sábado 20 de abril de 2024
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«La farsa», de Gabriela Saidon

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Este libro sostiene que Juan Perón entregó a Isabel servida en bandeja para el banquete militar. Isabel Perón no fue, como se la mostró hasta ahora, una tonta manejada por un entorno maligno sino una mujer que siempre supo lo que buscaba y que quiso perpetuarse en el poder. Gobernó bajo la figura del estado de sitio, firmó decretos de muerte, cerró diarios, persiguió a artistas, militantes, poetas y extranjeros.

El terrorismo de Estado ya era una máquina en funcionamiento de la mano de la Triple A y el Plan Cóndor extendía sus feroces tentáculos por América Latina. Todo lo que ocurrió en los 48 días previos al golpe del 24 de marzo de 1976 representó una farsa montada por distintos actores del ámbito político, empresario, eclesiástico, periodístico y sindical, que golpearon las puertas de los cuarteles, y María Estela Martínez de Perón fue la protagonista principal.

El nuevo y vertiginoso libro de Gabriela Saidon interpela la historia reciente y nos zambulle en esos dramáticos días finales, discute puntos de vista cristalizados y se pregunta por qué esos meses de febrero y marzo de 1976 fueron borrados de los análisis. Desaparecidos. Del mismo modo en que Isabel fue borrada de la serie presidencial por Néstor y Cristina Kirchner, que impulsaron una farsesca persecución judicial contra la que se montaron sus adversarios políticos. Una mirada nueva y sin concesiones sobre un momento crucial de la década de 1970.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

1- La entrega (un ensayo)

El miércoles 4 de febrero de 1976, María Estela Martínez Cartas cumplía 45 años. Hacía quinientos ochenta y cuatro días que gobernaba la Argentina bajo el nombre de Isabel Perón. La primera presidenta mujer era, también, la más joven. Había asumido el 1º de julio de 1974, a los 43 años, el mismo día en que su marido y compañero de fórmula, moría, dejándole una obra inconclusa: el disciplinamiento de las masas descontentas de trabajadores y la supresión de las guerrillas que horadaban la democracia.

¿Le importaba a Perón el destino de la Patria después de muerto? Mucho se ha especulado acerca de por qué el General eligió a su mujer como compañera de fórmula y virtual heredera del trono, a cargo de la Nación y de su único hijo, el movimiento justicialista.

Acaso hayan sido esos otros versos de la marcha peronista, los del estribillo, los que lo llevaron a alumbrar la idea de sumar a su mujer. Quizá, la fórmula que duplicaba el apellido no fue sino un simple traslado de esa poderosa anáfora: el Perón Perón que sonaba como maravillosa música en sus oídos gastados. Y que podría traducirse en una barrera cerrada a la sucesión. El Teniente general jugaba al juego que más le gustaba: el yo yo.

Los intentos de Perón por seducir al líder de la Unión Cívica Radical para integrar una fórmula presidencial mixta, con la certeza de que «usted y yo nos tenemos que poner de acuerdo porque somos el 80 por ciento del país» (contado por el propio Balbín); la opción de volver a integrar a Héctor J. Cámpora, o al intransigente Oscar Alende; los deseos y ambiciones de otros dirigentes del Partido Justicialista, de Montoneros, o de otros partidos, como el desarrollismo, todo queda en el terreno de la ucronía. Más ucrónica aún es la hipótesis que consiste en suponer que si otra hubiera sido la fórmula, no habría habido golpe.

Las idas y vueltas y especulaciones sobre el segundo nombre en esa alianza se dirimieron a mediados de 1973. El 26 de julio, el PJ de la Capital Federal lanzó la fórmula Perón-Isabel Perón. Según contó quien había sido su delegado, Juan Manuel Abal Medina, el General se lo había dicho con todas las letras: «Quiero reeditar el esquema del 11 de marzo, poner de segundo a alguien que sea exclusivamente una derivación mía. Cámpora no puede ser, hay mucha resistencia. Entonces estoy pensando en que sea Isabel».

Ella también lo había pensado: contra las declaraciones de la propia Isabel sobre un presunto renunciamiento al cargo antes de la última decisión, quería estar en la cima del poder: para inclinar la balanza hacia su apellido de casada, argumentó que era la única que «no lo iba a traicionar». La palabra traición, para el peronismo de las lealtades, es clave.

La «derivación», es decir, Isabel, cumplió el rol de sostén de esa parte de la farsa democrática. No porque fuera inepta, incapaz ni pobre víctima inocente, aunque obviamente no tenía ninguna preparación política para el cargo que le tocaría asumir. No. Su marido, que había desempolvado su uniforme de gala junto con su flamante cargo de Teniente general para asumir su tercer, último y breve mandato (acaso recordando aquellos buenos viejos tiempos en la Fuerza), el 12 de octubre de 1973, al no hacer, hizo. Ya moribundo, entregó el poder a sus enemigos en las internas militares a través de su esposa. Como si ella hubiera sido la personificación de un objeto codiciado: el bastón de mando.

No es que Perón planeara morirse y dejarle el gobierno a Isabel. El General no quería morir, al contrario: vivía paranoico y dormía armado, temiendo que lo mataran, y no necesariamente sabía que sus días estaban contados al asumir el cargo y menos al proponer la fórmula «mágica» de gobierno. Sí es cierto que fracasó en su intento de disciplinar el país convulsionado por las guerrillas armadas y de las otras, es decir, por los movimientos sociales de protesta, con o sin armas, no importaba.

La llegada del líder al país, su retorno al poder después de casi veinte años de lobby en el exilio, tiraron por tierra las teorías del péndulo de Perón, que alternativamente se inclinaba a izquierda o a derecha, según la oportunidad, y la hipótesis concomitante, que sostiene que hubo dos, tres o cuatro perones en la historia, y no uno y único. Él mismo había alimentado la confusión y desde Puerta de Hierro dejaba que los demás se rompieran la cabeza para distinguir el Perón verdadero del falso.

La masacre de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, no fue un accidente involuntario. El discurso que el líder pronunció al día siguiente de la matanza, el que amenazaba con hacer «tronar el escarmiento», lo prueba. Perón había dividido lo suficiente como para reinar a sus anchas. Y decidió que con el eslogan «Cámpora al gobierno, Perón al poder» («el esquema del 11 de marzo») no bastaba.

En realidad, ya lo había decidido antes. Fue el 13 de julio, cuando reemplazó con una maniobra astuta al Tío montonero, que había ganado las elecciones encabezando el Frente Justicialista de Liberación Nacional (Frejuli) y asumido el 25 de mayo, por el yerno de López Rega, Raúl Lastiri, entonces diputado y tercero en la línea presidencial. Con aquel auto golpe, Perón apuró las elecciones que lo darían como ganador, con un 62 por ciento. De creerle a Balbín, sus pronósticos se acercaron a la realidad: el radical, que se presentó con un joven Fernando de la Rúa, sacó el 24 por ciento.

En una inédita superposición de funciones, Isabel fue Vicepresidenta y Primera Dama, sucesora en esa función de Norma Beatriz López Rega —mujer de Lastiri e hija de El Brujo—, que había ocupado ese lugar durante tres meses. El «entorno», una expresión que la perseguiría hasta el final, estaba planteado.

La duplicación del apellido también puede leerse como un mensaje a la posteridad, un por si acaso: como si en un gesto algo burlón, o en una adivinanza, el líder hubiera sugerido que él, y sólo él, era la persona capaz de gobernar el país y de sujetar las ansias de los militares que calificó como una banda de gángsters. Una expresión redundante: la palabra gangster, en inglés, significa precisamente miembro de una banda de criminales (gang). No sólo no conocía el idioma inglés, sino que en el pasado ni siquiera él había podido frenarlos.

Perón acertó al suponer que ella, sin él, no iba a poder terminar con su mandato. Hasta es posible imaginar que, aunque sea en una ínfima parte, el golpe contra Isabel haya sido una venganza de los militares por ese apelativo: gángsters. Pero eso, si le diéramos importancia a la psicología de los actores del drama argentino. Cabe preguntarse, por otra parte, cómo calificaba Perón a su propia banda, la Triple A, en sus diálogos silenciosos con la almohada.

La Alianza Anticomunista Argentina, compuesta en su mayoría por elementos policiales, ya sea en actividad como exonerados y que, en algunos casos, serían vueltos a contratar por el gobierno como personal de seguridad, e incluso ascendidos, hizo lo necesario para dejarles a los militares la zona despejada, y sirvió para demostrar que el accionar policial era insuficiente y que era hora de dejar a un lado la teoría de la prescindencia (militar en el gobierno) para pacificar el país.

Muerto Perón, las (para) fuerzas estatales continuaron en el camino de la entrega. Isabel no reinó ni gobernó, pero tampoco quiso largar el magnético hueso del poder, aunque ya no fuera tal, pero suficiente como para mandar a matar ciudadanos, hombres, mujeres y niños, torturar presos en las cárceles, allanar viviendas y desaparecer personas. No fueron los muertos, detenidos y desaparecidos del gobierno democrático de Isabel nada comparable, en cantidad, sistematicidad y calidad, a los de la dictadura posterior, pero sí los suficientes como para considerarlos delitos de lesa humanidad. Fueron perpetrados por un estado terrorista, un punto sobre el cual la Justicia aún hoy no se pone de acuerdo, así como tampoco existe unanimidad en cuanto a la responsabilidad de la viuda de Perón.

El estado de sitio vigente en ese interregno democrático previo a marzo del 76, también le fue funcional al gobierno para clausurar medios de prensa adversos, censurar películas, quemar libros, perseguir artistas y militantes, armar listas negras y actuar en consecuencia, mientras sembraba el terror en una población confundida.

Un estado de excepción prolongado debilita las instituciones democráticas y sume a la población en una profunda indefensión y parálisis, y así prepara el caldo de cultivo para la instauración de un gobierno de facto. Así lo señala hoy el filósofo italiano Giorgio Agamben en un artículo publicado en Le Monde el 30 de diciembre de 2015, en relación con la decisión del presidente François Hollande de establecer un estado de urgencia a partir de los atentados del ISIS contra la población civil en París el 13 de septiembre. En la Argentina de los golpes militares, el estado de excepción era la norma.

Isabel Perón siempre se mostró reacia a aceptar su parte de la responsabilidad en esa entrega. En una entrevista durante su visita a la Argentina en 1991, dijo refiriéndose al 23 de marzo de 1976: «Yo no entregué mi bandera. No entregué mi sitio. Me lo quitaron». Al mismo tiempo, quiso dejar en claro que las decisiones que tomó, fueron hechas a conciencia: «Yo parezco una mujer manejable pero no es así. El General Perón siempre decía: “Yo que fui un hombre que por mi condición de militar he manejado a mucha gente, a Isabelita nunca pude manejarla”».

Isabelita. Siempre vista como una actriz menor, que interpreta un papel secundario, siempre detrás de algún hombre, grande o pequeño, alguien sin voluntad, un títere tonto, desarticulado. Esa lectura recurrente no alcanza a explicar los decretos de «aniquilamiento» que firmó siendo Presidenta, su participación en la Triple A ni, antes de eso, la decisión de mantenerse en el poder cuando todo estaba perdido.

Es por todo esto que la imagen de una Isabel desconocedora de los hechos, inepta e incapaz, incluso, de todo mal (alguien a quien las cosas simplemente le ocurrían, una marioneta manejada por diferentes hombres, cada uno con su hilo, según los tiempos y las circunstancias), tiene que ser revisada. El punto de partida de esa revisión se ubica en las decisiones que tomó una María Estela Martínez adolescente rebautizada Isabel, mucho antes de conocer a Perón y convertirse, para la historia, en Isabelita.

 

2- Si yo no llevara el apellido Perón

María Estela Martínez Cartas había nacido en La Rioja, en el seno de una familia de clase media. Su padre, Carmelo Martínez, era contador y había sido enviado a la sucursal riojana del Banco Hipotecario. Tuvieron, con su mujer, María Josefa Cartas, seis hijos. Cuando la menor, María Estela, cumplió tres años, la familia retornó a la Capital Federal, a la calle Migueletes 789, en el Bajo Belgrano. Un domicilio que nunca cambió en su documento. En las elecciones del 23 de septiembre de 1973, volvió a votar al barrio.

María Estela hizo la primaria en una escuela pública de la zona, Jockey Club (ahora Granaderos de San Martín), sobre Avenida del Libertador. Estudió piano y francés y quiso ser bailarina. Por eso, o porque se negó a trabajar para contribuir con la economía familiar, como lo cuenta María Sáenz Quesada en su biografía Isabel Perón. La Argentina en los años de María Estela Martínez (2003), en la adolescencia se distanció de su familia biológica y «adoptó» a una pareja de espiritistas como padres sustitutos: José Cresto y su mujer Isabel Zoila Gómez, de quienes muy joven tomó las prácticas esotéricas y su nombre de reina: Isabel (quizá «vio» en qué se convertiría).

Esa primera decisión adolescente de elegir a sus propios padres acaso haya sido la resultante de otros motivos, más profundos: un posible maltrato o al contrario, indiferencia, para la menor de una familia numerosa que ya por entonces pudo haber querido ser única. Sea cual fuere la verdadera razón, habla de una profunda determinación. De alguien que se propone un objetivo y lo cumple. Una primera pista para la comprensión de la futura Isabel, atraída por la astrología y el ocultismo.

Cresto y su mujer eran «maestros» en la Logia Anael, presunta antepasada masónica de la Alianza Antiimperialista Argentina, luego Alianza Anticomunista Argentina, de ahí las siglas AAA y el nombre histórico Triple A. Esa logia fundamentaba su existencia en la necesidad de liberar al Tercer Mundo (África, América y Asia) de su yugo histórico, determinado por los astros. Cresto reaparecería años después en Puerta de Hierro como el hermano Juan, y según algunas versiones siempre difusas, también iniciaría a José López Rega en el esoterismo y lo introduciría en el entorno de Perón. Albergada por su nueva familia, Isabel estudió danzas durante un breve tiempo, hizo giras en compañías de ballet folclórico y español por el Interior del país y luego por Latinoamérica. Ya no volvería a la Argentina.

Saltó de un país a otro, hasta que Joe Herald, un bailarín cubano o argentino, según las versiones, le ofreció incorporarse a su grupo, que se instaló en Panamá, en 1955, donde la llevó a bailar al cabaret Happy Land. Allí conoció a Perón, no en el cabaret sino en su departamento, en el de una amiga del General, o en la playa de Mar Chiquita.

Uno de los relatos sostiene que el que le habría presentado al General fue Roberto Galán, un apuesto conductor de televisión que se había hecho popularmente conocido hacia fines de la década del 60 por un programa de enorme rating: Si lo sabe cante. Su posible influencia en la formación de la pareja cerraba con su vocación de celestino, que despuntaría en el programa de televisión Yo me quiero casar, ¿y usted? También puede pensarse que fue el éxito de esa presentación lo que ya en los 70 lo llevaría a ganar dinero con su función de Cupido. O, al revés, que el programa fue lo que inspiró las versiones sobre su injerencia en el asunto. Lo cierto es que, con Galán o sin él, se había formado una pareja. Galán se alejó de los Perón cuando ingresó López Rega. No se llevaban bien.

Isabel le había pedido a Perón que la ayudara a salir de ese lugar donde «querían que fuera alternadora». Se convirtió en su secretaria y ayudante personal. En Isabelita. De algún modo, se le impuso. Juntos, fueron a Caracas. Ya en Madrid, donde la pareja contrajo matrimonio por iglesia el 15 de noviembre de 1961, ella sería, para él, Chabela, el nombre de la revista femenina que en Buenos Aires leía «la mujer moderna». El María Estela quedaba colgado de una percha en el placard, como un traje en desuso que volvería a descolgar para las formas protocolares, firmas de decretos y ejercicio de la presidencia. Los Perón seguirían juntos toda la vida, hasta que la muerte de él los separó. Sólo se distanciarían en breves lapsos, en los que Perón, teniendo prohibida la entrada a la Argentina, enviaría a su Chabela en misiones «diplomáticas». En las cartas que intercambiaban durante esos viajes de Isabel, ella le respondía con un apodo más que íntimo: Chotito.

En Madrid hicieron buenas migas con otro militar en el poder: el generalísimo Francisco Franco y su mujer Carmen Polo, «la Collares». Particularmente, Isabel se hizo amiga de la hermana de Franco, Pilar. Allí, si no antes, también ingresaría en la vida de la pareja el ex cabo de la Policía Federal, José López Rega, que fue custodio en la residencia presidencial de la calle Agüero, antes de que la Revolución Libertadora la demoliera en 1955. Años después, en el mismo sitio, esa gran barranca parquizada por el arquitecto Carlos Thays, se erigió la Biblioteca Nacional. Perón ascendería al cabo (o sargento) López a comisario general, salteándose todos los escalafones intermedios, en un ascenso sin antecedentes: de suboficial a oficial.

Sobre la entrada de López Rega a la vida matrimonial peronista, como en el resto del relato sobre el origen de esta historia, las versiones difieren. Ya sea con la intermediación del esotérico Cresto, o sin él, Isabel y el futuro Brujo se habrían conocido «en la casa del teniente coronel (R) Bernardo Alberte en mayo de 1966, cuando la “señora” había llegado a Buenos Aires con el mandato de derrocar a Serú García, el candidato vandorista a la gobernación de Mendoza. López Rega trabajaba en la imprenta Suministros Gráficos y la confección de las boletas electorales justificó la reunión. “Le presento a un muchacho peronista y muy servicial que se dedica a la astrología”, dijo Alberte», escribe Gustavo Ybarra en el diario La Nación (17 de enero de 2007). El militar también pertenecía a la Logia Anael.

Desde una visión conspirativa, Miguel Bonasso afirma en su libro El Presidente que no fue (1997) que ese encuentro fue «una fachada para disimular que ambos eran enviados de la Central de Inteligencia norteamericana (CIA) para espiar a Perón desde la intimidad». La historia argentina se ha ocupado en demostrar que las versiones conspirativas, muchas veces, resultan ciertas. La profecía autocumplida.

Fuera cual fuere la «verdad» de ese encuentro, otra historia empezaría a escribirse. Una historia en la que la brujería y lo esotérico se mezclan con los avatares de la política nacional y el eterno retorno de Perón a la Argentina. Donde con el nom de guerre espiritual «Daniel», y el más cariñoso de Lopecito, junto a su gemela espiritual, practicaban nunca comprobados rituales ocultos (o perversos) frente al cadáver de Evita, una vez que fue trasladada a Puerta de Hierro, en 1971, para que Isabel absorbiera algo de su espíritu, o su carisma. Como nunca comprobados, tampoco, fueron los rumores que desde el personal de servicio de la residencia presidencial de Olivos, dos años después, hacían correr la versión de que entre Isabel y López Rega, además de brujería, existía romance (o, al menos, sexo).

¿Isabel quería ser Eva? ¿Quería que el pueblo la aclamara? ¿Era una mujer ambiciosa? ¿Estaba a la altura de la misión que Perón le había encomendado cuando la mandó a la Argentina como su emisaria? ¿Absorbió algo de la inteligencia de su marido el estratega? ¿Cuánto aprendió de los libros de historia que Perón le hacía leer? Al menos, ¿la bailarina podía alcanzar a la actriz? ¿Hubo amor en esa pareja o una atracción que devino en conveniencia muta? Algo era cierto: la dicotomía maniquea del peronismo que dividía al mundo en leales y traidores se le había hecho carne, o sangre.

El 12 de octubre de 1973, Isabel llegó a la vicepresidencia por la fórmula Perón-Perón, que obtuvo el 62 por ciento de los votos. Y el 1° de julio del 74, con la muerte de su marido el General (la otra parte de la fórmula), se convirtió en la primera presidenta del mundo, con López Rega en ejercicio virtual del cargo. Pero ahora todo había pasado. Para febrero de 1976 ya no había Perón que le diera letra ni López Rega que moviera los hilos. Había, acaso, un Lorenzo Miguel que ocupaba el lugar del macho alfa en ese fragmento de la historia. Había, sí, soledad. Había olor a final y a pólvora. Sin embargo…

Desde un fascículo «confidencial y coleccionable», la revista Chabela consultaba al doctor Raúl López Biel: «Doctor, ¿qué está prohibido en el sexo?» Y en el cuerpo de la revista, entre moldes, dietas y reciclaje de muebles, ofrecía otro tema caliente: «Pornografía: ¿vicio o necesidad?» Un artículo preguntaba: «¿Puede una esposa veranear sola?»

Ese verano, para Carnaval, los primeros días de marzo, Isabel se tomaría las últimas vacaciones de su gestión en la localidad costera de Chapadmalal, residencia de veraneo presidencial. Viajó acompañada por la amiga que no la dejaba sola los fines de semana en la quinta de Olivos, Beatriz Galán, sobrina de monseñor Galán (secretario general de la Conferencia Episcopal Argentina) y jefa de Asuntos Legales de la Presidencia, y por la mujer de su secretario técnico y privado, Julio González. En su libro Isabel Perón. Intimidades de un gobierno (2007), el ex funcionario cuenta que en aquellos aciagos días finales Isabel había sido «requerida» por un embajador, y le había picado el bichito, pero «cuando descubrió sus verdaderas intenciones, sufrió una profunda decepción». González reproduce el siguiente diálogo:

—Doctor, ¿usted cree que podría volver a casarme y rehacer la felicidad de mi vida?
—Sí, Excelencia.
—¡Ah, doctor! Si yo no llevara el apellido Perón, si volviera a casarme y usara otro nombre, o si sólo lo suprimiera por mi Martínez, usted vería cómo se terminarían todos los problemas.

Tal como pinta González a Isabel esos días, parecía haber recuperado el buen humor. «Su estado de ánimo era alegre y jovial». Hoy podría hablarse de bipolaridad (salía de una depresión) o del canto del cisne antes de morir. Como fuera, era tarde para hacer un cambio de apellido. El «Perón» que la había llevado al lugar del cual no se decidía a moverse, o del que no la dejaban levantarse todavía (el sillón de Rivadavia).

La farsa
Gabriela Saidon interpela la historia reciente y nos zambulle en esos dramáticos días finales, discute puntos de vista cristalizados y se pregunta por qué esos meses de febrero y marzo de 1976 fueron borrados de los análisis. Desaparecidos. Del mismo modo en que Isabel fue borrada de la serie presidencial por Néstor y Cristina Kirchner, que impulsaron una farsesca persecución judicial contra la que se montaron sus adversarios políticos.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 03/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 978-950-49-5091-2
Disponible en: Libro de bolsillo
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