo es el que canta.

(“Poetry and Marriage”)

Si ciertos valores están constreñidos dentro de límites estrechos, otros son libres de variar más intensamente. Por ejemplo, los cuartetos de cuerda, los solos y otras formas limitadas pueden lograr mayor intensidad emocional que las sinfonías, y la fotografía en blanco y negro mayor poder que la de color. En las ragas, o en las ejecuciones de solos de jazz, los sonidos se limitan a una esfera restringida, dentro de la cual se abre una gama gigantesca de invención. Si uno tiene todos los colores disponibles, a veces es demasiado libre. Si se constriñe una dimensión, el juego se hace más libre en otras dimensiones.

Una práctica que me resultó efectiva fue lanzar piezas improvisadas completas que duraban sesenta segundos o menos, cada una con un claro principio, desarrollo y fin. Este es un entretenimiento especialmente eficaz en improvisaciones de grupo con amigos. Estas piezas cortas presentan una limitación en una dimensión, permitiendo libertad total en otras dimensiones. Por suerte no hay requisitos intimidatorios para crear grandes obras artísticas. Sin embargo, los resultados pueden ser sorprendentemente poderosos en apenas cuarenta o cincuenta segundos. Anton Webern, uno de los compositores esenciales de este siglo, escribió muchas piezas de esta longitud; se han convertido en modelos de claridad y profundidad para los compositores desde entonces.

En un espacio de juego confinado, el juego se hace más rico y más sutil. Rara vez se nos enseña a adecuar nuestra producción al contexto y a la amplitud de banda de la herramienta que tenemos en las manos. A los músicos clásicos se les enseña a producir grandes sonidos para llenar las grandes salas de concierto; los de rock usan amplificadores aun en salas pequeñas como si se tratara de un estadio lleno. Pero en una sala más pequeña, con un público más pequeño, o en una grabación, se puede tocar sutilmente, respirando apenas sobre las cuerdas, logrando mayor extensión dinámica entre lo más bajo y lo más alto. Algunas personas que hablan en público gritan ante el micrófono como si tuvieran que llenar la sala con la sola fuerza de sus pulmones. Otros saben que pueden susurrar ante el micrófono y dejar que el trabajo lo haga el amplificador. Pueden enfatizar un punto no hablando más fuerte, sino hablando más bajo y en forma más íntima, sutil, sugestiva. Las palabras susurradas pueden tener un efecto devastadoramente eficaz. Precisamente, las dificultades provocadas por un campo de juego limitado, o por circunstancias frustrantes, a menudo encienden las sorpresas esenciales que más tarde contemplamos como creatividad.

Hay una palabra francesa, bricolage, que significa arreglárselas con el material que uno tiene a mano: un bricoleur es una especie de hombre orquesta o persona hábil con sus manos que puede reparar cualquier cosa. En las películas populares, el poder del bricolage se simboliza a través del héroe lleno de recursos que salva al mundo con un cortaplumas del ejército suizo y un par de trucos inteligentes. El bricoleur es el artista de los límites.

Hacen bricolage los niños pequeños, que incorporan cualquier cosa a su juego, cualquier material que encuentran en el suelo, cualquier información que oyeron durante el desayuno. Los sueños y los mitos funcionan de la misma manera; cuando soñamos tomamos cualquier cosa que haya sucedido ese día, fragmentos, hilachas de material y de acontecimientos, y los transformamos en un profundo simbolismo de nuestra mitología personal.

Estos actos mágicos de creación son análogos a sacar un montón de conejos de un pequeño sombrero. Como en la forma más grande de magia que se conoce, el crecimiento y la evolución orgánicos, la salida es más grande que la entrada. Hay una ganancia neta de información, complejidad y riqueza. Bricolage implica lo que los matemáticos gustan llamar “elegancia”, es decir, una economía tal de enunciación que una sola línea de pensamiento tiene grandes implicancias y resultados. En la misma vena Beethoven, escribiendo sobre su compositor favorito, Händel, sentía que la medida de la música es “producir grandes resultados con medios escasos”.

Beethoven creó su propia música, en extraordinaria proporción, solo a partir de escalas. Solemos pensar que las escalas son el elemento más primario y aburrido de la música. Pero en manos de Beethoven una escala nunca es solo una escala. Es todo un fenómeno natural hacia sí misma, como una bandada de pájaros o una cadena de montañas. Cada nota es personal, asume un peso individual, y también un equilibrio, textura y color en relación con las demás, tal como solo se da en los organismos vivos: un contexto dentro de otro contexto, siempre cambiante, sensual.

Antonio Stradivari fabricó algunos de sus más hermosos violines con madera de una pila de remos rotos, convertidos en leña por el agua, que encontró un día en los muelles de Venecia. Como el David que se ocultaba en el tosco bloque de mármol de Miguel Ángel, o los profetas y las sibilas que se ocultaban tras el vacío de las paredes húmedas, recién preparadas para los frescos, en la imaginación de Stradivari la forma del violín terminado estaba tangiblemente presente en los pedazos de madera sin pulir.

De la misma manera, para la imaginación de un niño una ramita es un hombre, un puente, un telescopio. Esta transmutación a través de la visión creativa es la realización concreta, cotidiana, de la alquimia. En el bricolage tomamos en nuestras manos los materiales comunes y los convertimos en una materia viva nueva: el “oro verde” de los alquimistas. La base de la transformación es la mente-en-juego, que no tiene nada que ganar y nada que perder, que trabaja y juega dentro de los límites y resistencias de las herramientas que tenemos en las manos.

Una de las ilusiones que nuestro flautista debe dejar a un lado del camino es que la maravilla de la música del maestro tenga que ver con la nueva flauta, o con el método para tocarla. No es la flauta. A veces pensamos: “Si solo tuviera un gran instrumento, un Stradivarius, una supercomputadora con grandes gráficos, un estudio de escultura perfectamente equipado… haría cualquier cosa”. Pero un artista puede tomar el más humilde instrumento y hacer cualquier cosa con él también. La actitud artística, que siempre implica una saludable dosis de bricolage, nos libera para que veamos las posibilidades que se nos presentan; entonces podemos tomar un instrumento común y convertirlo en extraordinario.

Free Play
La improvisación en la vida y en el arte.
Publicada por: Paidós
Fecha de publicación: 08/03/2020
Edición: 1a
ISBN: 978-950-12-9937-3
Disponible en: Libro de bolsillo
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