martes 19 de marzo de 2024
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Antes de que sea demasiado tarde

“Me imagino que vas a escribir sobre Sergio Massa”, me dijo el editor de Periodismo.com, con quien suelo coincidir en general sobre los temas que merecen un lugar en este blog. Sin embargo, esta vez le dije que no. Que necesitaba escribir sobre Lucas Vega. Massa y sus medidas tendrán kilómetros de tinta (y pixels). A Lucas, probablemente, los medios de comunicación lo olviden pronto.

Lucas tenía 13 años y vivía en el barrio Emaús de Rosario (en lo que se suele llamar “Fisherton pobre”, porque está ubicado muy cerca del tradicional barrio de familias de clase media y alta). En la noche del lunes, aprovechando que el martes no tenía clases, estaba junto a su hermano Javier, de 15 años, y otros amigos en la esquina de Génova y González del Solar, un punto de encuentro habitual de los pibes, cerca de su casa. A las 22:15 desde un auto blanco les dispararon unas veinte veces. Lucas recibió un tiro en el pecho y murió al llegar al hospital Eva Perón. Su hermano Javier y otros dos chicos, Fabricio y Dilan, también fueron heridos por las balas.

El suceso es tan terrible como inexplicable. ¿Una pelea entre bandas donde los chicos quedaron en el medio? ¿Una agresión deliberada? ¿Una vendetta entre grupos rivales? Todavía no hay respuestas de las autoridades. Lo cierto es que fue un hecho horroroso, pero reiterado. Hace unos días una mujer que esperaba un colectivo murió en un ataque similar y su hija está internada luchando por su vida. Y anoche hubo otras dos personas asesinadas a balazos: Zoe Romero de 15 años y Julio Sosa de 59.

En lo que va del año diecinueve menores fueron asesinados en Rosario. La dirigencia política nacional guarda sobre estos hechos un silencio irresponsable y suicida.

Cuando me enteré de esta nueva muerte absurda en mi ciudad natal no pude evitar pensar en qué hacía yo a los 13 años. Como Lucas, a esa edad jugaba en las inferiores de Rosario Central. Como él, iba a la escuela y me reunía con amigos en la plaza López o en el club El Tala. Como él, tenía sueños. La diferencia es que por entonces la posibilidad de morir acribillado era inimaginable.

Recuerdo que la puerta de mi casa en el barrio República de la Sexta estaba siempre abierta. Se abría desde afuera con un simple movimiento del picaporte, cualquiera podía hacerlo y entrar, sólo se cerraba con llave por la noche. Hasta había unas campanitas para que quienes estaban en la casa (es el primer piso de un PH), supieran que alguien había ingresado. Así nomás, sin tocar el timbre. Me veo abriendo esa puerta y gritando hacia cualquiera que pudiera escucharme que me iba a la plaza, al Parque Urquiza o al Monumento (a la Bandera), siempre en la bici que había heredado de mi hermana. Mis padres no tenían la preocupación de los miles de papás y mamás del segundo milenio. La ciudad era como la prolongación de mi casa, un espacio sin mayores amenazas. Eso cambió radicalmente. Las calles de la ciudad, los barrios, ya no pertenecen a los vecinos.

Rosario, para mí uno de los lugares más bellos del mundo, se convirtió en un sitio peligroso. Hay múltiples razones para explicar este proceso de degradación. Hay responsabilidades políticas cruzadas y concomitantes que van desde las administraciones del socialismo en la ciudad a las del peronismo en el ámbito provincial hasta la inexistente acción del gobierno nacional en la última década.

A esta altura resulta inadmisible que la dirigencia política no comprenda el estado de emergencia en el que está la ciudad y no aporte otras soluciones que no sean el envío esporádico de algún contingente de Gendarmería. Que no se creen más juzgados federales, que no se aporten más recursos a los fiscales que se juegan la vida, y no potencien a las fuerzas de seguridad mejorando su calidad y reduciendo su nivel de corrupción.

El problema no es Rosario, el problema es el avance del narcotráfico en la Argentina. Pasa en Rosario porque es uno de los vértices del corredor llamado Hidrovía. Pasa en Rosario porque hay catorce puertos privados donde ingresa cualquier cosa sin ningún control estatal. Pasa en Rosario porque las coimas, que antes se pagaban en dinero, ahora se pagan con droga y todos los que cobran salen a vender. Pasa en Rosario porque sectores de la policía y de la política santafesina son cómplices del negocio. Pasa en Rosario porque no hay control sobre el circuito de dinero ilegal. Pasa en Rosario porque hay estructuras de abogados y contadores que colaboran con el proceso de blanqueo. Pasa en Rosario porque se sigue atribuyendo al boom de la soja la construcción de edificios en lugar de hablar del boom de la coca (y algo similar ocurre en la Ciudad de Buenos Aires). Pasa en Rosario porque la policía no ordena “el negocio” como en el conurbano bonaerense, sino que lo disputa.

Pasa en Rosario, pero se reproduce en todo el país en distinta escala y con distintos niveles de violencia. En el conurbano se suceden los crímenes como en un filme de Tarantino. Hay barrios donde los vecinos no salen de sus casas después de las 20 y no circula ni siquiera el transporte público. Igual que en Rosario las barras de muchos clubes participan del proceso de venta y distribución. Sólo que no hay tantos muertos, ni tiene tanta visibilidad nacional. Reducir el tema a Rosario a muchos les queda cómodo.

El narcotráfico tiene recursos ilimitados. Es la mayor amenaza que enfrenta el sistema democrático en el continente. México, Colombia y Brasil son ejemplos contundentes del deterioro institucional que genera. Tienen municipios cooptados por los narcos. Tienen partes de su territorio controladas por los narcos. No alcanza con meter presos a algunos responsables de las ventas o asesinatos. Hay que desmontar el negocio. Golpear a los que facilitan el blanqueo vía inversiones y operaciones inmobiliarias. Hay que meter presos a los financistas y a los lavadores. 

Si la lucha contra el narcocrimen no se convierte en política de Estado, el proceso de envilecimiento de la sociedad será indetenible. No es Rosario, es el país. Ni el oficialismo ni la oposición tienen este tema en la agenda de sus prioridades. Quizá lo coloquen allí cuando sea demasiado tarde.