martes 16 de abril de 2024
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«Por qué es tan importante la música», de David Hesmondhalgh

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David Hesmondhalgh es profesor de Industrias Musicales y de los Medios en la Universidad de Leeds y es autor de varios libros. Su ultima obra se titula «Por qué es importante la música» y en ella examina el papel que desempeña la música en nuestras vidas y cómo las personas entablan conexiones unas con otras a través de ella. Sin embargo, el autor sostiene que la música no puede permanecer ajena a las desigualdades que aquejan la vida moderna. Escrito con enorme claridad, marca un hito en los estudios del valor social de la música y constituye una contribución indispensable para una variedad de campos interrelacionados. A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

Los problemas de la autorrealización en la vida moderna y su relación con la música

 

Para comprender de qué modo las emociones y la autoidentidad podrían quedar atadas a aspectos problemáticos de las sociedades modernas, de maneras que se vinculan estrechamente con la cuestión de la música, en esta sección examinaré una cantidad de contribuciones de la sociología crítica y la teoría social.

En su famoso estudio, The Managed Heart (El corazón gestionado) (1983), Arlie Hochschild analizó las experiencias de empleados del área de servicios. Estos empleos parecen cómodos y gratificantes, pero para Hochschild implican nuevas y distintivas formas de control y alienación, por medio de las cuales se exige a los trabajadores que internalicen en el nivel más profundo las respuestas emocionales requeridas para dar la impresión de que aman sus trabajos. Su ejemplo más impresionante es cómo entrenan a las azafatas para sonreir en aerolíneas que promocionan sus servicios a partir de la idea de que “nuestras sonrisas no están pintadas”. Una implicación

del estudio de Hochschild fue que ciertos intereses poderosos pueden apropiarse de la autogestión emocional a que dan lugar las nuevas formas de construcción de la identidad propia de la modernidad capitalista. Si esto es así, la idea sugiere que también el uso de la música para alcanzar la autogestión emocional puede no ser siempre saludable.

Sin embargo, mi principal interés en ese sentido se centra en las dimensiones históricas de la corrupción de los objetivos de autorrealización y autonomía que se da en la modernidad capitalista. El teórico social alemán Axel Honneth ha sostenido que, en la modernidad, cada vez más “miembros de las sociedades occidentales se ven compelidos, urgidos o alentados, por su propio futuro, a situar su propio yo en el centro de la planificación de su vida y de su práctica” (Honneth, 2004: 469). Esto lleva a que la autorrealización individual llegue a vincularse con las “expectativas institucionalizadas” y termine “transmutada en un sostén de la legitimidad del sistema” (Honneth, 2004: 467). En su sugestivo artículo, Honneth no especifica suficientemente qué podría significar esto, pero Luc Boltanski y Eve Chiapello (2005) en su tour de force titulado Le nouvel esprit du capitalisme (El nuevo espíritu del capitalismo), compatible con el trabajo de Honneth, ofrecen un análisis sociológico más completo. Boltanski y Chiapello diferencian las dos formas de la crítica que se ha hecho a las sociedades capitalistas: la crítica social y la crítica artística. La crítica social pone el acento en la pobreza, la desigualdad, el oportunismo y el egoísmo de los intereses privados y la destrucción de los lazos sociales que provocó el capitalismo.

La crítica artística, con raíces en la bohemia y el romanticismo, en cambio, señala que el capitalismo ha sido una fuente de desencantamiento y falta de autenticidad y hace hincapié en los límites que pone a la libertad, la autonomía y la creatividad (Boltanski y Chiapello, 2005: 35-38). Estos autores rastrean cómo, enfrentadas a una crisis de legitimidad y motivación, a fines de la década de 1960, bajo la presión tanto de la crítica social como de la artística (que se unieron en los acontecimientos registrados en Francia y en la mayor parte del mundo en 1968), las instituciones capitalistas respondieron validando la crítica artística, especialmente las demandas críticas de autonomía en la vida laboral. Las medidas destinadas a proporcionar seguridad a los trabajadores fueron reemplazadas por medidas que apuntaban a relajar el control jerárquico y a permitir que las personas desarrollaran su potencial individual (Boltanski y Chiapello, 2005: 190). El resultado de estos cambios es una sociedad basada en un modelo “conexionista” en la que el yo es una empresa individual y donde las relaciones y compromisos transitorios se consideran más legítimos que los estables, porque se supone que cambiar rápidamente de vínculos conduce a cada individuo a un crecimiento personal y a una mayor autorrealización.

En esta sociedad conexionista se espera cada vez más que los individuos asuman la responsabilidad de sí mismos, aun cuando ese “sí mismo” esté siendo aplastado por todo tipo de presiones sociales. Tanto Honneth como Boltanski y Chiapello escriben sobre los efectos potencialmente perniciosos de esa presión sobre los individuos. Según Honneth, por conscientemente escépticos que puedan ser los individuos, subliminalmente experimentan “el ideal de autorrealización […] como una exigencia sobre la manera en que hay que formar la propia subjetividad” (Honneth, 2004: 467). El resultado, afirma Honneth, basándose en una variedad de fuentes, es un aumento de los niveles de depresión en la sociedad, aunque aquí la depresión no necesariamente debe entenderse en el sentido clínico del término. Ese estado puede incluir una combinación de “síntomas de vacío interior, de la sensación de ser superfluo” con “actividades frenéticas y debilitantes” (Honneth, 2004: 478). Boltanski y Chiapello (2005: 420-424), en tanto, ponen más el acento en la angustia y la anomia, citando estadísticas sobre las cifras crecientes de suicido. En un libro ampliamente leído, los sociólogos británicos Richard Wilkinson y Kate Pickett (2010: 66-69) mostraron una fuerte asociación entre la enfermedad mental y la desigualdad social: países con muy altos niveles de desigualdad social, tales como el Reino Unido, los Estados Unidos y Australia, también tienen más altos niveles de enfermedad mental que países más igualitarios, tales como Japón, Alemania y España.

Hay razones, pues, para abrigar algunas sospechas sobre la idea de automodelado implícitamente supuestas en los escritos sobre la música y la sociedad de los autores citados antes. Para Honneth, una base clave de la “autorrealización organizada” consistía en que en el siglo XX los individuos se sentían cada vez compelidos a “buscar una intensificación de la sensación de estar vivos en el consumo de productos culturales”. En su opinión, esta tendencia deriva de una corriente subterránea protestante según la cual “un estado inusual de excitación emocional se entendía como un signo de la bondad y la gracia de Dios” (Honneth, 2004: 478), idea que coexistía con la ética protestante del trabajo y no necesariamente la contradecía. Para Honneth, que se inspira en estas cuestiones en el historiador Colin Campbell, este trasfondo protestante en última instancia llega a ser el fundamento de una “investidura  generalizada en bienes de consumo que realcen la intensidad” (Honneth, 2004: 478). La tesis de Daniel Bell de que el hedonismo individualista moderno contradice las exigencias funcionales del capitalismo y conduce a la crisis no ha quedado demostrada. Y Honneth sugiere, por el contrario, que ese hedonismo ha fortalecido el capitalismo.

La presencia de lazos más cortos y más frágiles entre las personas (intensamente analizada por Sennett, 1998, entre otros) y la tendencia a ver el esparcimiento como un medio clave para alcanzar la autodefinición, no se opone radicalmente a las necesidades de la economía capitalista. En realidad, según Honneth, estas facetas de las sociedades modernas han llegado a constituir una fuerza productiva por derecho propio por cuanto impulsan el consumo cultural.

De modo semejante, para Boltanski y Chiapello (2005: 437), en la nueva sociedad conexionista que ha surgido como consecuencia de la apropiación capitalista de la crítica artística de las aspiraciones de la gente a la movilidad, a multiplicar sus actividades, a mayores oportunidades de ser y hacer, emergen como un reservorio virtualmente ilimitado de ideas para concebir nuevos productos y servicios que pueden ofrecerse en el mercado.

La innovación está estrechamente conectada con esta necesidad de liberación, que incluye el transporte y la automatización, pero que ahora introduce además artefactos que nos permiten estar activos mientras nos movemos.

Sin embargo, la música se conecta con estos desarrollos de otra forma que ni el artículo de Honneth ni El nuevo espíritu del capitalismo comentan. Me refiero al papel activo que la música misma cumple en alimentar la incorporación de autonomía del capitalismo; en palabras de Boltanski y Chiapello, su centralidad en la crítica artística. Los géneros musicales más destacados de Europa y Norteamérica del último siglo –el jazz, el rock, el soul y el hip hop– han estado fuertemente asociados a nociones románticas de la autonomía personal. El rock en particular acompañó el tipo de cambios examinados por Boltanski y Chiapello que produjeron una cultura centrada en valores de creatividad rebelde, pero que, en retrospectiva, fueron asimilados muy rápidamente a valores de mercantilismo. La música rock mainstream de los años ochenta, con su celebración a menudo indiscutida de la movilidad y de una individualidad sin trabas, puede interpretarse como una forma perfectamente adaptada al mundo conexionista de Boltanski y Chiapello. Cuando docenas de nostálgicos documentales de rock echan una mirada retrospectiva a los años de gloria de la rebelión del rock (véase Reynolds, 2011: 28-31) están presentando un cuadro de la turbulencia cultural de las décadas de 1960 y 1970 para los espectadores mayores, en los cuales se transmite, como en los documentales de la Segunda Guerra Mundial, la reconfortante sensación de que al final se alcanzó la victoria.

Tales perspectivas críticas sobre el consumo y la autoidentidad están ausentes de los estudios de la ciencia social que ven a la música como un recurso positivo para la formación de uno mismo o, más básicamente, como un instrumento para funcionar en la vida cotidiana. Sin embargo, hay que admitir que estas perspectivas implican afirmaciones sociológico-históricas de gran escala y es un gran desafío aplicarlas a la experiencia corriente sin violentar la especificidad de las vidas de las personas o sin negar implícitamente la indudable verdad de que la gente tiene cierta libertad para dar forma a sus propias prácticas culturales. Si bien este capítulo apunta fundamentalmente a poner en cuestión los supuestos teóricos referentes a la emoción y la autoidentidad que subyacen a los estudios del consumo musical, en el recuadro 2 reflexiono sobre estos temas utilizando estudios de caso empíricos, a la manera de los análisis microsociológicos de DeNora, pero examinados desde una perspectiva influida por los enfoques críticos e históricos delineados anteriormente.

 

La división entre pop y rock y la política sexual del Rock

A mediados del siglo XX, la música popular se interesaba abrumadoramente por el amor y el romance (Horton, 1957). Este dato fue a menudo tratado como una simple señal de la industrialización y la mercantilización de la música. En una época en que la compra de discos estaba liderada cada vez más por una nueva juventud pujante e independiente de los Estados Unidos y otros países, el negocio de la música estaba considerado como una forma de explotar el interés por la intimidad de los adolescentes, especialmente de las chicas adolescentes. Algunos autores de izquierda desarrollaron críticas ideológicas. Las canciones de amor o bien eran distracciones del asunto real de cambiar el mundo, una misión para la que el rock parecía estar mejor equipado, o bien reforzaban la pasividad femenina.5 No hay duda de que el foco que la música pop del siglo XX ponía en la intimidad dependía de una transformación generalizada de las pautas de consumo y de que el público joven, especialmente las muchachas, fue fundamental para que las canciones pop se concentraran en el amor y el romance. Y la venalidad de los empresarios musicales no se pone en duda. Pero la transformación también reflejó una nueva individualización a medida que los jóvenes de clase trabajadora alcanzaban mayor independencia en una era de nuevas concesiones económicas a sus padres. A medida que disminuía la importancia de las formas tradicionales de identidad y experiencia colectivas, se generaban efectos liberadores y una nueva libertad sexual (de mutuo acuerdo). Aquí no deberíamos sobrestimar la emancipación, que estuvo acompañada por un ascenso de las condiciones y la conducta social narcisista (Sennett, 1974; Lasch, 1977). El narcisismo, entendido aquí en el sentido psicoterapéutico, “trata el cuerpo como un instrumento de gratificación sensual, antes que relacionar la sensualidad con la comunicación con los demás” (Giddens, 1991: 170).6 La autorrealización llega a ser una búsqueda incansable de gratificación personal, frecuentemente a expensas del compromiso y la intimidad genuina con los otros. El cambio fue caótico y terminó acercando posiciones.

En la música popular, el pop y el rock expresaban, reflejaban y daban forma a dos posturas éticas en conflicto sobre el sexo y el amor. En el pop se valoraban el compromiso, la confianza y la compasión, mientras que en el rock el énfasis estaba puesto en la libertad, la autenticidad y la autoexpresión “honesta”. Esta división tenía sus raíces en desarrollos históricos. Simon Frith (1981: 240 y 241) señala que la cultura adolescente ya estaba sexualizada en la época en que el rock and roll se expandió por el mundo industrializado y que los años veinte fueron tan significativos como la década de 1960 en la historia de la sexualidad moderna. Pues fue por entonces cuando la ideología del amor sentimental se fusionó con un nuevo tipo de defensa del placer sexual; según afirma la historiadora Paula Fass, los comienzos del siglo XX fueron testigos de un “proceso dual de sexualización del amor y glorificación del sexo” (cit. enFrith, 1981: 237), posibilitado por la anticoncepción y las versiones populares de la sexología y el psicoanálisis, pero que exaltaba el matrimonio como la mejor situación para gozar del sexo. La cultura pop de la posguerra se basó en estas concepciones al expresarla sexualidad adolescente desde el punto de vista del compromiso y del matrimonio como meta.

El jazz, el folk y el rock –los géneros principales en los que se cristalizaron las posturas en contra del pop en el período de posguerra–tendieron a abandonar aquellos valores por considerarlos ideología hueca y sentimentalismo superficial; para sus cultores, su música era mejor porque ellos mismos eran más aventureros, estaban más en concordancia con “el pueblo” o practicaban una actividad sexual más mundana. La contracultura del rock cristalizó estas cuestiones de una manera particular, derivada de pensadores influyentes e intelectuales públicos. Estas visiones de la libertad sexual influyeron en la política sexual del rock, pero tenían serias limitaciones.

Una de las grandes transformaciones registradas en las sociedades occidentales durante el siglo XX fue el ascenso de la idea de que “la glorificación del sexo” (según la expresión de Fass) podía y debía separarse de la erotización de la fidelidad y la confianza. Esta postura tiene sus raíces en la bohemia que entendía que la sexualidad personal estaba amenazada por las exigencias de la convencionalidad, incluido el matrimonio. La historiadora cultural británicaElizabeth Wilson describió cómo a fines del siglo XIX el pensamiento bohemio alemán transformó las creencias románticas sobre la pasión erótica como destino y las mezcló con el psicoanálisis para formar una nueva política de la libertad sexual que se expandió por todas las ciudades cosmopolitas a comienzos del siglo XX (Wilson, 2000: 179-187). Desde entonces, la sexualidad pudo ser interpretada como una fuerza liberadora y extática. En parte, estas ideas fueron domesticadas en la forma de la erotización del sexo en el matrimonio, pero una corriente del pensamiento político recogió las ideas subyacentes de Freud referentes a los peligros de la represión y, en particular, de la familia como una institución que causaba daño psicológico.

Mezclada con la filosofía existencialista y popularizada por la cultura de la generación beat, esta política sexual obtuvo credibilidad intelectual por el apoyo de freudomarxistas como Reich y Marcuse. Quiero analizar aquí brevemente Eros y civilización, de Marcuse, porque esta obra representa el intento más elaborado de promover una política de libertad sexual sobre bases filosóficas y políticas y también porque sus ideas alimentaron directamente la política sexual de la juventud de clase media y la contracultura del rock, y no en menor medida a través de las clases impartidas por Marcuse en Berkeley, un centro global del radicalismo universitario situado justo del otro lado de la bahía donde se alzaba la capital hippie que era San Francisco.

Marcuse procuraba oponerse al intenso pesimismo de Freud respecto de las relaciones sexuales, según el cual la búsqueda de placer entra en conflicto con la escasez del ambiente natural y humano, lo que da por resultado una desexualización del cuerpo en su conjunto y una concentración de la actividad sexual en los genitales. Para Marcuse, Freud había descrito un estado particular de las cuestiones sexuales, “la desublimación represiva”: desublimación porque implicaba expulsión de energía erótica, pero represiva porque permanecía controlada por el principio de realidad y hacía que el trabajador se volviera pasivo, dispuesto a suministrar labor alienada. Marcuse creía que el desarrollo de las fuerzas de producción socavaría la necesidad histórica de tal represión. Esta suposición de que las fuerzas de producción se desarrollarían más o menos inevitablemente de una manera que liberaría la sexualidad de la necesidad capitalista de reprimir el placer se basaba en una insostenible extrapolación de la expansión económica de posguerra a condiciones futuras. Sin embargo, Marcuse no postulaba que todos podrían hacer lo que quisieran en la utopía del mañana. Sostenía, en cambio, que las categorías mismas de perversión y gratificación cambiarían y que el resultado sería una sexualidad polimorfa, más dispersa. Como ha observado Alisdair MacIntyre (1970: 50), cuando Marcuse sugiere que las categorías de gratificación habrían de cambiar en este nuevo mundo utópico poscarestía es difícil no preguntarse qué haríamos realmente en el plano sexual: ¿masajearnos recíprocamente los pies?

En el aparato cultural y político que rodeaba al rock, tales nociones de libertad sexual se articulaban de una manera más ruda, por ejemplo en la campaña “Smash Monogamy” (Destruye la monogamia), de The Weather Underground, o en invocaciones a la trascendencia dionisíaca de la restricción a través del rock (como Bomb Culture [Cultura de la bomba], de Jeff Nuttall). Este es el momento en que la conjunción de sexo y drogas y rock androll entra en la corriente dominante de la cultura popular como un medio de autorrealización, inspirada en la extendida lectura de un linaje de pensadores que va desde William Blake al marqués de Sade pasando por Nietzsche hasta Freud y Sartre, quienes, según la interpretación de entonces, sostenían que la civilización era una farsa opresora. En Power Play (El juego del poder), de Richard Neville (1970), una extensa oda a los goces de coger en orgías y sin compromiso puede encontrarse una muestra de este mensaje.9 Neville fue una figura clave del underground con fuertes vínculos con el rock mediante su apoyo a figuras tales como John Lennon y al héroe británico de la música alternativa, el presentador de la radio de la BBC John Peel. En música, se interpretaba que esas nociones de libertad sexual aparecían encarnadas de manera más potente en la transformación contracultural del blues y del R&B con base de blues, que a través de sus vínculos racializados con la masculinidad negra llegaron a decodificarse como trasgresores.

“Whole lotta love” (Muchísimo amor), de Led Zeppelin, es el himno de esta corriente del rock. Pero otras expresiones de rock sobre libertad sexual muy difundidas fueron la androginia, el dandismo y la bisexualidad. Para muchos, el glam rock ofreció un momento, a comienzos de la década de 1970, en el que músicos extremadamente populares difundían ampliamente imágenes de un tipo diferente de masculinidad (véase Stevenson, 2006, sobre David Bowie). Veremos luego, al analizar el metal, que hay debates sobre el grado en que la androginia de algunos géneros musicales populares refleja realmente algún tipo de desafío a los modelos binarios limitantes de la sexualidad humana. Pero el rock, no deberíamos olvidarlo, no se liberó de ninguna manera del narcisismo que fue invadiendo progresivamente la música y la cultura popular. Como han señalado Simon Reynolds y Joy Press (1995: 16) en su brillante y exhaustivo estudio sobre género y rebelión en el rock, una banda como The Rolling Stones podía combinar la usurpación del embellecimiento personal con el menosprecio de las mujeres por entregarse a tal frivolidad, por ejemplo, en el video promocional para “Have you seen your mother baby standing in the shadow?” (¿Has visto a tu madre, nena, parada en la sombra?), donde Jagger se dirige burlonamente y con prepotencia a una (ex) amante y le dice que se transformará en su madre si no se libera de la sombra de la represión personal y presumiblemente sexual. Hubo aspectos democratizantes en el modo en que la política sexual contracultural moduló la cultura de la música popular, pero la política sexual del rock fue profundamente problemática.

 

Por qué es importante la música
En este libro, producto de una cuidadosa investigación y un perceptivo análisis, David Hesmondhalgh examina el papel que desempeña la música en nuestras vidas y como las personas entablan conexiones unas con otras a través de ella. Sin embargo, el autor sostiene que la música no puede permanecer ajena a las desigualdades que aquejan la vida moderna. La suya es una defensa crítica de la música, que reúne una variedad de teorías y enfoques, para ofrecernos una perspectiva valiosa y distinta del tema general de la música, una perspectiva elaborada a partir de investigaciones previas realizadas en una variedad de campos, pero que también avanza de manera instructiva hacia nuevas propuestas. Escrito con enorme claridad por uno de los más influyentes académicos de la música, este trabajo marca un hito en los estudios del valor social de la música y constituye una contribución indispensable para una variedad de campos interrelacionados. ¿Por qué es importante la música? Es el primer libro en su tipo, que explora la música a través de una variedad de teorías y enfoques, desde una perspectiva histórica y sociologicamente bien informada de la música en su relación con las cuestiones del poder y la desigualdad social.
Publicada por: Paidós
Edición: primera
ISBN: 978-950-12-0288-5
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