sábado 20 de abril de 2024
Cursos de periodismo

«Cuerpos que importan», de Judith Butler

El «sexo», ¿es una marca o dato indeleble de la biología? ¿O es una producción, un efecto forzado que fija los límites y la validez de los cuerpos? En Cuerpos que importan, Judith Butler retoma ambos presupuestos y los somete a debate para comprender cómo aquello que fue excluido de la esfera propiamente dicha del «sexo» tiene un retorno perturbador que incide radicalmente en el horizonte simbólico según el cual unos cuerpos importan más que otros. En torno de esta cuestión, apunta a mostrar cómo las restricciones del poder –indisociables de ciertas categorías discursivas y de las diferencias sexuales– delimitan y circunscriben materias y contornos físicos, que marcan un dominio de cuerpos impensables, abyectos, invisibles. 

En esta ocasión, Butler continúa la reflexión comenzada en El género en disputa sobre el carácter performativo de la sexualidad y del género, y reconsidera sus propios aportes a la teoría crítica y feminista durante la última década. A través de la lectura de textos de Platón, Freud, Lacan, Foucault, o en polémica con Žižek e Irigaray, la autora examina las maneras en las que opera la hegemonía heterosexual para moderar cuestiones sexuales y políticas. De este modo problematiza la categoría de identidad y moviliza sus alcances políticos, colocándose en el centro de los debates de la teoría feminista y de las políticas queer.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 8 – Acerca del término “queer”*

El discurso no es la vida, su tiempo no es el vuestro.
MICHEL FOUCAULT, “Política y estudio del discurso”.

El riesgo que se corre al ofrecer un capítulo final sobre el término “queer” es que se tome la palabra en su acepción sumaria, pero yo quiero mostrar que ésta quizás sólo sea la más reciente. En realidad, la temporalidad del término es precisamente lo que me importa analizar aquí: ¿cómo es posible que una palabra que indicaba degradación haya dado un giro tal –haya sido “refundida” en el sentido brechtiano– que termine por adquirir una nueva serie de significaciones afirmativas? ¿Es ésta una mera inversión de valoraciones en virtud de la cual “queer” puede significar, o bien una degradación pasada o bien una afirmación presente o futu ra? Cuando el término se utilizaba como un estigma paralizant e, como la interpelación mundana de una sexualidad patologizada, el usuario del término se transformaba en el emblema y el vehículo de la normalización y el hecho de que se pronunciara esa palabra constituía la regulación discursiva de los límites de la legitimidad sexual. Gran parte del mundo heterosexual tuvo siempre necesidad de esos seres “queers” que procuraba repudiar mediante la fuerza performativa del término. Si el término ha sido sometido hoy a una reapropiación, ¿cuáles son las condiciones y los límites de esa inversión significante? Esa inversión, ¿reitera la lógica de repudio mediante la cual se engendró el término? ¿Puede el término superar su historia constitutiva de agravio? ¿Presenta hoy la oportunidad discursiva para construir una fantasía vigorosa y convincente de reparación histórica? ¿Dónde y cuándo un término como “queer” experimenta, para algunos, una resigni ficación afirmativa, cuando un término como “nigger” [vocablo des pec tivo para referirse a la gente de raza negra], a pesar de todos los esfuerzos y reivindicaciones recientes, sólo parece capaz de reinsc ribir su dolor? ¿Cómo y dónde reitera el discurso los agravios, de modo tal que los diversos esfuerzos por recontextualizar y resignificar una determinada palabra siempre encuentran su límite en esta otra forma más brutal e implacable de repetición?1

En La genealogía de la moral, Nietzsche introduce la noción de “cadena significante”, que podríamos interpretar como una investidura utópica en el discurso, idea que reaparece en la concepción de Foucault  del poder discursivo. Nietzsche escribe, “toda la historia de una ‘cosa’, un órgano, una costumbre puede ser una cadena significante continua de interpretaciones y adaptaciones siempre renovadas cuyas causas no siempre tienen que estar relacionadas entre sí, sino que, por el contrario, en algunos casos se suceden y alternan de manera puramente fortuita” (pág. 77). Las posibilidades “siempre renovadas” de resignificación se hacen derivar aquí de una supuesta discontinuidad histórica del término. Pero esta misma suposición, ¿no es en sí misma sospechosa? Esa posibilidad de resignificar, ¿puede hacerse derivar de una mera historicidad de los “signos”? ¿O debe haber una manera de reflexio nar sobre las restricciones impuestas a la resignificación y en la resignificación que tome en consideración su inclinación a retor nar a lo “ya establecido desde hace tiempo” en las relaciones del pod er social? Y, en este caso, Foucault ¿puede ayudarnos o más bien reitera la desesperanza nietzscheana dentro del discurso del poder? Invistiendo el poder con una especie de vitalismo, Foucault se hace eco de Nietzsc he al referirse al poder como “las luchas y confrontaciones incesantes […] producidas de un momento al siguiente, en todo punto, más precisamente, en toda relación de un punto a otro”.2

Ni el poder ni el discurso se renuevan por completo en todo mo mento; no están tan desprovistos de peso como podrían suponer los utópicos de la resignificación radical. Y, sin embargo, ¿por qué debemos entender su fuerza convergente como un efecto acumulado del uso que limita y a la vez habilita su reelaboración? ¿Cómo es posible que los efectos aparentemente injuriosos del discurso lleguen a convertirse en recursos dolorosos a partir de los cuales se realiza una práctica resignificante? Aquí no se trata solamente de comprender cómo el discurso agravia a los cuerpos, sino de cómo ciertos agravios colocan a ciertos cuerpos en los límites de las ontologías accesibles, de los esquemas de inteligibilid ad disponibles. Y además, ¿cómo se explica que aquellos que fueron expulsados, los abyectos, lleguen a plantear su reivindicación a través y en contra de los discursos que intentaron repudiarlos?

EL PODER PERFORMATIVO

Las recientes reflexiones de Eve Sedgwick sobre la performatividad queer nos instan a considerar, no sólo cómo se aplica cierta teoría de los actos de habla a las prácticas homosexuales, sino además cómo se explica que el término queering persista como un momento definitorio de la performatividad.3 El carácter central que tiene la ceremonia del matrimonio en los ejemplos de performatividad de J. L. Austin su gier e que la heterosexualización del vínculo social es la forma paradigmática de aquellos actos de habla que dan vida a lo que nombran. “Yo os declaro…” sanciona la relación que nombra. Pero, ¿de dónde y en qué momento adquiere su fuerza esta expresión performativa? ¿Y qué le ocurre al enunciado performativo cuando su propósito es precisamente anular la presunta fuerza de la ceremonia heterosexual?

Los actos performativos son formas del habla que autorizan: la mayor parte de las expresiones performativas, por ejemplo, son enunciados que, al ser pronunciados, también realizan cierta acción y ejercen un poder vinculante.4 Implicadas en una red de autorización y castigo, las expresiones perform ativas tienden a incluir las sentencias judiciales, los bautismos, las inauguraciones, las declar aciones de propiedad; son oraciones que rea lizan una acción y ade más le confieren un poder vinculante a la acción realizada. Si el poder que tiene el discurso para producir aquello que nombra está asociado a la cuestión de la performatividad, luego la performa tividad es una esfera en la que el poder actúa como discurso.

Sin embargo, es significativo que no haya ningún poder, construido como un sujeto, que no actúe repitiendo una frase anterior, que no ponga por obra un acto reiterado cuyo poder estriba en su persistencia y en su inestabilidad. Éste es menos un “acto” singular y deliberado que un nexo de poder y discurso que repite o parodia los gestos discursivos del poder. De ahí que el juez que autoriza e instala la situación que nombra invariablemente cita la ley que aplica y el poder de esta cita es lo que le da a la expresión per formativa una fuerza vinculante o el poder de conferir. Y aunque pueda parecer que el poder vinculante de las palabras del juez deriva de la fuerza de su voluntad o de una autoridad anterior, lo cierto es que se da más bien la situación contraria: precisamente, la figura de la “voluntad” del juez y de la “anterioridad” de la autoridad textual se producen y establecen a través de la cita.5 En realidad, el acto de habla del juez hace derivar su poder vinculante mediante la invocación de la convención. Ese poder vinculante no debe buscarse ni en la figura del juez ni en su voluntad, sino que estriba en el legado de la cita, por el cual un “acto” contemporáneo emerge en el contexto de una cadena de convenciones vinculantes.

Cuando hay un “yo” que pronuncia o habla y, por consiguiente, produce un efecto en el discurso, primero hay un discurso que lo precede y que lo habilita, un discurso que forma en el lenguaje la trayectoria obligada de su voluntad. De modo que no hay ningún “yo” que, situado detrás del discurso, ejecute su volición o voluntad a través del discurso. Por el contrario, el “yo” sólo cobra vida al ser llamado, nombrado, interpelado, para emplear el término althusseriano, y esta constitución discursiva es anterior al “yo”; es la invocación transitiva del “yo”. En realidad, sólo puedo decir “yo” en la medida en que primero alguien se haya dirigido a mí y que esa apelación haya movilizado mi lugar en el habla; paradójicamente, la condición discursiva del reconocimiento social precede y condiciona la formación del sujeto: no es que se le confiera el reconocimiento a un sujeto; el reconocimiento forma a ese sujeto. Además, la imposibilidad de lograr un reconocimiento pleno, es decir, de llegar a habitar por completo el nombre en virtud del cual se inaugura y moviliza la identidad social de cada uno, implica la inestabilidad y el carácter incompleto de la formación del sujeto. El “yo” es pues una cita del lugar del “yo” en el habla, entendiendo que ese lugar es de algún modo anterior y tiene cierto anonimato en relación con la vida que anima: es la posibilidad históricamente modificable de un nombre que me precede y me excede, pero sin el cual yo no puedo hablar.

DIFICULTADES DE LA PALABRA QUEER

El término queer emerge como una interpelación que plantea la cuestión del lugar que ocupan la fuerza y la oposición, la estabilidad y la variabilidad, dentro de la performatividad. El término “queer” operó como una práctica lingüística cuyo propósito fue avergonzar al sujeto que nombra o, antes bien, producir un sujeto a través de esa interpelación humillante. La palabra “queer” adquiere su fuerza precisamente de la invocación repetida que terminó vinculándola con la acusación, la patologización y el insulto. Ésta es un invocación mediante la cual se forma, a través del tiempo, un vínculo social entre las comunidades homofóbicas. La interpelación repite, como en un eco, interpelaciones pasadas y vincula a quienes la pronuncian, como si éstos hablaran al unísono a lo largo del tiempo. En este sentido, siempre es un coro imaginario que insulta “¡queer!”. ¿Hasta qué punto, pues, el término per formativo “queer” opera a su vez como una deformación del “Yo os declaro…” de la ceremonia matrimonial? Si la expresión performat iva opera como la sanción que realiza la heterosexualización del vínculo social, tal vez también funcione como el tabú vergonzante que “perturba” [queers] a aquellos que se resisten o se oponen a esa forma social, así como a aquellos que la ocupan sin la sanción social hegemónica.

En este aspecto, recordemos que las reiteraciones nunca son meras réplicas de lo mismo. Y el “acto” mediante el cual un nombre auto riza o desautoriza una serie de relaciones sociales o sexuales es, necesariamente, una repetición. Derrida se pregunta: “¿Podría surtir efecto una expresión performativa, si su formulación no repi tiera una enunciación ‘codificada’ y repetible […] si no se la identifi cara de algún modo como una ‘cita’?”6 Si una expresión performat iva surte efecto provisoriamente (y yo sugeriría que su éxito sólo puede ser provisorio), ello no se debe a que haya una intención que logra gobernar la acción del habla, sino únicamente a que esa acción repite como en un eco otras acciones anteriores y acumula la fuerza de la autoridad mediante la repetición o la cita de un conjunto anterior de prácticas autorizantes. Esto significa, pues, que una expresión performativa “tiene éxito” en la medida en que tenga por sustento y encubra las convenciones constitutivas que la movilizan. En este sentido, ningún término ni declaración puede funcionar per for mativamente sin la historicidad acumulada y disimulada de su fuerza.

Esta visión de la performatividad implica que el discurso tiene una historia7 que no solamente precede, sino que además condiciona sus usos contemporáneos y que esta historia le quita efectivamente su carácter central a la visión presentista del sujeto según la cual éste es el origen o el propietario exclusivo de lo que se dice.8 Esto significa además que los términos que, sin embargo, pretendemos reivindicar, los términos a través de los cuales insistimos en politizar la identidad y el deseo, a menudo exigen que uno se vuelva contra esta historicidad constitutiva. Quienes hemos cuestionado los supuestos presentistas de las categorías de identidad contemporáneas, a veces tenemos sin em bargo el deber de despolitizar la teoría. Con todo, si la crítica geneal ógica de este tema es la interrogación de aquellas relaciones de poder constitutivas y excluyentes a través de las cuales se forman los recursos discursivos contemporáneos, de ello se sigue pues que la crítica del tema queer es esencial para lograr la continua democratización de la política queer. Así como es necesario emplear los términos de identidad y es necesario afirmar la “exterioridad”, es indispensable someter estas mismas nociones a una crítica de las operaciones excluyentes de su propia producción: ¿Para quiénes la “exterioridad” es una opción históricamente disponible y que pueden permitirse? La demanda de una “exterioridad” universal, ¿tiene un disimulado carácter de clase? ¿A quiénes representan y a quiénes excluyen los diversos empleos del término? ¿Para quiénes el término representa un conflicto imposible entre la afiliación racial, étnica o religiosa y la política sexual? Las distintas formas de emplear el término, ¿qué tipo de políticas alientan y qué tipo de políticas relegan a un segundo plano o sencillamente hacen des a parecer? En este sentido, la crítica genealógica de todo el tema queer será esencial para una política queer,  por cuanto constituye una dimensión autocrítica dentro del activismo, un persistente recordatorio de que es necesario darse tiempo para considerar la fuerza excluyente de una de las premisas contemporáneas más valoradas del activismo.

Así como es necesario afirmar las demandas políticas recurriendo a las categorías de identidad y reivindicar el poder de nombrarse y determinar las condiciones en que deba usarse ese nombre, hay que admitir que es imposible sostener este tipo de dominio sobre la trayectoria de tales categorías dentro del discurso. Éste no es un argumento en contra del empleo de las categorías de identidad, simplemente nos recuerda el riesgo que corre cada uno de estos usos. La expectativa de autodeterminación que despierta la autodenominación encuentra, paradójicamente, la oposición de la historicidad del nombre mismo: la historia de los usos que uno nunca controló, pero que limitan el uso mismo que hoy es un emblema de autonomía; como así también los esfuerzos futuros por esgrimir el término en contra de las acepciones actuales, intentos que seguramente excederán el control de aquellos que pretenden fijar el curso de los términos en el presente.

Si el término “queer” ha de ser un sitio de oposición colectiva, el punto de partida para una serie de reflexiones históricas y perspectivas futuras, tendrá que continuar siendo lo que es en el presente: un término que nunca fue poseído plenamente, sino que siempre y únicamente se retoma, se tuerce, se “desvía” [queer] de un uso anterior y se orienta hacia propósitos políticos apremiantes y expansivos. Esto también significa que indudablemente el término tendrá que ceder parte de su lugar a otros términos que realicen más efectivamente esa tarea política. Tal cesión bien puede llegar a ser necesaria para ofrecer un espacio –sin que ello implique domesticarlas– a las oposiciones democ ratizantes que rediseñ aron y continuarán rediseñando los contornos del movimiento de modos que nunca pueden anticiparse completamente de an temano.

Bien puede ocurrir que la ambición de autonomía que implica la autodenominación sea la pretensión paradigmáticamente presentista, esto es, la creencia de que hay alguien que llega al mund o, al discurso, sin una historia y que ese alguien se hace en y a través de la magia del nombre, que el lenguaje expresa una “voluntad” o una “elección” antes que una compleja historia constitutiva del discurso y el poder que componen los recursos invariablemente ambivalentes a través de los cuales se forma y se reelabora la instancia queer. El hecho mismo de que el término “queer” tenga desde su origen un alcance tan expansivo hace que se lo emplee de maneras que determinan una serie de divisiones superpuestas: en algunos contextos, el término atrae a una generación más joven que quiere resistirse a la política más institucionalizada y reformista, generalmente caracterizada como “lesbiana y gay”; en algunos contextos, que a veces son los mismos, el término ha sido la marca de un movimiento predominantemente blanco que no ha abordado enteramente el peso que tiene lo queer –o que no tiene– dentro de las comunidades no blancas. Y, mientras en algunos casos ha movilizado un activismo lesbiano,9 en otros casos, el término representa una falsa unidad de mujeres y hombres. En realidad, es posible que la crítica del término inicie un resurgimiento tanto de la movilización feminista como de la antirracista dentro de la política lesbiana y gay, o que abra nuevas posibilidades para que se formen alianzas o coaliciones que no partan de la base de que cada una de estas agrupaciones es radicalmente diferente de las otras. El término será cuestionado, remodelado y considerado obsoleto en la medida en que no ceda a las demandas que se oponen a él precisamente a causa de las exclusiones que lo movilizan.

En este sentido, continúa siendo políticamente indispensable reivindicar los términos “mujeres”, “queer”, “gay”, “lesbiana”, precisamente a causa de la manera en que esos mismos términos, por así decirlo, nos reivindican a nosotros antes de que lo advirtamos plenamente. A la vez, reivindicar estos términos será necesario para poder refutar su empleo homofóbico en el campo legal, en las actitudes públicas, en la calle, en la vida “privada”. Pero la exigencia de movilizar el necesario error de identidad (según la expresión de Spivak) estará siempre en tensión con la oposición democrática del término que se alza contra los despliegues que se hacen de él en los regímenes discursivos racistas y misóginos. Si la política “queer” se situara en una posición independiente de todas estas otras modalidades de poder, perdería su fuerza democratizadora. La desconstrucción política de lo “queer” no tiene por qué paralizar el empleo de tales términos, sino que, idealmente, debería extender su alcance y hacernos considerar a qué precio y con qué objetivos se emplean los términos y a través de qué relaciones de poder se engendraron tales categorías. Cierta teoría reciente de la raza ha destacado cómo se emplea el término “raza” al servicio del “racismo” y propuso una indagación de base política a cerca del proceso de racialización, la formación de la raza.10 Una indagación de esta índole no suspende ni destierra el uso del término, pero no deja de señalar la necesidad de analizar cómo se vincula la formación de un concepto con la cuestión contemporánea que plantea el término. Este enfoque podría aplicarse también a los estudio queer, de modo tal que el término queering pueda indicar una indagación sobre (a) la formación de las homos exualidades (un estudio histórico que no dé por descontada la estabilidad del término, a pesar de la presión política ejercida en ese sentido) y (b) el poder de deformar y asignar erradamente que tiene en la actualidad la palabra. En una historia de este tipo será esencial la formación diferencial de la homosexualidad en relación con las fronteras raciales e, incluso, la cuestión de establecer cómo llegan a articularse entre sí las rel ac iones raciales y  reproductivas.

Uno podría sentirse tentado a decir que las categorías de identidad son insuficientes porque toda posición de sujeto es el sitio de relaciones convergentes de poder que no son unívocas. Pero tal formulación subestima el desafío radical que implican esas relaciones convergentes para el sujeto. Pues no hay ningún sujeto idéntico a sí mismo que cobije en su interior o soporte esas relaciones, no hay ningún sitio en el cual converjan tales relaciones. Esta convergencia e interarticulación es el destino contemporáneo del sujeto. En otras palabras, el sujeto como entidad idéntica a sí misma ya no existe.

Es por ello que la generalización temporal que realizan las categorías de identidad es un error necesario. Y si la identidad es un error necesario, entonces será necesario afirmar el término “queer” como una forma de afiliación, pero hay que tener en cuenta que también es una categoría que nunca podrá describir plenamente a aquellos a quienes pretende representar. Como resultado de ello, será necesario ratificar la contingencia del término: permitir que se abra a aquellos que quedan excluidos por el término pero que, con toda justificación, esperan que ese término los represente, permitir que adquiera significaciones que la generación más joven, cuyo vocabulario político bien puede abarcar una serie muy diferente de investiduras, aún no puede prever. En realidad, el término “queer” mismo fue precisamente el punto de reunión de las lesbianas y los hombres gay más jóvenes y, en otro contexto, de las intervenciones lesbianas y, todavía en otro contexto, de los heterosexuales y bisexuales para quienes el término expresa una afiliación con la política antihomofóbica. Esta posibilidad de transformarse en un sitio discursivo cuyos usos no pueden delimitarse de antemano debería defenderse, no sólo con el propósito de continuar democratizando la política queer, sino además para exponer, afirmar y reelaborar la historicidad específica del término.

* Este ensayo fue publicado originalmente en GLQ, vol. 1, n° 1, otoño de 1993. Les agradezco a David Halperin y a Carolyn Dinshaw sus provechosas sugerencias editoriales. Este capítulo es una versión modificada de aquel ensayo.

 

  1. Ésta es una cuestión que corresponde de manera más apremiante a las recientes cuestiones del “habla del odio”.
  2. Foucault, History of Sexuality. Volume One, págs. 92-93.
  3. Véase Eve Kosofsky Sedgwick, “Queer Performativity”, en GLQ, vol. 1, n° 1, primavera de 1993. Estoy en deuda con su sugestiva obra y por incitarme a reflexionar sobre la relación entre género y performatividad.
  4. Por supuesto, nunca es del todo acertado decir que el lenguaje o el discurso “realice” [performs], puesto que no está claro que el lenguaje esté primariamente constituido como un conjunto de “actos”. Después de todo, esta descripción de un “acto” no puede sostenerse a través del tropo que establecía el acto como un evento sing ular, pues el acto terminará refiriéndose a actos anteriores y a una reiteración de “actos” que probablemente se caracterice mejor llamándola “cadena de citas”. En “Rhetoric of Persuasion”, Paul de Man señala que la distinción entre las enunciaciones afirmativas y las performativas es confusa a causa de la condición ficticia de ambas: “la posibilidad de realizar que tiene el lenguaje es tan ficticia como la pos i bilidad que tiene de afirmar” (pág. 129). Además, escribe Paul de Man, “considerada como persuasión, la retórica es performativa, pero considerada como un sistema de tropos, desconstruye su propia realización” (Allegories of Reading, New Haven, Yale University Press, 1987, págs. 130-131 [ed. cast.: Alegorías de la lectu ra, Barcelona, Lumen, 1990]).
  1. En lo que sigue será importante tener en cuenta ese conjunto de expresiones performativas que Austin llama “ilocutorias”, es decir, aquellas en las que el poder vinculante del acto parece derivar de la intención o la voluntad del hablante. En “Signature, Event, Context”, Derrida sostiene que el poder vinculante que Austin atribuye a la intención del hablante en tales actos ilocutorios debería atribuirse, antes bien, a la fuerza citacional del lenguaje, a la iterabilidad que establece la autoridad del acto de habla, pero que establece el carácter no singular de ese acto. En este sentido, todo “acto” es un eco o una cadena de citas y esa apelación a la cita es lo que le da su fuerza performativa.
  2. “Signature, Event, Context”, pág. 18.
  3. La historicidad del discurso implica el modo en que la historia es constitutiva del discurso mismo. No se trata sencillamente de que los discursos estén localizados en contextos históricos, además los discursos tienen su propio carácter histórico constitutivo. Historicidad es un término que implicaa directamente el carácter constitutivo de la historia en la práctica discursiva, es decir, una condición en la que una “práctica” no podría existir independientemente de la sedimentación de las conv enciones mediante las cuales se la produce y se la hace legible.
  4. En cuanto a la acusación de presentismo, entiendo que una indagación es presentista en la medida en que (a) universalice un conjunto de afirmaciones sin tener en cuenta las oposiciones históricas y culturales a tal universalización o (b) tome una conjunto históricamente específico de términos y los universalice falsamente. Es posible que, en algunos casos, ambos gestos sean el mismo. No obstante, sería un error sostener que todo lenguaje conceptual o filosófico es “presentista”, una afirmación que sería equivalente a declarar que toda filosofía llega a ser historia. Interpreto la noción de genealogía de Foucault como un ejercicio específicamente filosófico que procura exponer y trazar la trayectoria de cómo se instalan y cómo operan los falsos universales. Les agradezco a Mary Poovey y a Joan W. Scott haber me explicado este concepto.
  5. Véase Cherry Smyth, Lesbian Talk Queer Notions, Londres, Scarlet Press,
    1992.

 

Cuerpos que importan
Judith Butler examina las maneras en las que opera la hegemonía heterosexual para moderar cuestiones sexuales y políticas colocándose en el centro de los debates de la teoría feminista y de las políticas queer.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 08/01/2018
Edición: 1a
ISBN: 978-950-12-9741-6
Disponible en: Libro de bolsillo
- Publicidad -

Lo último