viernes 19 de abril de 2024
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«El Loco», de Mercedes Vigil

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Por su avasallante y carismática personalidad, «el Loco», como lo llamaron muchos de sus contemporáneos, despertó a su paso simpatías y rivalidades, amores y odios e, incluso, intentos frustrados de darle muerte. No pasó nunca desapercibido: sus ideas y su actuación fueron tan innovadoras y radicales que se proyectaron hasta nuestro presente, a través de su ideario político, cultural y pedagógico. De alguna manera, como ningún otro personaje histórico de la Argentina, Sarmiento siguió vivo en el recuerdo de las sucesivas generaciones.

Mercedes Vigil sitúa a Sarmiento en el entramado complejo y turbulento del siglo XIX, en una lograda recreación de época. De su mano, y tras una minuciosa investigación en documentos y fuentes bibliográficas, vemos al hombre y al político decidido y fuerte, defensor incondicional de sus sueños, pero también al sujeto apasionado, sensible y contradictorio, que duda de las decisiones que ha tomado y se quiebra con la muerte de su hijo en la guerra contra el Paraguay; al amante, no siempre fiel, de Aurelia Vélez, en quien en más de una oportunidad Sarmiento encontró la paz y el equilibrio que le faltaban.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 8

Sarmiento no podía ser más feliz. Había comenzado su viaje y, de tanto soñarlo, le costaba aceptar que al fin era una realidad. Tras acomodar sus pertenencias en el ropero del hotel, desempacó lo que más lugar ocupaba: sus libros. «Puedo viajar sin medias, con una sola camisa y hasta olvidar mi sombrero… pero mis libros, mis libros son el oxígeno que me mantiene vivo», solía repetir. Los acomodó con cuidado en varias pilas sobre una vieja cómoda. Luego, agotado, se preparó para descansar, pero su estado de excitación le impidió pegar un ojo en toda la noche. Al fin estaba en el Janeiro y el sueño que había acariciado toda la vida comenzaba a tomar forma. Ahora él, al igual que Horace Mann, recorrería los mejores centros de educación del mundo y calibraría el rumbo que debía tomar la educación para convertir al subcontinente en una región tan desarrollada como el norte de América.

Desvelado, descubrió entre los oscuros tablones del cielorraso un generoso tragaluz acristalado que le permitía contemplar el firmamento. Pese a que tenía bastante tierra acumulada, aquel original subterfugio arquitectónico le permitió observar lo más maravilloso que ofrecía el cosmos: las estrellas. «Cuando uno puede dialogar con las estrellas, nada tiene que temer», afirmaba. Le fascinaba la certeza de la existencia de un espejo que reproducía, aquí abajo, lo que está arriba. Más como alquimista que como maestro, pasó infinitas noches en su San Juan natal aprendiendo a reconocer cada estrella y planeta. Quizá por eso años más tarde, ya como formador de modelos de enseñanza, defendería la idea de que la astronomía copernicana era una de las disciplinas científicas fundamentales para la formación del ciudadano moderno.

Luego de una noche larga, se levantó y, tras acicalarse, descontó a paso ágil las seis calles que lo separaban del Gran Hotel Coímbra, uno de los más típicos de Río de Janeiro. Había quedado para desayunar allí con el Dr. Manuel de Freire y López, compañero de andanzas juveniles y su mano derecha en las primeras épocas de El Zonda. Sintió una gran emoción al caminar por aquellas calles que tantas veces imaginó y que parecían hormigueros, aun antes del desayuno.

—Encantado, mi querido Mingo —dijo efusivamente una voz a sus espaldas cuando acababa de entrar en la recepción del hotel.

Se trataba de un caballero alto y delgado que se apuró a alcanzarlo no bien lo reconoció. Sarmiento dejó escapar una carcajada de placer y ambos se fundieron en un apretado abrazo.

—Es imposible que pases desapercibido, con esa estampa que crece con los años —comentó Freire, que sin soltarle el brazo lo condujo hasta una mesa pegada al ventanal.

—¡Mi querido amigo, cuántas cosas hemos compartido! —dijo Domingo y, después de observarlo de pies a cabeza, agregó—: Bueno, Manuel, tú te conservas igualito que cuando nos peleábamos por sentarnos en el banco junto a la puerta. Aquí me tienes, cada día más redondo —dijo tocándose el vientre, y ambos rieron con esa complicidad que conlleva una amistad acuñada desde la infancia. El rostro, habitualmente adusto del sanjuanino, adquirió una expresión absolutamente distendida.

Quien escuchara esa conversación extremadamente coloquial no podría reconocer en aquel hombre al ya célebre Domingo Faustino Sarmiento que públicamente se mostraba arrogante, ególatra, cínico, de exagerada autoestima, autorreferencial, vanidoso e incluso algo violento.

—Se te extrañó cuando te marchaste a estudiar a Buenos Aires —dijo Sarmiento.

—No creo que mi partida rumbo a la universidad te afectara más que aquella infamia que rompió tus sueños. Fue una maldad lo que te hicieron a la hora de repartir las becas. Otra injusticia del entonces gobernador de San Juan, José Antonio Sánchez, un sátrapa al servicio de la aristocracia —aseguró Freire—. Nunca te dije que doña Paula se fue a hablar con mi tío, pero por más que lo intentó y movió influencias, tenía pocos amigos en el poder.

—Ella era la más preocupada por mi permanencia en San Juan. Sabes que siempre fue el sostén familiar y muchas veces relegó a mis hermanas en mi favor.

—No recuerdo una vez que no fuera a buscarte y la encontrara sentada bajo la higuera, trabajando en su telar. Esa mujer laboriosa fue la primera que advirtió tu talento y luchó mucho para que estudiaras. —Eran épocas difíciles. San Juan se fue llenando de mulatos, zambos y blancos de mala vida. Mi madre temía que me aquerenciara en las pulperías —confesó y, luego de una brevísima pausa, continuó—: Las pulperías eran el único espacio de sociabilidad popular. Alimentaban el ocio, la bebida, el juego… y, según mi madre, las pendencias. Bastaba una mirada para que centellaran las hojas de los cuchillos y el destino de un hombre se truncara. Eso la atemorizaba y quiso que tomara los votos del sacerdocio como mi tío. Por suerte, me rechazaron en el Seminario de Loreto en Córdoba. ¿Te imaginas yo cura?

Ambos rieron de buena gana.

—Yo era ya un autodidacta compulsivo que leía a Rousseau, Fray Benito Feijóo, Benjamín Franklin, Voltaire, Thomas Paine y todo lo que se pusiera en mis manos. Como el sacerdocio me rechazó, me enviaron con mi tío, el padre José de Oro a enseñar a una escuelita en San Francisco del Monte. Allí descubrí que mi vocación estaba en la enseñanza… Por primera vez me sentí pleno, te lo aseguro.

Los hombres hicieron una pausa para recibir el copioso desayuno que era el sello del hotel y luego continuaron su charla, ahora envueltos en un aroma a café que, de tan intenso, parecía invitar a recordar.

—Comenzar así la mañana es asunto de los dioses —dijo Sarmiento ante las exquisiteces que les sirvieron. —Prueba esta mermelada de jambo. Es una fruta que sabe a rosas, muy común en Portugal —dijo Freire, habituado a los alimentos exóticos que Brasil ofrecía y que resultaban desconocidos en la región.

El sanjuanino le hizo caso, pero luego se inclinó por los ya conocidos bolos y galletas.

—Como te decía, aquella bucólica vida en la montaña duraría poco ya que mi padre fue a buscarme con la promesa de la dichosa beca para estudiar en Buenos Aires.

Interrumpió un momento para beber el resto de café que aún quedaba en su taza y pidió que le sirvieran más. Luego siguió hablando.

—Bernardino Rivadavia dispuso que cada provincia enviara a sus seis mejores estudiantes a Buenos Aires para continuar su instrucción en el Colegio de Ciencias Morales, por supuesto a costo del Estado…

—Nadie dudaba de que esa beca la merecías tú, Mingo. Eras el más dedicado alumno de la provincia y hasta te declararon «primer ciudadano» de la Escuela de la Patria —lo interrumpió Freire.

—Aquella beca era la única posibilidad que tenía para estudiar en Buenos Aires. Recordarás que pusieron como condición que los aspirantes fueran pobres, pero de familia honesta. Cuando hicieron la lista, en San Juan utilizaron el método inverso: colocaron primero a los hijos de familias acomodadas, con lo cual me quedé sin beca. ¡Qué día de tristeza para mis padres aquel en que nos dieron la fatal noticia del escrutinio!

—Mi tío me escribió en aquella ocasión. Encontró a misia Paula llorando bajo la higuera y a tu padre sentado a su lado, con la cabeza sepultada entre sus manos. Yo estaba ya estudiando en Buenos Aires… Siempre supe que aquel golpe sería un acicate para los planes que hoy llevas adelante.

—Ese día comencé a pensar en la manera de implementar un sistema de enseñanza que no contemplara el dinero del estudiante, sino sus talentos naturales. Debíamos procurarnos un sistema educativo plural, democrático y no excluyente. Pero la situación regional no me dio mucho tiempo para lamentarme, había que tomar posición entre dos modelos políticos —recordó y se quedó reflexionando en silencio, luego continuó—: Yo estaba en una posición diferente a la de los muchachos de mi generación en San Juan. Tenía el privilegio de haber crecido junto a mis tíos, los que además de su bagaje cultural me transmitieron la filosofía liberal con valores culturales unitarios. Nunca dejé de ser crítico frente al exagerado centralismo unitario, pero en esos tiempos no había lugar para medias tintas y tuve que tomar posición. Los montoneros de Facundo Quiroga, enfrentados al proyecto político unitario de Rivadavia, invadieron San Juan. Entonces me incorporé al ejército del general Paz. Pese a que volví a tomar las armas otras veces, siempre supe que ese tipo de guerra no era lo mío. Lo mío era la lucha con la pluma. Pero apenas si pude meditar el asunto porque esa contienda la ganó Quiroga y con mi padre tomamos un par de mulas para escaparnos a Chile.

Interrumpió su testimonio para prestar atención a la gente que lo rodeaba. Le gustaba conversar, pero también se detenía a observar a su alrededor, en su afán de captar costumbres y rituales sociales.

—Estoy algo asombrado… Aquí amanecen vestidos para fiesta y uno no sabe cómo acomodarse para no desentonar —dijo Sarmiento, echando una mirada disimulada a su alrededor.

Aún no eran las 9 de la mañana y la sala de desayunar lucía repleta. Las mesas estaban ocupadas en su mayoría por matrimonios que lucían a esa hora temprana como si estuvieran a las puertas de un sarao.

—Nunca debes olvidar que en este país toda regla es más relajada. Cada cual puede andar por la calle a su aire y muy difícilmente el prójimo lo critique. Basta ver cómo van arregladas las matronas a esta hora, coquetas como para una fiesta. Aquí hay lujo para el que quiere, pero se puede andar muy sencillo también. Se vive a gusto. Mira —dijo don Manuel sacando del bolsillo un reloj algo cascoteado.

Sarmiento se emocionó al verlo.

—¿Aún lo conservas? —preguntó.

—Imagínate que no me separo de él nunca, más ahora que eres una celebridad. Quién sabe el valor que alcanzará con el tiempo…

Los dos viejos amigos rieron de buena gana. Freire, más discretamente, y Sarmiento, con esa estridencia que aturdía a quien lo rodeaba. En verdad aquel reloj era la única posesión que el sanjuanino había traído de su primer exilio en Chile y le había obsequiado a su amigo tras salvarle la vida. Aunque pasaran años sin verse, nunca olvidarían las épocas duras de la juventud, en que terminaron de asentar una amistad que nació en las escuelas de la patria.

—Lo que nunca entendí es cómo tú, con tu genial cabeza, terminaste bajo tierra como un gusano —preguntó Freire mientras ordenaban el desayuno.

—El exilio no es fácil, mi querido amigo. A mí me llamaron para dirigir en Santa Rosa de Los Andes una escuela municipal. Sabes que me gusta innovar, y comencé a desarrollar el método silábico, mucho más productivo para los chicos. Pero no demoró la novedad en llegar a oídos del gobernador, que como imaginas nada sabía de educación. Entonces, me puso de patitas en la calle, y con mi padre seguimos camino a Pocurá, una aldea al sur de Los Andes, donde logré organizar una pequeña escuela en mi propia vivienda, mientras mi padre regenteaba un bodegón. Ya con el cuerpo más descansado, permanecí noches leyendo y escribiendo artículos que iba acopiando. A fines del 33, yo extrañaba San Juan, pero no había ahorrado ni un vintén. Entonces, un paisano me habló de las minas de plata de Copiapó. Era un trabajo que detestaba, aunque bien pago, y hasta allí me fui. Ganaba bastante, pero la soledad me agobiaba —contó.

Con la charla, el café ya se había enfriado, pero lo bebió igual, de un solo trago. Luego continuó hablando.

—No fue bueno para mí vivir entre hombres embrutecidos con los que a veces costaba establecer hasta un mínimo diálogo. Estuve más de un año sintiéndome cada día peor que el otro hasta que tú llegaste con tu tío a rescatarme de aquel agujero negro. Te debo la vida amigo.

—No exageres, Mingo. Tú nunca te darías por vencido, pero algo debíamos hacer. Una mañana llegó a casa misia Paula para contarme que estabas sumido en una profunda melancolía. Habías dejado de comer y a los pocos días te asaltaron unas extrañas fiebres. Las ver70 Mercedes Vigil siones que nos llegaban eran muy disimiles: que sufrías un problema cerebral, que era fiebre tifoidea, que padecías el mal de las minas y estabas lleno de úlceras… Pese a no tener diagnóstico, sabíamos que había que actuar ya que te malograbas rápidamente. Enterado mi tío, como médico decidió gestionar sin demora el permiso de tu retorno a San Juan. Eso fue todo.

—Sí, y además me visitaron diariamente dándome medicinas y tratamiento gratis hasta que estuve bien —agregó el sanjuanino con agradecimiento. —Hasta hoy no supimos qué fue realmente lo que te afectó. Al principio creímos que efectivamente tenías fiebre tifoidea, pero al sacar cuentas comprendimos que si el diagnóstico hubiese sido tal, te habrías muerto antes de ser repatriado. Mi tío siempre ha sostenido que esa melancolía te ocasionó un golpe de sangre al cerebro… Pero fuera lo que fuera, quedaste mejor que antes.

—Es posible, pero la suerte no estaba conmigo. Justo cuando pude reinsertarme en la vida de San Juan, asesinaron a Facundo Quiroga y regresó la casa de brujas.

—La muerte de un hombre influyente en circunstancias tan extrañas trajo especulaciones de todo tipo —agregó Freire—. Quienes fueron a la catedral de Córdoba dicen que Rosas se mostró muy afectado en su entierro. A sus espaldas no hubo cristiano que no comentara los beneficios que aquella muerte trajo a el Gran Americano.

—Objetivamente, él fue quien más se benefició con la tragedia de Barranca de Yaco. Quiroga llevaba años reclamando un Congreso Constituyente para dar forma a una República Federal. Rosas siempre se opuso a tal medida alegando que una organización formal era insensata, hasta tanto las provincias no tuvieran sus propias estructuras políticas y una vigorosa vida institucional —dijo Sarmiento.

—No bien mejoraste, te llevé a la casa de don Manuel Quiroga Rosas, donde quedaste pasmado al ver su biblioteca. Aquella habitación repleta de sabiduría se convirtió en el cenáculo para los disidentes y lugar de reflexión. Formamos un grupo interesante de jóvenes que nos reuníamos a la caída de la tarde para debatir asuntos nacionales y cavilábamos la mejor manera de eliminar la dictadura rosista. Allí decidiste que eras más eficaz con la pluma que con la espada y nació El Zonda —Freire hizo una breve pausa para masticar su tostada—. Como el periódico iba a ser repartido gratuitamente, recuerdo haberte donado varias mesadas para tal emprendimiento. Escuchándote comprendimos que tú habías descubierto lo que tantos sabios ignoraban: el sentido del periodismo y su valor como pauta social. Su importancia como sostén de los principios que nutren la ética de los pueblos. «¿Qué es un periódico?», decías en aquella biblioteca ya transformada en redacción, foro de ideas y centro de resistencia antirrosista. «Es una mezquina hoja de papel, llena de retazos, sin capítulos, sin prólogo, atestada de bagatelas del momento. Se vende una casa. Se compra un criado. Se ha perdido un perro, y otras mil frioleras, que al día siguiente a nadie interesan». Lo miró un momento y continuó entusiasmado:

—Mientras hablabas parecías crecer en estatura… «¿Qué es un periódico? Amigos, observen. ¿Qué más contiene? Noticias de países desconocidos, lejanos, cuyos sucesos no pueden interesarnos. Trozos de literatura, retazos de novelas. Decretos de gobierno». Y tras la crítica llegaba la lección: «Un periódico es el hombre. El ciudadano, la civilización, el cielo, la tierra, lo pasado, lo presente, los crímenes, las grandes acciones, la buena o la mala administración, las necesidades del individuo, la misión del gobierno, la historia contemporánea, la historia de todos los tiempos, el siglo presente, la humanidad en general, la medida de la civilización de un pueblo» —dijo Freire, emocionado.

Se advertía la profunda admiración que sentía por su amigo de escuela.

—Por eso, Mingo, vaticino que tú serás el maestro de América —dijo y entonces lo tomó del brazo—. Acompáñame, la única manera de conocer una ciudad es caminarla, mezclarse entre la gente común.

Después de abonar la cuenta, se levantaron y salieron del hotel. Toda la ciudad parecía haber despertado con el alba.

Los dos amigos llegaron a paso rápido hasta la terraza del jardín público, desde donde se veía en toda su magnitud la bahía de Guanabara.

—Yo he estado en Lisboa y este parque es su fiel retrato —comentó Freire, ante aquel paisaje plagado de fuentes, estatuas y pabellones—. Es imposible visitar esta ciudad y olvidar que aquí gobierna un rey lusitano. Si existen nobles aristocráticos en Versalles, más los hay en Lisboa y el Janeiro.

—El tío Vélez siempre cuenta que en el Janeiro las mujeres son distintas que en Montevideo o Buenos Aires —acotó Sarmiento.

—Es verdad. Difícilmente aquí encontrarás señoras temerosas caminando rápido y con la vista fija en el suelo. Allá van rapidito al oficio o al mercado y vuelven a recluirse en sus casas. Aquí salen a pasear, caminan solo por el hecho de hacerlo.

—Bartolomé Mitre suele decir que Brasil es una democracia coronada —dijo Sarmiento y enseguida cambió drásticamente de tema—. ¿Has visto a Mármol? Hace meses me envió un boceto de El puñal.

—A veces se aparece por aquí, sigue sosteniendo que el tiranicidio es un deber patriótico —respondió Freire.

Acordaban hasta en los silencios. Contemplaron a distancia la iglesia Outeiro, el Pan de Azúcar, la fortaleza de Santa Cruz, el forte da Lage y el de San Joao. El panorama era sobrecogedor, y por momentos Sarmiento creyó estar soñando. Se había criado muy cerca del 74 Mercedes Vigil valle del Zonda, donde todo estaba teñido de un amarillo rojizo, y en Río de Janeiro todo era verde. Las palmeras, fuentes y cascadas. Las grutas, lagos y morros.

El loco
En esta novela escrita con la maestría que la identifica, Mercedes Vigil, sitúa a Sarmiento en el entramado complejo y turbulento del siglo XIX, en una lograda recreación de época.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 03/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 978-950-49-5089-9
Disponible en: Libro de bolsillo
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