miércoles 24 de abril de 2024
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«Crímenes sorprendentes de la historia argentina 2», de Ricardo Canaletti

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A nuestra Historia le faltarían muchas páginas si se ignoraran sus crónicas policiales. Ya sea en los primeros años de la Colonia o durante las Invasiones Inglesas, con gobiernos federales o unitarios, bajo regímenes democráticos o dictatoriales, cada época también se define por sus delitos. Con su forma única de narrar, Ricardo Canaletti vuelve a sorprender con estos casos que van desde la ferocidad injustificable hasta una inocencia que desafía la credulidad.

Del soldado rebelde cuya condena a muerte se resolvió tirando los dados, a los marineros italianos que trataron de matar a Sarmiento. De la versión criolla del Caso Dreyfus a los crímenes del Petiso Orejudo, el último robo de Mate Cosido y la persistente persecución al Pibe Villarino por el comisario Evaristo Meneses. Duelos y secuestros, políticos y jueces, policías y asesinos…

Canaletti vuelve a investigar entre los dobleces oscuros del pasado argentino para rescatar los casos que hablan de nuestra inextinguible curiosidad por el crimen, sus protagonistas y sus justicieros.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

El Caso Dreyfus argentino
(Buenos Aires, 1936)

Había tres militares frente a la mesa. Uno dio un paso al frente y sacó su arma de la cartuchera. Con tres dedos de la mano derecha la puso sobre la mesa haciéndola girar en el sentido de las agujas del reloj. Era una 45. Retrocedió un paso y volvió a formar fila con los otros dos. Los tres esperaron en silencio. Había un cuarto hombre en el lugar, un médico militar. El mayor del ejército argentino Guillermo Mac Hannaford estaba sentado del otro lado de la mesa y los miraba de frente. Tenía los brazos caídos, pero cuando aquel soldado hizo girar la 45, los puso sobre la mesa y echó el cuerpo hacia adelante. Miró el arma un largo rato. Levantó la vista hacia sus dos custodios. “¡Déjense de joder!”, dijo. No hubo respuesta. Los tres más el médico mantenían sus expresiones severas. Había poca luz en la celda del Regimiento 3 de Infantería, apenas la de la lamparita del pasillo, que creaba sombras fantasmagóricas y daba a toda la escena un aspecto irreal. Pasaron unos segundos más. Los soldados no se movían, sus caras conservaban la misma expresión de dureza. Al fin el mayor, que había cruzado los dos brazos sobre la mesa y apoyaba el mentón sobre ellos, volvió a hablar: “¡Yo no me mato. Soy inocente!”. Era el 18 agosto de 1938, a las 5.

El mayor Guillermo Mac Hannaford fue el único militar argentino condenado por espionaje y degradado en una solemne ceremonia. Pero también fue el protagonista de un caso muy parecido al que sufriera Alfred Dreyfus, un militar francés. El nombre Dreyfus hizo famosa a la isla del Diablo, la colonia penal que Francia tenía en Guyana, donde lo deportaron. Pero sobre todo se convirtió en el paradigma del hombre atrapado por una conspiración, condenado y humillado por un delito que no había cometido.

Mac Hannaford se negó al suicidio. Entonces le leyeron la sentencia: reclusión perpetua y degradación pública. De inmediato lo sacaron del Regimiento, en Garay y Pichincha, en un celular blindado, rumbo al Colegio Militar del Palomar.

El caso Mac Hannaford comenzó el 3 de diciembre de 1936, en el despacho del ministro de Guerra, general Basilio Pertiné —abuelo de Inés Pertiné, la esposa del ex presidente Fernando de la Rúa—. El coronel Eduardo Torreani Viera, agregado militar de la embajada del Paraguay, había pedido una audiencia urgente. Su país venía de una larga guerra con Bolivia (de 1932 a 1935) por la región conocida como Chaco paraguayo, una zona limítrofe entre ambos países. Y era un secreto a voces que la Argentina había dado ayuda extraoficial al Paraguay porque rechazaba las pretensiones de Bolivia.

El hecho de que el territorio pudiera albergar uno de los más grandes reservorios petroleros del hemisferio hizo de la contienda territorial escenario de las tensiones entre Estados Unidos y Gran Bretaña. Los estadounidenses respaldaban a La Paz, y los británicos a Asunción. Para los primeros, una salida al mar para Bolivia significaba un comercio directo por fuera de la Argentina, comprometida comercialmente con Inglaterra. Envuelto en esa guerra cruel estuvo también el Ejército argentino, que se encargó de enviar armamento al Paraguay. El encargado de armar el operativo fue el entonces capitán Juan Domingo Perón. Bolivia recibió asesoramiento y armas de Alemania y el respaldo de los estadounidenses, así como Paraguay lo tenía de ingleses y argentinos.

Por ese motivo los paraguayos mantenían cordiales relaciones con la Argentina. Pero Torreani Viera no había ido a hablar con el general Pertiné del conflicto, sino que traía una denuncia: un civil argentino, que se había presentado como “don Gregorio”, le había ofrecido documentos militares secretos elaborados por el Estado Mayor argentino relativos al aprovisionamiento, la movilización y el transporte de tropas en la frontera con Paraguay. El ministro de Guerra no pudo ocultar su asombro. Es cierto que siempre había existido un intercambio discreto de información entre Paraguay y la Argentina, que eran países amigos sin lugar a dudas. No vivían en situación de tirantez o conflicto que hiciese pensar en agresiones militares en las cuales quien diera información al otro bando sería claramente considerado un traidor.

La segunda parte de la cuestión era por qué el coronel paraguayo le había ido a contar al ministro de Guerra de un país amigo que había recibido información sobre movimientos de tropas de ese país. En otras palabras, si Paraguay hubiese considerado sensible esa información, se la habría guardado, y si la consideraba intrascendente, también. Por eso no se entendían los motivos del coronel Torreani Viera para correr al despacho de Pertiné. Advertir a los argentinos que había una fuga de información podía tratarse de un gesto de buena voluntad de los paraguayos, aunque este argumento parecía bastante pueril.

Mucho más extraño fue lo que hizo entonces el general argentino. Pertiné le dio aviso a la Policía Federal, y dejó así un caso de espionaje en manos de un oficial de Policía y de algunos agentes de inteligencia militar. Todo parecía bastante raro y con poco sustento. La Argentina y el Paraguay eran países tan amigos que hasta podría pensarse que el coronel paraguayo se había prestado a una maniobra, o incluso que esa reunión entre Pertiné y Torreani Viera nunca había existido. Porque, ¿dónde estaban esos documentos argentinos supuestamente entregados a los paraguayos? El coronel dijo que no los tenía porque el espía argentino no se los había dado aún, debido a que Paraguay no había respondido al ofrecimiento. De plata, todavía ni hablar.

El auxiliar de la Policía Federal a cargo del caso se llamaba José Antonio Villanueva. El coronel paraguayo y el policía se entrevistaron el 27 de noviembre en un hotel de Avenida de Mayo al 900. Tal vez aquí empiece la verdadera historia. Con el conocimiento de Pertiné, el policía y el militar acordaron tenderle una trampa a don Gregorio, el hombre que ofrecía información militar clasificada. Torreani Viera debía concertar una reunión con don Gregorio para avanzar en la compra de ese material. Todo se hizo tan rápido que ese mismo día, a las cuatro de la tarde, el coronel se reunió con el espía en el hotel de Avenida de Mayo. Nunca se explicó cómo hizo Torreani Viera para comunicarse con el delator argentino.

En este encuentro, según los documentos confeccionados al respecto, Viera se mostró interesado en comprar el material ofrecido por don Gregorio. Los policías pudieron ver al espía, un hombre común, de alrededor de 50 años, cabello entrecano y lentes de carey. El argentino y el paraguayo quedaron en volver a reunirse en ese mismo hotel el día 2 de diciembre. Una vez terminada la reunión, los policías siguieron al espía hasta una casa en Vicente López. Al día siguiente, don Gregorio fue a la embajada de Bolivia, en la calle Bulnes al 2800, y luego se dirigió a la calle Rodríguez Peña al 1300 para regresar más tarde a la embajada boliviana. Luego se encontró con un hombre al que no pudieron identificar, en Santa Fe y Bullrich.

El 2 de diciembre el espía finalmente se reunió en el hotel con el coronel paraguayo y le dijo cuánto quería por los documentos: setenta mil pesos. El militar aceptó, y don Gregorio le indicó que lo esperase allí mientras él buscaba los preciados documentos. Don Gregorio no fue muy lejos, apenas cruzó la calle, entró en el bar de Avenida de Mayo 999 y se encontró con una mujer. No hablaron demasiado. La mujer le entregó un portafolios. Cuando el espía volvió al hotel para cerrar el acuerdo con Viera, fue detenido.

Don Gregorio era en realidad Horacio Pita Oliver, un hombre de 52 años, espía de los servicios de informaciones del Ejército, un “service”, como los llamarán décadas después, personal civil de los servicios de Inteligencia del Ejército, con prontuario policial 90.628 de Robos y Hurtos. El hombre tenía antecedentes por estafas. Era un delincuente común conchabado en el Ejército. La mujer era Jorgelina Argerich de Pereyra, de 43 años, amante de Pita Oliver.

En cuanto a los documentos que le iba a vender al militar paraguayo, se trataba de las “Instrucciones generales para los militares y tropas de servicio de Inspecciones Nacionales”, que debían estar en el Estado Mayor General del Ejército y no en manos de Pita Oliver ni de Jorgelina Argerich. Apenas fue detenido, acaso como si esperara ese momento, y sin que nadie le preguntara nada, afirmó que había recibido esos papeles de manos del teniente Aquiles Azpilicueta y del mayor Guillermo Mac Hannaford, ayudante del jefe del Estado Mayor, general Nicolás Accame. Y agregó que su primer contacto había sido con Azpilicueta, en 1929, y que cuando éste fue trasladado comenzaron sus contactos con Mac Hannaford, a quien le pagaba doscientos pesos por cada documento que le entregaba.

Lo que Pita Oliver decía era absurdo, porque cuando se le preguntó cuánto le cobraba el teniente Azpilicueta por los documentos, dijo “seiscientos pesos”. Es decir que, según Pita Oliver, un teniente le cobraba más por los documentos que lo que recibía Mac Hannaford, que hacia 1929 era capitán, una jerarquía superior a la de Azpilicueta. Todo parecía un invento. No hizo falta un duro interrogatorio con Pita Oliver. Como si tuviera el libreto armado, apenas se sentó a declarar, casi sin que mediaran preguntas, hizo una exposición.

 

 

Azpilicueta fue detenido en San Luis.

En la casa de Argerich encontraron papeles “desaparecidos del Estado Mayor”. Poco antes de las doce de la noche del 3 de diciembre, Mac Hannaford fue arrestado en su casa de Olivos. El oficial había sido, hasta dos días antes del arresto de Pita Oliver, uno de los edecanes argentinos del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, durante su visita a Buenos Aires para presidir la Conferencia Interamericana de Paz.

Derrumbaron el cielorraso de la casa de Mac Hannaford, levantaron los pisos, revisaron cada rincón sin hallar nada. Lo llevaron al Regimiento 1 Patricios. El cargo contra Azpilicueta y Mac Hannaford fue espionaje. Se designó como juez instructor al coronel Manuel M. Calderón, cuyo primer acto fue decretar el secreto del proceso. La consigna era que nunca, nunca se informaría absolutamente nada. Calderón sabía perfectamente qué era lo que debía hacer porque, a juzgar por sus resoluciones, todo estaba resuelto antes de empezar la investigación.

Mac Hannaford declaró que había conocido a Azpilicueta en el servicio de informaciones de la Presidencia de la Nación y más tarde a Pita Oliver. El mayor dio una explicación vaga sobre su vínculo con el espía. Dijo que su relación era por negocios pero que nunca le había propuesto nada ilegal. Agregó que Pita Oliver visitó algunas veces su casa, así como él concurría a la casa de la amante de Pita, Jorgelina Argerich, donde trató a varias señoritas con las que había salido a pasear. En otras palabras, Oliver conseguía chicas, lo cual era embarazoso de explicar para un mayor del Ejército.

Cuando el juez le preguntó sobre la carpeta con documentos clasificados que Pita Oliver intentara venderle al agregado militar paraguayo, Mac Hannaford negó tener algo que ver con eso. Calderón le preguntó si él cobraba doscientos pesos por cada documento que le entregaba a Oliver, lo cual provocó el enojo de Mac Hannaford, que lo negó rotundamente. Después de la declaración, el juez le levantó la incomunicación y pudo recibir a su hermano y también a su mujer y a sus dos hijas. A diferencia de sus familiares, él se mostraba tranquilo. La verdad se iba a conocer, repetía, y reiteraba su inocencia.

El 25 de febrero de 1937 comenzó el careo entre Mac Hannaford y Pita Oliver, y terminó el 1º de marzo. El civil hablaba hasta por los codos y Mac Hannaford iba negando cada una de las acusaciones del agente de inteligencia. El mayor declaró en total tres veces; la última declaración duró seis días y participó de cinco careos. El juez Calderón resolvió inmediatamente quién decía la verdad y quién mentía. Mac Hannaford, a su criterio, estaba hasta el cuello, y su motivación debía buscarse en “cierto temperamento comercial” y también “en un evidente estado de inmoralidad en sus sentimientos”. Prueba no había ninguna, salvo la acusación de Pita Oliver, si podía considerarse prueba válida. Lo demás era una exploración por terrenos de la psicología que realizó el juez Calderón, inepto para tales análisis y diagnósticos, para justificar lo que iba a decidir.

¿Cómo se explicaba que Mac Hannaford vendiera documentos secretos a cambio de dinero? Porque era jugador y mujeriego, aseguró el juez. De pronto aparecieron testimonios que acomodaron esa situación. Los empleados del Estado Mayor dijeron que muchas mujeres llamaban pidiendo por Mac Hannaford. Un sargento dijo que a la oficina del mayor concurrían muchas señoritas, y en esas ocasiones encargaban vermut en una lechería cercana. Un dactilógrafo reveló el nombre de varias mujeres. Se afirmó que la relación más importante de Mac Hannaford era con la esposa de un mayor. Esta señora fue a declarar y respondió las preguntas con un lacónico: “No tengo nada que decir”.

Después de las mujeres venían el juego y las apuestas. Mac Hannaford era una especie de diablo escondido bajo el uniforme del Ejército Argentino. Mujeres y juego. Entonces apareció un hombre que, según se decía, le llevaba a Mac Hannaford los programas con las carreras de caballos. Todos los testimonios parecían preparados para sostener alguna acusación contra la reputación del mayor. Se dijo que había personas que apostaban en los hipódromos con dinero de Mac Hannaford. En síntesis, el acusado, un mal bicho, bien podría haber cometido actos de espionaje, sin importarle nada más que el dinero que recaudaría para mantener sus vicios. Era evidente que no existían pruebas del espionaje sino que se había elegido hacer un rodeo para presentar a un ser depravado capaz de cualquier cosa.

Para el juez, entonces, Pita Oliver decía la verdad. El mayor y el espía habían trabajado juntos durante treinta meses: a razón de doscientos cincuenta pesos mensuales, Mac Hannaford habría reunido con sus tareas de espionaje unos siete mil quinientos pesos. El mayor, como era de esperar, recibió prisión preventiva rigurosa, según la ley que se le aplicó, el Código de Justicia Militar.

 

El 2 de marzo de 1937, Calderón, sin justificar su medida y a tres meses de iniciada la causa, ordenó un tercer registro en una de las casas de Jorgelina Argerich, en la calle Ecuador al 600. Las dos veces anteriores no se había encontrado nada, pero esta vez, misteriosamente, apareció el libro “Órdenes de batalla – Secreto – Ejemplar 016 – Año 1935”.

Pita Oliver, en resumidas cuentas, era un estafador que podía vender su alma al mejor postor. En total, declaró cinco veces. Como se ha visto en diferentes causas con declaraciones dirigidas o hipótesis que se buscan cerrar a toda costa, cada vez que se sentaba ante el juez iba agregando cosas o cubriendo baches. Quedaba siempre la sensación de que Pita Oliver decía lo que le dictaban. Bastó que “encontraran” en la tercera inspección de la casa de Argerich ese ejemplar de Órdenes de batalla para que Pita Oliver “se acordara” de que se lo había dado Mac Hannaford. Para el juez Calderón, entonces, todo el proceso dependía de lo que iba declarando el estafador de Pita Oliver, aunque parecía evidente que nada dependía de lo que pensara el juez. Más bien, prevalecía lo que pensaba el Ejército.

En abril se recibió en el juzgado una carta de un viejo conocido de Mac Hannaford, el teniente coronel Juan Perón. Viejas rivalidades separaban a los dos militares. Perón era entonces agregado militar en Chile. Su carta no dejaba bien parado a Mac Hannaford, al que trataba solapadamente de usurero y prestamista cuando se desempeñó como agregado militar en Bolivia. Mac Hannaford respondió lo que consideró una calumnia por parte de Perón, que manipulaba la información. Reveló que había prestado dinero a una mujer que acababa de enviudar; la pareja de argentinos era dueña de una joyería, y hasta el cónsul argentino en Bolivia hizo lo mismo por una cuestión humanitaria. La carta de Perón no tenía relación con el hecho que se ventilaba en el proceso, pero sirvió para enlodar aun más la figura del acusado con una mentira. Se trataba de un texto que, además de capcioso, era impertinente. (El propio Perón estuvo a punto de ser detenido en Chile por organizar una red de espionaje para obtener información sobre el ejército de ese país.) Mac Hannaford y Azpilicueta fueron trasladados a la isla Martín García.

El 20 de septiembre de 1937, Calderón terminó el sumario y lo entregó al Ministerio de Guerra, que se lo adjudicó al Consejo de Guerra para Jefes y Oficiales. En su informe sostuvo que Mac Hannaford, Pita Oliver, Azpilicueta y Argerich era espías. Las pruebas principales contra el mayor, según Calderón, eran indicios y presunciones. La actuación de este juez fue muy pobre, aunque elogiada, como no podía ser de otra manera, por los altos mandos del Ejército y hasta de la Marina de Guerra. Diez meses después de su intervención en el caso Mac Hannaford, Calderón fue nombrado jefe de Gendarmería, fuerza creada por decreto del 28 de julio de 1938.

Aquel secreto que había impuesto Calderón al inicio de las averiguaciones, convalidado por el Ejército y el gobierno, llegó a tal extremo que el público nada supo del espionaje y mucho menos de las polémicas presunciones e indicios reunidos contra los imputados durante el tiempo que duró la corte marcial, más de dieciocho meses.

Horacio Pita Oliver era primo del general Rodolfo Martínez Pita, que en 1936 presidía el Consejo de Guerra para Jefes y Oficiales. Martínez Pita se había desempeñado en la Comisión Militar Neutral durante la guerra de Bolivia y Paraguay, pero sobre todo era conocido en el Ejército porque representaba la corriente de oficiales que adhería a las posiciones de los gobiernos alemán —nazi— e italiano —fascista—. No se llevaba bien con el mayor Mac Hannaford, quien simpatizaba con la visión de la política internacional británica y estadounidense y no apoyaba al GOU (Grupo de Oficiales Unidos), una logia que reunía a militares del mismo pensamiento que el de Martínez Pita, como Perón, por ejemplo.

Sin embargo, al respecto existen controversias. Liborio Justo, hijo del presidente Agustín P. Justo, sostuvo que Mac Hanna ford había sido reclutado por el gobierno estadounidense (en ese sentido, la dura condena que recibiría el mayor sería una advertencia para el gobierno yanqui). Pero los antecedentes de Mac Hannaford no lo presentaban como un férreo antifascista, pues había sido comisionado en la sección de Informaciones y Orden Social durante el gobierno fascista de José Félix Uriburu. De esa sección de Informaciones y Orden Social surgiría la nefasta Sección Especial, que torturaba a presos políticos opositores para obtener información, especialmente a comunistas y anarquistas.

 

Al acusado se le permitió designar a un defensor civil, y el nombramiento recayó en Oscar Semino Parodi, que asistiría al mayor hasta el final. Pero debió cambiar ocho veces de defensor militar, porque sucesiva y sistemáticamente eran asignados a otros destinos. El general Accamé, que conocía bien a Mac Hannaford porque era su superior, fue enviado sorpresivamente en misión a Brasil. Solamente declaró por escrito y se refirió a cuestiones irrelevantes. No pareció interesarse en la suerte que pudiera correr su ayudante.

El proceso comenzó y terminó sin una prueba clave: jamás fueron encontrados los documentos secretos en poder de Mac Hannaford. Los papeles “desaparecidos del Estado Mayor” aparecieron en la casa de Jorgelina Argerich, y jamás se supo qué importancia tenían o si eran sólo papeles membretados en blanco. No era la única incongruencia. Pita Oliver había asegurado que el mayor quería cobrar doscientos pesos por documentos entregados, pero el militar no pasaba apremios económicos y estaba a punto de ser ascendido a teniente coronel, con lo cual recibiría un aumento de cuatrocientos pesos.

También resultaba extraño que el ofrecimiento de secretos militares se hiciera a Paraguay. Según la ley argentina, antes y ahora, el delito de traición a la patria existe cuando alguien colabora o ayuda a un país enemigo de la Argentina. Paraguay era un país amigo.

El Consejo de Guerra encontró culpable al mayor y lo condenó a la pena de degradación pública y reclusión por tiempo indeterminado. Como el fallo fue apelado, el Consejo Supremo de Guerra y Marina intervino para confirmar la condena. El 16 de agosto de 1938, el presidente Roberto Ortiz firmó el decreto 10.356 que encargaba al Ministerio de Guerra disponer las medidas necesarias para el cumplimiento de la pena. Ortiz estaba muy lejos de contrariar al Ejército, sobre todo porque la institución apoyaba a su gobierno, y un político no se busca un enemigo porque sí. Un mayor del Ejército en problemas no justificaba un conflicto entre el Poder Ejecutivo y las Fuerzas Armadas.

Por Boletín Militar 10.898 del 17 de agosto, el Ministerio de Guerra estableció que la degradación se haría el día siguiente, a las 7, en el Colegio Militar. No hubo posibilidad de apelar, porque a los defensores se les negó el recurso a la Corte Suprema. Oscar Semino Parodi lo intentó sin éxito. Era como si el caso Mac Hannaford le quemara a todo el mundo, en una época que no se caracterizaba por el equilibrio de poderes: el Ejército tenía peso decisivo en casi todos los asuntos del país, especialmente después de la claudicación que la Corte Suprema había cometido en 1930 al darle apoyo jurídico al gobierno de facto de José Félix Uriburu con el argumento del hecho consumado. Quedaba en el tintero una cuestión mayor: el acusado recibió la pena máxima, perpetua, pero el delito, de haber existido, no se había consumado porque los documentos prometidos a Paraguay no fueron entregados. Hubiera correspondido una pena menor por tentativa, pero nadie se detuvo en esta cuestión.

El 18 de agosto de 1938 todo estaba preparado en el Colegio Militar de Palomar para un acto inédito en la historia argentina: la degradación de un militar.

A las 6, en el patio principal, estaba formado el cuerpo de cadetes. Había setecientos jefes y oficiales. Media hora después comenzaron a llegar los generales del Ejército: el inspector general Guillermo J. Mohr; el jefe del Estado Mayor, Abraham Quiroga; el director general de Institutos Militares, Rodolfo Márquez, y los comandantes de la Primera y la Segunda División, Francisco Reynolds y Ramón Espíndola. En un automóvil blindado y custodiado por tres oficiales apareció el mayor Mac Hannaford. Venía desde los cuarteles del Regimiento 3 de Infantería, en la calle Pichincha esquina Garay.

La ceremonia se haría en los fondos del Colegio Militar, en el límite del camino que va de Martín Coronado a Hurlingham. El cuerpo de cadetes de quinto año estaba formado en uno de los lados, con ropa de fajina y armados con carabinas. Rodeado por los jefes militares, el secretario del Consejo Supremo de Guerra y Marina, capitán Carlos Casoni, leyó durante cuarenta minutos la sentencia y el decreto del Poder Ejecutivo que ordenaba cumplirla. Su voz era monocorde. Luego se ordenó a Mac Hannaford, que vestía uniforme verde oliva, ocupar el centro de la formación. Ocho soldados, con máuser y bayoneta calada, se colocaron a los lados del condenado. Mac Hannaford avanzó con firmeza, como si estuviera desfilando en un acto patriótico. En ningún momento se lo vio dubitativo, tampoco nervioso. El director del Colegio Militar, coronel Juan T. Tonnazzi, se adelantó. Era quien debía degradarlo. Le ordenó a Mac Hannaford que ciñera su espada al cinto, al mismo tiempo que los cadetes echaban armas al hombro. Con serenidad, sin apresurarse, el mayor tomó su espada del sargento que se la alcanzó, y la ciñó a su cintura. Permanecía cuadrado e impertérrito. Entonces Tonnazzi pronunció las palabras del ritual: “Mayor Guillermo Mac Hannaford: habéis cometido el delito de alta traición, por lo que sois indigno de llevar las armas y de vestir el uniforme de los militares de la República; en consecuencia, en nombre de la patria os declaro degradado”.

Un toque de clarín anunció el momento en que un sargento debía aproximarse al oficial. Le arrancó la espada del cinto y la arrojó lejos, a varios metros. Enseguida procedió a arrancar las insignias y las presillas del uniforme y también el distintivo de oficial del Estado Mayor que llevaba en el pecho.

El ex mayor dio media vuelta, hizo taconear sus botas y desfiló por el patio con su custodia hasta el calabozo del Colegio Militar. Su rostro seguía tan imperturbable como al comienzo de la ceremonia. Cuando desapareció, el silencio continuaba.

La noticia no ocupó las primeras páginas de ningún diario. Secreto, más ignorancia, más incomprensión, más temor reverencial a la autoridad, podrían explicar por qué la prensa nacional dejó pasar este caso.

Los otros acusados, Argerich, Azpilicueta y Pita Oliver, recibieron penas menores. Azpilicueta fue castigado con cinco años de prisión y destitución de su grado. Llamativamente, fue reincorporado al Ejército luego de cumplir esos cinco años.

 

Juan Mac Hannaford, dentista, hermano del militar degradado, lo defendió en la prensa. El bisemanario Ahora hizo un editorial sobre el caso el 26 de agosto de 1938, donde planteó que no podía haber traición a la patria porque Paraguay no era una potencia enemiga. También reclamó al gobierno que publicase un comunicado: como el sumario y el juicio se mantuvieron secretos, la revista solicitaba algo tan sencillo como conocer el delito por el cual un mayor del Ejército había sido degradado y condenado a prisión. Tal vez todo hubiera resultado diferente de no haber imperado el secreto desde el inicio y con libertad de prensa para cubrir este caso.

Aunque las pruebas en contra de Mac Hannaford no hubiesen podido ser divulgadas en ese momento, había otro elemento importante. La revista mencionaba que el artículo 103 de la Constitución Nacional establecía que “la traición contra la Nación consistirá únicamente en tomar las armas contra ella, o en unirse a sus enemigos prestándoles ayuda y socorro” (actualmente, este enunciado forma parte del artículo 119). Y el Código de Justicia Militar, en los diecinueve casos de traición que contemplaba, se refería a actos en favor de “enemigos”. Desde el gobierno y el Ejército nadie respondió.

En marzo de 1940 salió al mercado la revista Linterna con una fuerte campaña a favor de la inocencia de Mac Hannaford. “Caso Dreyfus en la Argentina. Guillermo Mac Hannaford sería inocente. Sensacionales revelaciones sobre el proceso que más ha conmovido al país. Se pedirá su revisión.”

A las pocas horas la Policía arrancó o inutilizó todos los afiches que publicitaban la novedad, y cuando la revista apareció, obstaculizaron su circulación. “¡No se respeta la libertad de prensa!”, se quejaban los periodistas de la publicación. El procurador fiscal Víctor Paulucci Cornejo inició una querella contra Linterna y el juez Miguel Jantus ordenó el secuestro de la revista y mandó a los policías a la sede de la editorial, en Bolívar 1616. La primera edición, aquella en la cual se interrogaba sobre la validez de la condena contra Mac Hannaford, fue secuestrada. Linterna lanzó una segunda edición, sin los artículos sobre el mayor degradado. El secuestro de la revista se fundamentaba en una supuesta violación del secreto del sumario, pero ya no había sumario luego de superarse esa etapa, de realizarse un juicio y con sentencia firme. No había secreto alguno que preservar, al menos en el ámbito judicial.

El efecto buscado de restablecer el caso y marcar las irregularidades tuvo repercusión hasta en Uruguay y en Chile. El diario de Montevideo Tribuna Popular mandó un enviado especial a Buenos Aires que compartió la sospecha de que Mac Hannaford no tenía nada que ver con la acusación y que el proceso estaba plagado de irregularidades. Tanto Tribuna Popular como otras publicaciones chilenas fueron detenidas en la Aduana.

 

Mac Hannaford fue llevado primero a la isla Martín García y luego al penal de Ushuaia, donde pasó casi diez años. El 20 de julio de 1947, antes de que ese presidio se cerrara, el ex mayor y otros cincuenta y cinco detenidos fueron enviados a Buenos Aires en la nave Chaco. Los reclusos viajaron en la bodega. En Buenos Aires los esperaba el director general de Institutos Penales, Roberto Pettinato, que dijo que a ese contingente lo seguirían otros dos hasta desalojar completamente la cárcel del fin del mundo. El ex mayor fue destinado al penal de Caseros. Ya había contraído tuberculosis.

En 1951, el propio Mac Hannaford escribió a su ex camarada el general Perón solicitándole la conmutación de su pena de prisión por tiempo indeterminado por la de quince años. Perón se lo negó. El 19 de septiembre, Perón rechazo también el indulto. Margarita Vallachón, la esposa de Mac Hannaford, también le envió una carta a Perón, pidiéndole que fijara una pena para su marido (la condena era a prisión por tiempo indeterminado). No le fue concedido.

El 18 de junio de 1953 escribió otra nota con igual resultado. Justo ese año fue liberado, cinco años antes de cumplir su condena (de veinte años), el ex comisario Ramón Valdez Cora, el asesino del senador Enzo Bordabehere, ocurrido en el propio recinto del Senado en 1935. El argumento para liberar a Valdez Cora fue que había tenido “buena conducta”. El 27 de agosto de 1954, Perón rechazó otro pedido de libertad para el ex mayor. Su familia reiteró ante cada gobierno el pedido de indulto. Luego de pasar veinte años preso, el ex militar fue finalmente indultado por un decreto secreto del presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu, en 1956. Mac Hannaford murió cinco años después de su liberación, el 5 de septiembre de 1961. Olvidado, como su caso.

 

EL CASO DREYFUS

El 5 de enero de 1895, el capitán del Ejército de Francia
Alfred Dreyfus fue degradado y condenado a prisión perpetua
en la colonia penal de la isla del Diablo. La condena
la impuso un tribunal militar por considerarlo culpable de
traición a la patria.
Un año antes, una empleada de la embajada alemana
en París había encontrado documentos militares franceses
en un cesto, junto con una nota manuscrita donde se
prometían más documentos. Los especialistas no pudieron
determinar de quién era esa caligrafía. Pero los investigadores
militares concluyeron que el espía debía ser un oficial
artillero, y apuntaron hacia un capitán, Alfred Dreyfus, alsaciano
de origen judío. Desde la guerra franco-prusiana,
que se había desarrollado entre 1870 y 1871 y de la que
Alemania resultara vencedora, las tensiones entre ese país
y Francia eran permanentes. Una de las duras condiciones
impuestas a la nación derrotada había sido, precisamente,
la pérdida de Alsacia, región que hasta ese momento era
parte de Francia, aunque sus habitantes eran considerados
simpatizantes de Alemania. Por otro lado, el antisemitismo
estaba extendido por todo el país galo. Por eso, al acusar a
un “extranjero”, el ejército alejaba cualquier sospecha que
pudiera recaer sobre él.
Poco más de un año después de la condena y degradación
de Dreyfus, el jefe de inteligencia del Ejército francés,
a Alemania y varios diarios difundieron la información, lo
cual obligó al Alto Mando a ordenar el juicio de Esterhazy.
Pero a pesar de las evidencias en su contra, la corte marcial
lo absolvió en enero de 1898. Este hecho provocó que Émile
Zola, uno de los más destacados novelistas franceses de esos
años, publicara una carta abierta al presidente de Francia
titulada “J’Accuse…! (Yo acuso)” en la que sostuvo que el
teniente coronel Marie-Georges Picquart, identificó sin dudar
al traidor, el mayor Marie Charles Ferdinand Walsin
Esterhazy. Picquart informó a sus superiores y consideró
necesario realizar un nuevo juicio, pero los generales del Estado
Mayor no estuvieron de acuerdo y decidieron no acusar
a Esterhazy y, además, desplazar de su cargo a Picquart.
Mientras, la esposa y el hermano de Dreyfus iniciaron
una campaña para que el ex capitán fuera juzgado otra vez.
A mediados de 1897 trascendió el hallazgo de un nuevo
documento relacionado con la venta de secretos militares;
gobierno y el ejército habían conspirado para condenar a
Dreyfus por motivos falsos y habían cometido “traición a la
humanidad” al incentivar a la opinión pública con mensajes
antisemitas en un intento de desviar la atención popular
de sus propios y públicos fracasos. La carta apareció el 13
de enero de 1898 en la primera página del diario L’Aurore.
El Ejército denunció a Zola por difamación, y el novelista,
declarado culpable, tuvo que huir del país.
Esterhazy también huyó, y desde el extranjero confirmó
que él era el autor de los documentos encontrados. Lo había
hecho por órdenes de un miembro del Estado Mayor con
el fin de demostrar que Dreyfus era un traidor. En base
a estas declaraciones, la Corte Suprema de Apelaciones
analizó la petición presentada por la familia de Dreyfus y
en 1899 anuló la primera condena y se dispuso un nuevo
juicio. Dreyfus, sin embargo, fue nuevamente condenado
por traición, pero con atenuantes, y le impusieron una condena
de diez años de prisión. El repudio popular fue de tal
magnitud que el presidente de Francia, Émile Loubet, que
meses antes había permitido que Zola regresara a Francia,
indultó a Dreyfus el 19 de septiembre.
Sin embargo, lo que Dreyfus buscaba era la anulación
judicial de su condena. Por fin la obtendrá el 12 de julio de
1906. La Corte de Apelaciones de Francia anuló el segundo
veredicto y al día siguiente la Cámara de Diputados solicitó
que fuera reincorporado al Ejército. El 21 de julio de ese
año, Alfred Dreyfus es nombrado Caballero de la Legión
de Honor en una ceremonia en la Escuela Militar, y poco
después es ascendido a mayor.
Alfred Dreyfus peleó en la Primera Guerra Mundial y
fue ascendido a teniente coronel. Murió el 12 de julio 1935,
a los 75 años.

Crímenes sorprendentes de la historia argentina 2
Un recorrido por la Historia argentina en su costado más sórdido, el de la crónica policial. Asaltos, estafas y asesinatos que quedaron en la memoria colectiva por su trascendencia, sus consecuencias o la persistencia del enigma irresuelto.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 06/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 9789500755221
Disponible en: Libro de bolsillo

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